Mauricio Macri asumió la presidencia en un contexto de sentimientos encontrados. La expectativa que generaba en algunos era simétrica al desencanto que vivían otros. Sin embargo, algo tenían en común todos los electores: sentían que Macri era todavía una incógnita. Tanto sus votantes como sus adversarios no podían sentir sino intriga sobre el futuro desempeño gubernamental del primer presidente democráticamente electo que, desde 1916, no reconocía filiación ni en el peronismo ni en el radicalismo. La novedad de la victoria de Cambiemos, una alianza entre el PRO y su socio menor, la Unión Cívica Radical, que se construyó desde el primer momento como una fuerza surgida del riñón de la élite económica argentina, hacía difícil pronosticar cómo sería el menú de políticas públicas del nuevo gobierno. La Argentina que había sido gobernada con éxito variable por fuerzas multiclasistas y liderazgos surgidos de las clases medias (Cristina Fernández, hija de un chofer de colectivo, Carlos Menem, hijo de un inmigrante sirio, o Raúl Alfonsín, hijo de un almacenero asturiano) tiene ahora como presidente al heredero de uno de los principales grupos económicos del país.
Tres factores impedían afirmar de manera categórica cuáles serían los planes y las acciones de Macri en el ejecutivo, previamente a hacerse cargo de él. Primero, la campaña presidencial del macrismo había sido tremendamente eficiente en difuminar o borrar cualquier tipo de definición taxativa sobre el posible rumbo de su gestión gubernamental. Nada, de hecho, ilustra mejor aquella decisión de campaña que un video en el cual el economista y hoy presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger, explicaba en un foro internacional que el principal asesor de campaña de Macri les había ordenado no hablar de lo que harían en el gobierno, sino de sus hijos o contar anécdotas. En segundo lugar, Mauricio Macri llegó al poder tras gobernar durante ocho años el distrito más rico del país, una ciudad-provincia-distrito federal cuyas características especiales permiten a sus jefes de gobierno gobernar con relativa tranquilidad. Por último, nunca en más de un siglo había llegado al poder en Argentina una coalición política con liderazgo netamente de élite y base de apoyo electoral en la zona agrícola-ganadera del centro el país, y en las clases altas y medias urbanas.
El macrismo había realizado tan solo tres promesas concretas: reducir la inflación, lograr una mayor liberalización de algunas relaciones económicas (sobre todo la posibilidad de comprar dólares y de acceder a bienes de consumo restringidos por el estatismo kirchnerista) y garantizar la derrota política del kirchnerismo. El discurso era de optimismo: se ofreció «la revolución de la alegría» y se prometió que «no perderías nada de lo que ya conseguiste». Aunque consiguió una victoria muy nítida (conquistando los gobiernos de la Ciudad de Buenos Aires y la Provincia de Buenos Aires) parecía que, al mismo tiempo, no sería capaz de acumular un poder hegemónico: su ventaja fue real pero no escandalosa (dos puntos de ventaja en el balotaje) y no consiguió mayoría propia en el Congreso.
El macrismo en el poder
Los analistas coincidían en algo evidente: no sería éste un gobierno distributivo o preocupado por reducir la desigualdad. Cambiemos, evidentemente, no lo había prometido. Su estandarte de campaña había sido, de hecho, uno muy diferente: la «lucha contra el populismo» que expresaba el gobierno nacional-popular que lo precedió. Sin embargo, había expectativas de que Cambiemos inaugurara algo nunca visto en Argentina. El de una derecha moderna y democrática. Así lo prometió Mauricio Macri en su discurso de toma de mando, donde manifestó su compromiso de alcanzar la «pobreza cero» y avanzar en medidas tendientes a garantizar la transparencia institucional.
La constitución de una derecha moderna requiere, de manera evidente, el cumplimiento de dos condiciones que, en la historia argentina, solo se produjeron de manera esporádica.
Primero, que revista un carácter fuertemente democrático, es decir, que respete los derechos laborales y sindicales, que no reprima la protesta social, que acepte la pluralidad política del país y que aumente la calidad institucional. Éstas pueden parecer condiciones mínimas, pero es preciso resaltar que los gobiernos apoyados por la élite económica argentina desde 1930 hasta 1983 accedieron al poder por medio de golpes de estado o en elecciones en donde el principal partido político, el peronismo, estaba proscripto. Todos los gobiernos de la derecha utilizaron para sostener su gobernabilidad dosis crecientes de represión. Desde 1983 hasta la fecha, el caso más exitoso de un gobierno de derecha fue el menemista. Pero aquella experiencia no se caracterizó por sostener o mejorar las formas republicanas. Intentando diferenciarse de aquel proceso, el macrismo prometió compatibilizar el estado de derecho, los derechos humanos y la competencia democrática con la implementación de políticas económicas desarrollistas.
La segunda promesa de esta «derecha moderna» era el desarrollo de una administración «pro-mercado» y no «pro-empresa», en términos de James Bowen. En América Latina es usual que los partidos de derecha asuman con promesas de crear un «capitalismo serio» (desregular, promover la competencia y la innovación, desterrar prebendas) para luego transformarse en garante de las ganancias de las grandes empresas, aunque esto signifique en los hechos mantener o crear monopolios, desproteger a los consumidores y aumentar la desigualdad. Cambiemos prometió hacer lo primero y no lo segundo.
Balance
En el apartado de «derecha democrática», Cambiemos tiene crédito. El Congreso y los partidos funcionan normalmente y se cumplen tanto el derecho a la libre expresión como el respeto por las minorías. Sin embargo, hay algunos datos de alerta. El discurso de Cambiemos sobre el kirchnerismo, al que ha considerado como una patología política inaceptable que debe dejar de existir para siempre, podría revestir una lógica preocupación. Si bien hasta ahora este discurso no implica una política totalizante, existen iniciativas que obligan a un seguimiento más cercano. Para comenzar, el nuevo gobierno despidió a cientos de empleados públicos sin otra explicación que su (supuesto) carácter de militantes kirchneristas, y sostuvo públicamente que resultaba necesario, «eliminar la grasa militante» del Estado. El encarcelamiento de la dirigente opositora jujeña Milagro Sala y de su esposo, los cuchillazos contra un grupo de militantes kirchneristas por parte de una patota con lazos con el PRO, el ataque con aparente connivencia policial contra un diario autogestionado opositor, la represión policial de trabajadores en el Ingenio Ledesma, en Jujuy, y en dos fábricas recuperadas parecen augurar dosis mayores de represión, sobre todo si aumenta el conflicto social por la situación económica.
En cuanto a la performance económica, la visión es más clara. Hasta ahora el gobierno se muestra como más pro-empresa que pro-mercado. El presidente decidió una especie de lottizzazione del gabinete, sólo que en lugar de repartir los cargos entre diferentes partidos lo hizo con los sectores económicos del caso: el ministro de Energía es el ex-CEO nacional y accionista de Shell, el de Agricultura es uno de los principales productores y dirigentes sojeros del país, el ministro de Industria hizo gran parte de su carrera en el HSBC y el ministro de Finanzas era un alto ejecutivo de la banca internacional JP Morgan. La primera medida económica del nuevo gobierno fue la eliminación o baja de los impuestos a las exportaciones agrícolas –una medida largamente reclamada por las entidades agrarias. Inmediatamente devaluó el peso, liberalizó la compra y venta de dólares y subió fuertemente las tarifas de los servicios públicos que eran subsidiados por el gobierno anterior.
En estos siete meses puede vislumbrarse un nuevo rol del gobierno que se ve a sí mismo como generador y facilitador de negocios para las grandes empresas en el país. En esta nueva matriz, las políticas para cada sector parecen ser diseñadas casi llave en mano por referentes sectoriales. Funcionarios de primera línea expresan el proyecto de que la recomposición de la tasa de ganancia empresaria se traducirá rápidamente en una «lluvia de inversiones» que se comenzará a sentir a fin de 2016 o inicios de 2017. Puede que esto suceda. Sin embargo, hasta ahora la mayoría de la población ha visto los costos de las medidas de liberalización económica (más inflación, aumento fuerte del precio de los alimentos, escalada de los costos del transporte, electricidad, gas, teléfono, comisiones bancarias) y no sus beneficios. Este proceso se expresó claramente en las protestas del 14 de julio contra el «tarifazo», tan solo siete meses luego de asumido el nuevo gobierno.
Síntesis
Aunque sigue siendo prematuro pretender realizar un juicio categórico sobre el gobierno de Mauricio Macri, ya existen síntomas claros que permiten comenzar a pensar su desarrollo. Hoy, el gobierno tiene más interlocución con las empresas concentradas que con la sociedad civil, y su agenda de ampliación de derechos es aún desconocida. Su principal fortaleza hasta el momento reside en la catarata de acusaciones de corrupción contra la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, los miembros de su familia y su entorno. En lo sectorial y lo social (y no en la acción del peronismo, aún sumido en el desconcierto) aparecen las amenazas: no es fácil gobernar la sociedad argentina que tiene siempre la cacerola a mano, y tampoco es fácil contentar a todos los sectores empresarios simultáneamente.
Tres factores impedían afirmar de manera categórica cuáles serían los planes y las acciones de Macri en el ejecutivo, previamente a hacerse cargo de él. Primero, la campaña presidencial del macrismo había sido tremendamente eficiente en difuminar o borrar cualquier tipo de definición taxativa sobre el posible rumbo de su gestión gubernamental. Nada, de hecho, ilustra mejor aquella decisión de campaña que un video en el cual el economista y hoy presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger, explicaba en un foro internacional que el principal asesor de campaña de Macri les había ordenado no hablar de lo que harían en el gobierno, sino de sus hijos o contar anécdotas. En segundo lugar, Mauricio Macri llegó al poder tras gobernar durante ocho años el distrito más rico del país, una ciudad-provincia-distrito federal cuyas características especiales permiten a sus jefes de gobierno gobernar con relativa tranquilidad. Por último, nunca en más de un siglo había llegado al poder en Argentina una coalición política con liderazgo netamente de élite y base de apoyo electoral en la zona agrícola-ganadera del centro el país, y en las clases altas y medias urbanas.
El macrismo había realizado tan solo tres promesas concretas: reducir la inflación, lograr una mayor liberalización de algunas relaciones económicas (sobre todo la posibilidad de comprar dólares y de acceder a bienes de consumo restringidos por el estatismo kirchnerista) y garantizar la derrota política del kirchnerismo. El discurso era de optimismo: se ofreció «la revolución de la alegría» y se prometió que «no perderías nada de lo que ya conseguiste». Aunque consiguió una victoria muy nítida (conquistando los gobiernos de la Ciudad de Buenos Aires y la Provincia de Buenos Aires) parecía que, al mismo tiempo, no sería capaz de acumular un poder hegemónico: su ventaja fue real pero no escandalosa (dos puntos de ventaja en el balotaje) y no consiguió mayoría propia en el Congreso.
El macrismo en el poder
Los analistas coincidían en algo evidente: no sería éste un gobierno distributivo o preocupado por reducir la desigualdad. Cambiemos, evidentemente, no lo había prometido. Su estandarte de campaña había sido, de hecho, uno muy diferente: la «lucha contra el populismo» que expresaba el gobierno nacional-popular que lo precedió. Sin embargo, había expectativas de que Cambiemos inaugurara algo nunca visto en Argentina. El de una derecha moderna y democrática. Así lo prometió Mauricio Macri en su discurso de toma de mando, donde manifestó su compromiso de alcanzar la «pobreza cero» y avanzar en medidas tendientes a garantizar la transparencia institucional.
La constitución de una derecha moderna requiere, de manera evidente, el cumplimiento de dos condiciones que, en la historia argentina, solo se produjeron de manera esporádica.
Primero, que revista un carácter fuertemente democrático, es decir, que respete los derechos laborales y sindicales, que no reprima la protesta social, que acepte la pluralidad política del país y que aumente la calidad institucional. Éstas pueden parecer condiciones mínimas, pero es preciso resaltar que los gobiernos apoyados por la élite económica argentina desde 1930 hasta 1983 accedieron al poder por medio de golpes de estado o en elecciones en donde el principal partido político, el peronismo, estaba proscripto. Todos los gobiernos de la derecha utilizaron para sostener su gobernabilidad dosis crecientes de represión. Desde 1983 hasta la fecha, el caso más exitoso de un gobierno de derecha fue el menemista. Pero aquella experiencia no se caracterizó por sostener o mejorar las formas republicanas. Intentando diferenciarse de aquel proceso, el macrismo prometió compatibilizar el estado de derecho, los derechos humanos y la competencia democrática con la implementación de políticas económicas desarrollistas.
La segunda promesa de esta «derecha moderna» era el desarrollo de una administración «pro-mercado» y no «pro-empresa», en términos de James Bowen. En América Latina es usual que los partidos de derecha asuman con promesas de crear un «capitalismo serio» (desregular, promover la competencia y la innovación, desterrar prebendas) para luego transformarse en garante de las ganancias de las grandes empresas, aunque esto signifique en los hechos mantener o crear monopolios, desproteger a los consumidores y aumentar la desigualdad. Cambiemos prometió hacer lo primero y no lo segundo.
Balance
En el apartado de «derecha democrática», Cambiemos tiene crédito. El Congreso y los partidos funcionan normalmente y se cumplen tanto el derecho a la libre expresión como el respeto por las minorías. Sin embargo, hay algunos datos de alerta. El discurso de Cambiemos sobre el kirchnerismo, al que ha considerado como una patología política inaceptable que debe dejar de existir para siempre, podría revestir una lógica preocupación. Si bien hasta ahora este discurso no implica una política totalizante, existen iniciativas que obligan a un seguimiento más cercano. Para comenzar, el nuevo gobierno despidió a cientos de empleados públicos sin otra explicación que su (supuesto) carácter de militantes kirchneristas, y sostuvo públicamente que resultaba necesario, «eliminar la grasa militante» del Estado. El encarcelamiento de la dirigente opositora jujeña Milagro Sala y de su esposo, los cuchillazos contra un grupo de militantes kirchneristas por parte de una patota con lazos con el PRO, el ataque con aparente connivencia policial contra un diario autogestionado opositor, la represión policial de trabajadores en el Ingenio Ledesma, en Jujuy, y en dos fábricas recuperadas parecen augurar dosis mayores de represión, sobre todo si aumenta el conflicto social por la situación económica.
En cuanto a la performance económica, la visión es más clara. Hasta ahora el gobierno se muestra como más pro-empresa que pro-mercado. El presidente decidió una especie de lottizzazione del gabinete, sólo que en lugar de repartir los cargos entre diferentes partidos lo hizo con los sectores económicos del caso: el ministro de Energía es el ex-CEO nacional y accionista de Shell, el de Agricultura es uno de los principales productores y dirigentes sojeros del país, el ministro de Industria hizo gran parte de su carrera en el HSBC y el ministro de Finanzas era un alto ejecutivo de la banca internacional JP Morgan. La primera medida económica del nuevo gobierno fue la eliminación o baja de los impuestos a las exportaciones agrícolas –una medida largamente reclamada por las entidades agrarias. Inmediatamente devaluó el peso, liberalizó la compra y venta de dólares y subió fuertemente las tarifas de los servicios públicos que eran subsidiados por el gobierno anterior.
En estos siete meses puede vislumbrarse un nuevo rol del gobierno que se ve a sí mismo como generador y facilitador de negocios para las grandes empresas en el país. En esta nueva matriz, las políticas para cada sector parecen ser diseñadas casi llave en mano por referentes sectoriales. Funcionarios de primera línea expresan el proyecto de que la recomposición de la tasa de ganancia empresaria se traducirá rápidamente en una «lluvia de inversiones» que se comenzará a sentir a fin de 2016 o inicios de 2017. Puede que esto suceda. Sin embargo, hasta ahora la mayoría de la población ha visto los costos de las medidas de liberalización económica (más inflación, aumento fuerte del precio de los alimentos, escalada de los costos del transporte, electricidad, gas, teléfono, comisiones bancarias) y no sus beneficios. Este proceso se expresó claramente en las protestas del 14 de julio contra el «tarifazo», tan solo siete meses luego de asumido el nuevo gobierno.
Síntesis
Aunque sigue siendo prematuro pretender realizar un juicio categórico sobre el gobierno de Mauricio Macri, ya existen síntomas claros que permiten comenzar a pensar su desarrollo. Hoy, el gobierno tiene más interlocución con las empresas concentradas que con la sociedad civil, y su agenda de ampliación de derechos es aún desconocida. Su principal fortaleza hasta el momento reside en la catarata de acusaciones de corrupción contra la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, los miembros de su familia y su entorno. En lo sectorial y lo social (y no en la acción del peronismo, aún sumido en el desconcierto) aparecen las amenazas: no es fácil gobernar la sociedad argentina que tiene siempre la cacerola a mano, y tampoco es fácil contentar a todos los sectores empresarios simultáneamente.