Por momentos, parecería que algunos argentinos quisieran pegarse un tiro en el pie. Ante el cerrado aplauso recibido por el presidente Mauricio Macri en la Exposición Rural de Palermo el pasado sábado, muchos prefieren utilizar ese entusiasmo del campo para contraponerlo con el impacto negativo provocado por el ajuste tarifario. Con intencionalidad política, remarcan una suerte de asimetría entre un caso y el otro, ignorando que sólo el campo puede dar solución sustentable al drama de tantos hogares que ahora se enfrentan a los negros resultados de la gestión kirchnerista.
Las medidas adoptadas para que el campo vuelva a producir no constituyen subsidios ni protecciones diferenciales, sino que implican «sacarle la pata de encima» como bien expresó Macri en su discurso. El funcionamiento del campo, con su capacidad para generar divisas, posibilitar las importaciones, dar acceso al crédito internacional y, en definitiva, fortalecer el salario y el consumo interno, siempre ha sido el factor clave para toda recuperación luego de las inveteradas crisis argentinas.
A partir de 2001, gracias a la producción agropecuaria, fue posible la expansión del consumo de automóviles, celulares y electrodomésticos durante la llamada «década ganada». Gracias a la producción agropecuaria se financiaron planes para la frustrada «inclusión social con movilidad social ascendente». Todo lo pagó el campo, hasta las obras públicas con precios inflados, cuyos montos son ahora objeto de investigaciones judiciales. Durante esos años, el sector rural dio para todos y todas, hasta su agotamiento, liquidando stocks y abandonando cultivos, sin que al Gobierno le importase la mesa de los argentinos en el mediano plazo, que ha llegado ahora.
Si la Naturaleza nos ha dado un territorio privilegiado, con empresarios rurales excepcionalmente competitivos a nivel mundial, capaces de multiplicar riqueza mediante la aplicación de conocimientos, alta tecnología y complejos bienes de capital, sería un castigo autoimpuesto desbaratar esa potencia por razones ideológicas. Actualmente, la producción rural está en manos de emprendedores y no de rancias «oligarquías vacunas» como se denostaba hace medio siglo a los dueños de estancias.
Y existe una relación estrecha entre las tarifas de servicios y el futuro agropecuario. Es sabido que dichas tarifas son aún bajas comparadas con nuestros países vecinos, aunque el impacto del ajuste provoque muchos y justificados reclamos. Sin embargo, como tantos otros precios que hoy parecen caros, parecerán más baratos cuando el país retome su crecimiento y el nivel de vida mejore mediante fuertes aumentos de productividad. En los países desarrollados las tarifas no son accesibles porque estén subsidiadas, ni las heladeras son asequibles porque tengan precios cuidados, ni los automóviles son alcanzables porque haya planes de canje. Todos esos bienes (y las tarifas) se acercan a los bolsillos de los ciudadanos porque hay sueldos elevados en empleos de calidad, en empresas que compiten en el mundo y la población responde a esos desafíos con sólidos niveles de educación.
La Argentina debe realizar una transformación profunda de su estructura productiva, si el objetivo para los años venideros es mejorar el nivel de vida colectivo, sin permitir que distorsiones del pasado lo condicionen. De lo contrario, no será posible sostener en el tiempo las demandas sociales que el Estado debe acoger, aumentando el gasto para erradicar la pobreza y creando nuevos derechos para incluir en la modernidad a quienes sólo han recibido promesas clientelistas.
Esas demandas sociales crean un imperativo ético para exigir competitividad a todos los sectores, evitando la acumulación de plusvalías derivadas de privilegios regulatorios a costa de la comunidad en su conjunto. En este sentido, el aporte del campo es crucial, así como de tantas otras actividades donde la Argentina se destaca internacionalmente por el talento y creatividad de sus empresarios y emprendedores.
La erradicación de la pobreza y los desafíos de la inclusión no dejan ya espacio para diseñar políticas artificiales, carentes de sustentabilidad, inventadas por grupos rentistas y apoyadas en discursos populistas, que simulen crear riqueza a través de mecanismos que la destruyen, a costa de quienes realmente tienen espaldas para levantar el país.
El modelo proteccionista crea un contubernio entre empresarios, sindicalistas y políticos, pues la economía cerrada permite trasladar a los precios todas las distorsiones acumuladas por los privilegios concedidos a unos y a otros. Pero el mundo no es tan tolerante respecto de los vicios y trampitas del entramado argentino: para sobrevivir donde se hablan otros idiomas, la calidad y el precio tienen que ser competitivos, sin que podamos justificar sobrecostos con planillas Excel ante la Secretaría de Comercio.
Hasta ahora, sólo el campo y pocos sectores más están expuestos a la intemperie de los mercados mundiales, sufriendo la carga pesada del «costo argentino» tolerada por quienes sólo actúan en el mercado interno. En un proyecto serio de reconversión, todos deberán evolucionar hasta ser tan competitivos como el campo, exigiendo menores precios a sus proveedores, inversiones del Estado en infraestructura, mayor flexibilización laboral y transparencia en el destino de las cargas sociales.
Puede haber mil razones políticas, estratégicas o de empleo para dilatar esa transformación. Hay intereses creados por doquier: empresarios, gobernadores, intendentes, sindicalistas, proveedores, clientes y asesores, todos dispuestos a impedir el cambio. Pero en el siglo XXI, cuando todo el planeta se encuentra comunicado por Internet, donde hay países superpoblados que necesitan recursos como los que tiene la Argentina, donde muchos de ellos preparan a su juventud con programas educativos de excelencia, donde la interdependencia es cada vez mayor, simplemente, no será sostenible en el tiempo un modelo productivo que perjudica a los eficientes para fomentar a quienes no lo son.
El modelo autárquico, en su esencia, conduce a crisis periódicas, reflejadas en desequilibrios de la balanza de pagos y posteriores estados de emergencia, que terminan en medidas de excepción y sistemáticas fugas de capitales. En esas condiciones, un país pierde su soberanía y multiplica la pobreza aunque el discurso populista diga lo contrario.
Es indispensable que todas las actividades de la Argentina emulen al campo y que la industria argentina pueda lucirse en las góndolas, las fábricas o las superficies cultivadas de todo el mundo, como ya ocurre, en otros ámbitos, con la investigación científica o los emprendedores de Internet. En la transición, el Gobierno deberá emitir señales claras a quienes deben transformarse y acompañarlos con medidas profundas que ataquen el «costo argentino» para que la competitividad sea un desafío que asuma colectivamente la Nación.
Las medidas adoptadas para que el campo vuelva a producir no constituyen subsidios ni protecciones diferenciales, sino que implican «sacarle la pata de encima» como bien expresó Macri en su discurso. El funcionamiento del campo, con su capacidad para generar divisas, posibilitar las importaciones, dar acceso al crédito internacional y, en definitiva, fortalecer el salario y el consumo interno, siempre ha sido el factor clave para toda recuperación luego de las inveteradas crisis argentinas.
A partir de 2001, gracias a la producción agropecuaria, fue posible la expansión del consumo de automóviles, celulares y electrodomésticos durante la llamada «década ganada». Gracias a la producción agropecuaria se financiaron planes para la frustrada «inclusión social con movilidad social ascendente». Todo lo pagó el campo, hasta las obras públicas con precios inflados, cuyos montos son ahora objeto de investigaciones judiciales. Durante esos años, el sector rural dio para todos y todas, hasta su agotamiento, liquidando stocks y abandonando cultivos, sin que al Gobierno le importase la mesa de los argentinos en el mediano plazo, que ha llegado ahora.
Si la Naturaleza nos ha dado un territorio privilegiado, con empresarios rurales excepcionalmente competitivos a nivel mundial, capaces de multiplicar riqueza mediante la aplicación de conocimientos, alta tecnología y complejos bienes de capital, sería un castigo autoimpuesto desbaratar esa potencia por razones ideológicas. Actualmente, la producción rural está en manos de emprendedores y no de rancias «oligarquías vacunas» como se denostaba hace medio siglo a los dueños de estancias.
Y existe una relación estrecha entre las tarifas de servicios y el futuro agropecuario. Es sabido que dichas tarifas son aún bajas comparadas con nuestros países vecinos, aunque el impacto del ajuste provoque muchos y justificados reclamos. Sin embargo, como tantos otros precios que hoy parecen caros, parecerán más baratos cuando el país retome su crecimiento y el nivel de vida mejore mediante fuertes aumentos de productividad. En los países desarrollados las tarifas no son accesibles porque estén subsidiadas, ni las heladeras son asequibles porque tengan precios cuidados, ni los automóviles son alcanzables porque haya planes de canje. Todos esos bienes (y las tarifas) se acercan a los bolsillos de los ciudadanos porque hay sueldos elevados en empleos de calidad, en empresas que compiten en el mundo y la población responde a esos desafíos con sólidos niveles de educación.
La Argentina debe realizar una transformación profunda de su estructura productiva, si el objetivo para los años venideros es mejorar el nivel de vida colectivo, sin permitir que distorsiones del pasado lo condicionen. De lo contrario, no será posible sostener en el tiempo las demandas sociales que el Estado debe acoger, aumentando el gasto para erradicar la pobreza y creando nuevos derechos para incluir en la modernidad a quienes sólo han recibido promesas clientelistas.
Esas demandas sociales crean un imperativo ético para exigir competitividad a todos los sectores, evitando la acumulación de plusvalías derivadas de privilegios regulatorios a costa de la comunidad en su conjunto. En este sentido, el aporte del campo es crucial, así como de tantas otras actividades donde la Argentina se destaca internacionalmente por el talento y creatividad de sus empresarios y emprendedores.
La erradicación de la pobreza y los desafíos de la inclusión no dejan ya espacio para diseñar políticas artificiales, carentes de sustentabilidad, inventadas por grupos rentistas y apoyadas en discursos populistas, que simulen crear riqueza a través de mecanismos que la destruyen, a costa de quienes realmente tienen espaldas para levantar el país.
El modelo proteccionista crea un contubernio entre empresarios, sindicalistas y políticos, pues la economía cerrada permite trasladar a los precios todas las distorsiones acumuladas por los privilegios concedidos a unos y a otros. Pero el mundo no es tan tolerante respecto de los vicios y trampitas del entramado argentino: para sobrevivir donde se hablan otros idiomas, la calidad y el precio tienen que ser competitivos, sin que podamos justificar sobrecostos con planillas Excel ante la Secretaría de Comercio.
Hasta ahora, sólo el campo y pocos sectores más están expuestos a la intemperie de los mercados mundiales, sufriendo la carga pesada del «costo argentino» tolerada por quienes sólo actúan en el mercado interno. En un proyecto serio de reconversión, todos deberán evolucionar hasta ser tan competitivos como el campo, exigiendo menores precios a sus proveedores, inversiones del Estado en infraestructura, mayor flexibilización laboral y transparencia en el destino de las cargas sociales.
Puede haber mil razones políticas, estratégicas o de empleo para dilatar esa transformación. Hay intereses creados por doquier: empresarios, gobernadores, intendentes, sindicalistas, proveedores, clientes y asesores, todos dispuestos a impedir el cambio. Pero en el siglo XXI, cuando todo el planeta se encuentra comunicado por Internet, donde hay países superpoblados que necesitan recursos como los que tiene la Argentina, donde muchos de ellos preparan a su juventud con programas educativos de excelencia, donde la interdependencia es cada vez mayor, simplemente, no será sostenible en el tiempo un modelo productivo que perjudica a los eficientes para fomentar a quienes no lo son.
El modelo autárquico, en su esencia, conduce a crisis periódicas, reflejadas en desequilibrios de la balanza de pagos y posteriores estados de emergencia, que terminan en medidas de excepción y sistemáticas fugas de capitales. En esas condiciones, un país pierde su soberanía y multiplica la pobreza aunque el discurso populista diga lo contrario.
Es indispensable que todas las actividades de la Argentina emulen al campo y que la industria argentina pueda lucirse en las góndolas, las fábricas o las superficies cultivadas de todo el mundo, como ya ocurre, en otros ámbitos, con la investigación científica o los emprendedores de Internet. En la transición, el Gobierno deberá emitir señales claras a quienes deben transformarse y acompañarlos con medidas profundas que ataquen el «costo argentino» para que la competitividad sea un desafío que asuma colectivamente la Nación.