El Gobierno tomó medidas valientes ante problemas económicos que han empeorado trágicamente durante el kirchnerismo; sin embargo, tiene limitaciones para lidiar con ellos por las resistencias de un electorado que no advierte la gravedad de la situación
Han transcurrido ocho meses desde el advenimiento de la nueva administración y se han tomado medidas trascendentales, con decisión y valentía, que implican un cambio copernicano respecto de las políticas de los últimos 12 años; algunas de ellas, con fuerte resistencia por parte de la sociedad y con consecuencias no deseadas, como el desempleo. Sin embargo, no se han resuelto dos de los problemas fundamentales que el país viene arrastrando por décadas y que se agravaron trágicamente durante el anterior gobierno: la rentabilidad del sector privado y el colosal déficit público.
Respecto de la rentabilidad del sector privado, se la ha mejorado puntualmente en algunos sectores. Por ejemplo, en el petróleo, con un costo fiscal considerable. O en rubros del agro, el gran aportante a las arcas públicas.
No obstante, la actividad productiva en general está aún lejos de encontrar un punto que haga atractiva la inversión, que es la única palanca que puede sacarnos del estancamiento y llevarnos al desarrollo.
Cuatro factores atentan aún contra la rentabilidad empresaria: 1) el tipo de cambio no competitivo; 2) la sobrecarga impositiva; 3) los sobrecostos laborales y la relajación del sistema del trabajo, y 4) la infraestructura obsoleta -consecuencia de tantos años sin inversiones- y la logística cara, resultado de la maraña burocrática y los elevados costos del transporte (gasoil, sindicatos y conflictividad permanente de por medio).
Respecto del tipo de cambio, la sociedad y la oposición no le permitieron al Gobierno llevar a cabo la devaluación que exigían las circunstancias, es decir, ubicar el tipo de cambio a un valor sustancialmente más alto. Es cierto que esto hubiera tenido un costo político y social difícil de sostener. Pero desde la óptica de la inversión, el tipo de cambio actual no es suficiente para motivarla.
El otro punto central, el descomunal gasto público, impacta tanto en el déficit y en su consecuencia, que es la inflación, como en la rentabilidad del sector privado. Y tiene también su limitante en las trabas que impone la sociedad para reducirlo. Es insostenible para la producción nacional el gasto público actual, con sus monumentales erogaciones en subsidios a los servicios públicos, que en los países vecinos -hablamos de Uruguay, Brasil o Chile- se prestan a los usuarios a valores de mercado, es decir, a lo que cuesta producirlos más la retribución del capital que se arriesga al brindarlos.
Del mismo modo, la cantidad de funcionarios a nivel nacional, provincial o municipal es incompatible con la capacidad productiva del país, que debe soportar una carga tributaria que se lleva los excedentes que deberían aplicarse a inversión. Nuevamente, la presión de la sociedad impidió los recortes de personal en el sector público y está esterilizando las adecuaciones imprescindibles en los servicios públicos.
De todas formas, no es suficiente con eliminar el déficit y controlar la inflación. Hay que ir más allá y continuar reduciendo el gasto público para poder bajar los impuestos y oxigenar a las pymes, que son el alma de la economía y las más afectadas por la falta de competitividad. Si ese proceso no avanza, el eventual crecimiento será siempre exiguo.
El acoso impositivo es además un gran desaliento para que las empresas puedan apoyar acciones e iniciativas sociales al margen de las que lleva adelante el Estado, y que son muy necesarias y valiosas para la sociedad. La altísima tributación absorbe todos los recursos que se podrían destinar a esos emprendimientos.
En coherencia con sus actitudes, la sociedad no debería presionar al Gobierno con la baja de la inflación ni con la reactivación de la economía, porque es ella la que acota esos procesos. Tampoco es consciente del desquicio que produjo en el país el saqueo del gobierno que ejerció el poder hasta el año pasado ni de la fragilidad estructural en que dejó la economía.
Las nuevas autoridades, más allá de los errores de comunicación e implementación cometidos, están haciendo el máximo esfuerzo dentro de los estrechos márgenes que le permite la sociedad.
Si bien el país venía de años de estancamiento y nula generación de empleo, eso ocurría en un contexto de altísimo consumo (las ventas de autos, electrodomésticos y el turismo llegaron a niveles nunca antes conocidos). Las economías regionales sentían el rigor de la crisis, pero la crisis no afectaba los bolsillos en las grandes concentraciones humanas del país.
Por eso, una interpretación plausible de la elección de noviembre pasado es que la sociedad deseaba un cambio -se hartó de un estilo de ejercer la política-, pero quería la continuidad en materia económica, sin entender que esa continuidad era insostenible. Los Kirchner hicieron un culto al «no ajuste» como si sólo dependiera de la decisión de la política, sin tener en cuenta las excepcionales condiciones que le permitieron no tener que aplicarlo. Fueron más de 12 años sin grandes sobresaltos, sin crisis graves de por medio, con un sostenido crecimiento de los ingresos individuales. ¿Quién quiere bajarse de ese tren? Sin tal vez tomar conciencia de eso, lo que la sociedad argentina pretende es que el actual gobierno continúe con la política económica del kirchnerismo, pero con buenos modales.
Es decir, que sostenga dos pilares de aquel proyecto: el dólar atrasado -poder viajar una vez al año a Miami es una conquista irrenunciable para vastos sectores de la clase media- y el subsidio a las tarifas de los servicios públicos, para liberar recursos que permitan atender las compras en cuotas de bienes durables y los viajes a crédito. Son dos ilusiones de gran parte de la sociedad argentina.
El kirchnerismo completó la destrucción del sistema y los marcos regulatorios de concesión de servicios públicos a empresas privadas instaurados durante el menemismo. Lo hizo como represalia contra quienes invirtieron en el país en los años 90, como acto de demagogia clientelística y -¡oh, carambola!- para tomar control directo de los fabulosos recursos que mueve el sector.
Aquel régimen tenía una virtud fundamental que empequeñecía sus muchas falencias: los créditos para hacer las obras y el riesgo empresario los asumían los privados, con lo cual no se endeudaba el Estado argentino. Destruido ese sistema y corroída la infraestructura por la poca inversión -y esa poca, mal usada y peor administrada-, la renovación imprescindible deberá ser costeada por el Estado nacional. O sea, por todos nosotros, que pasaremos a ser garantes de las deudas generadas por esas obras.
Como en estos rubros la rentabilidad -o el retorno al capital invertido- se mide con parámetros muchísimos más amplios que los que rigen para los negocios en general, habrá en el país un importante programa de infraestructura que traerá mejoras a la actividad productiva y atenuará el efecto negativo señalado en el punto 4 del comienzo de estas reflexiones. No obstante, esas mejoras no serán suficientes por sí solas para motorizar el volumen de inversión que requiere hoy el país para revertir la decadencia.
Si bien la renovada esperanza que generan las nuevas autoridades, su vocación a favor del mercado y las pocas oportunidades que se presentan en Occidente van a favorecer una corriente de inversiones hacia el país, aun así, no será suficiente para sacarnos del rezago en que nos dejaron si no se movilizan casi todos los sectores de la economía argentina.
A pesar de sus torpezas y sus equívocos, cualquier reproche que se desprenda de estas reflexiones no va dirigido a la nueva administración, sino al matrimonio perverso que dilapidó la mejor oportunidad que tuvo el país en su historia moderna y nos dejó esta herencia maldita. Y también a la hipocresía y al oportunismo de la sociedad argentina, que le dice al Gobierno: «Sáquennos de aquí, pero no nos pidan sacrificios». O «es su problema, no el nuestro». Como si nadie en la sociedad hubiera votado al kirchnerismo. Y, años antes, al menemismo.
Empresario y licenciado en Ciencias Políticas
Han transcurrido ocho meses desde el advenimiento de la nueva administración y se han tomado medidas trascendentales, con decisión y valentía, que implican un cambio copernicano respecto de las políticas de los últimos 12 años; algunas de ellas, con fuerte resistencia por parte de la sociedad y con consecuencias no deseadas, como el desempleo. Sin embargo, no se han resuelto dos de los problemas fundamentales que el país viene arrastrando por décadas y que se agravaron trágicamente durante el anterior gobierno: la rentabilidad del sector privado y el colosal déficit público.
Respecto de la rentabilidad del sector privado, se la ha mejorado puntualmente en algunos sectores. Por ejemplo, en el petróleo, con un costo fiscal considerable. O en rubros del agro, el gran aportante a las arcas públicas.
No obstante, la actividad productiva en general está aún lejos de encontrar un punto que haga atractiva la inversión, que es la única palanca que puede sacarnos del estancamiento y llevarnos al desarrollo.
Cuatro factores atentan aún contra la rentabilidad empresaria: 1) el tipo de cambio no competitivo; 2) la sobrecarga impositiva; 3) los sobrecostos laborales y la relajación del sistema del trabajo, y 4) la infraestructura obsoleta -consecuencia de tantos años sin inversiones- y la logística cara, resultado de la maraña burocrática y los elevados costos del transporte (gasoil, sindicatos y conflictividad permanente de por medio).
Respecto del tipo de cambio, la sociedad y la oposición no le permitieron al Gobierno llevar a cabo la devaluación que exigían las circunstancias, es decir, ubicar el tipo de cambio a un valor sustancialmente más alto. Es cierto que esto hubiera tenido un costo político y social difícil de sostener. Pero desde la óptica de la inversión, el tipo de cambio actual no es suficiente para motivarla.
El otro punto central, el descomunal gasto público, impacta tanto en el déficit y en su consecuencia, que es la inflación, como en la rentabilidad del sector privado. Y tiene también su limitante en las trabas que impone la sociedad para reducirlo. Es insostenible para la producción nacional el gasto público actual, con sus monumentales erogaciones en subsidios a los servicios públicos, que en los países vecinos -hablamos de Uruguay, Brasil o Chile- se prestan a los usuarios a valores de mercado, es decir, a lo que cuesta producirlos más la retribución del capital que se arriesga al brindarlos.
Del mismo modo, la cantidad de funcionarios a nivel nacional, provincial o municipal es incompatible con la capacidad productiva del país, que debe soportar una carga tributaria que se lleva los excedentes que deberían aplicarse a inversión. Nuevamente, la presión de la sociedad impidió los recortes de personal en el sector público y está esterilizando las adecuaciones imprescindibles en los servicios públicos.
De todas formas, no es suficiente con eliminar el déficit y controlar la inflación. Hay que ir más allá y continuar reduciendo el gasto público para poder bajar los impuestos y oxigenar a las pymes, que son el alma de la economía y las más afectadas por la falta de competitividad. Si ese proceso no avanza, el eventual crecimiento será siempre exiguo.
El acoso impositivo es además un gran desaliento para que las empresas puedan apoyar acciones e iniciativas sociales al margen de las que lleva adelante el Estado, y que son muy necesarias y valiosas para la sociedad. La altísima tributación absorbe todos los recursos que se podrían destinar a esos emprendimientos.
En coherencia con sus actitudes, la sociedad no debería presionar al Gobierno con la baja de la inflación ni con la reactivación de la economía, porque es ella la que acota esos procesos. Tampoco es consciente del desquicio que produjo en el país el saqueo del gobierno que ejerció el poder hasta el año pasado ni de la fragilidad estructural en que dejó la economía.
Las nuevas autoridades, más allá de los errores de comunicación e implementación cometidos, están haciendo el máximo esfuerzo dentro de los estrechos márgenes que le permite la sociedad.
Si bien el país venía de años de estancamiento y nula generación de empleo, eso ocurría en un contexto de altísimo consumo (las ventas de autos, electrodomésticos y el turismo llegaron a niveles nunca antes conocidos). Las economías regionales sentían el rigor de la crisis, pero la crisis no afectaba los bolsillos en las grandes concentraciones humanas del país.
Por eso, una interpretación plausible de la elección de noviembre pasado es que la sociedad deseaba un cambio -se hartó de un estilo de ejercer la política-, pero quería la continuidad en materia económica, sin entender que esa continuidad era insostenible. Los Kirchner hicieron un culto al «no ajuste» como si sólo dependiera de la decisión de la política, sin tener en cuenta las excepcionales condiciones que le permitieron no tener que aplicarlo. Fueron más de 12 años sin grandes sobresaltos, sin crisis graves de por medio, con un sostenido crecimiento de los ingresos individuales. ¿Quién quiere bajarse de ese tren? Sin tal vez tomar conciencia de eso, lo que la sociedad argentina pretende es que el actual gobierno continúe con la política económica del kirchnerismo, pero con buenos modales.
Es decir, que sostenga dos pilares de aquel proyecto: el dólar atrasado -poder viajar una vez al año a Miami es una conquista irrenunciable para vastos sectores de la clase media- y el subsidio a las tarifas de los servicios públicos, para liberar recursos que permitan atender las compras en cuotas de bienes durables y los viajes a crédito. Son dos ilusiones de gran parte de la sociedad argentina.
El kirchnerismo completó la destrucción del sistema y los marcos regulatorios de concesión de servicios públicos a empresas privadas instaurados durante el menemismo. Lo hizo como represalia contra quienes invirtieron en el país en los años 90, como acto de demagogia clientelística y -¡oh, carambola!- para tomar control directo de los fabulosos recursos que mueve el sector.
Aquel régimen tenía una virtud fundamental que empequeñecía sus muchas falencias: los créditos para hacer las obras y el riesgo empresario los asumían los privados, con lo cual no se endeudaba el Estado argentino. Destruido ese sistema y corroída la infraestructura por la poca inversión -y esa poca, mal usada y peor administrada-, la renovación imprescindible deberá ser costeada por el Estado nacional. O sea, por todos nosotros, que pasaremos a ser garantes de las deudas generadas por esas obras.
Como en estos rubros la rentabilidad -o el retorno al capital invertido- se mide con parámetros muchísimos más amplios que los que rigen para los negocios en general, habrá en el país un importante programa de infraestructura que traerá mejoras a la actividad productiva y atenuará el efecto negativo señalado en el punto 4 del comienzo de estas reflexiones. No obstante, esas mejoras no serán suficientes por sí solas para motorizar el volumen de inversión que requiere hoy el país para revertir la decadencia.
Si bien la renovada esperanza que generan las nuevas autoridades, su vocación a favor del mercado y las pocas oportunidades que se presentan en Occidente van a favorecer una corriente de inversiones hacia el país, aun así, no será suficiente para sacarnos del rezago en que nos dejaron si no se movilizan casi todos los sectores de la economía argentina.
A pesar de sus torpezas y sus equívocos, cualquier reproche que se desprenda de estas reflexiones no va dirigido a la nueva administración, sino al matrimonio perverso que dilapidó la mejor oportunidad que tuvo el país en su historia moderna y nos dejó esta herencia maldita. Y también a la hipocresía y al oportunismo de la sociedad argentina, que le dice al Gobierno: «Sáquennos de aquí, pero no nos pidan sacrificios». O «es su problema, no el nuestro». Como si nadie en la sociedad hubiera votado al kirchnerismo. Y, años antes, al menemismo.
Empresario y licenciado en Ciencias Políticas