Anatomía de un contraste: de la centralidad gubernamental a la fragmentación

¿Qué cambió en la Argentina a partir de las últimas elecciones? ¿Se trata de una alternancia de Gobierno o de una discontinuidad más profunda? Si estuviéramos frente a una discontinuidad: ¿existen signos visibles sobre su orientación y alcance? Empujado por tales incógnitas, en el presente artículo avanzaré apoyado sobre tres elementos: una hipótesis, un conjunto de datos y una propuesta interpretativa.
Algo más que un cambio de Gobierno
La hipótesis alude a la naturaleza del cambio en curso, cuya profundidad convierte en insuficientes a las figuras de alternancia o cambio de Gobierno a la hora de conceptualizar la asunción del Gobierno de Cambiemos y la derrota del kirchnerismo. En este sentido, el «22N» —la fecha concreta en la que se desarrollaron las elecciones— no originó únicamente un cambio de Gobierno sino que también produjo, desplazamientos sísmicos en el subsuelo de la opinión pública, es decir, desplazamientos en la cultura política de los argentinos
Si la opinión pública es, evocando la metáfora epidérmica de Noelle-Neumann, «nuestra piel social»—tejida por la negociación entre opiniones y percepciones sobre las opiniones mayoritarias— la cultura política puede ser pensada como la anatomía interior de valores, actitudes y orientaciones ideológicas. Al estar expuesta directamente al entorno, la piel reacciona ante cualquier alteración ambiental con bastante facilidad y visibilidad. Por el contrario, la cultura política se comporta de manera menos perceptible y más arisca al cambio. Mientras la temporalidad de la opinión pública es la coyuntura y su hábitat es la agenda; la cultura política se mueve por etapas históricas y se aloja en los rincones menos visibles de la opinión pública.
Desde esta perspectiva, el kirchnerismo además de tres gobiernos sucesivos constituyó un particular ecosistema cultural, vigente hasta diciembre del año pasado y en sintonía con un Zeitgeist populista de gravitación regional. Su salida de la Casa Rosada lo desplaza del centro de gravedad discursivo de la vida pública argentina y en su reemplazo llega un nuevo staff de Gobierno pero también, y sobre todo, irrumpe un nuevo narrador de la realidad, el macrismo. El cambio en curso entraña, en síntesis, una discontinuidad histórica cuyo devenir aún no podemos ni quisiera bosquejar.
Junto a la profundidad del cambio reside la pregunta sobre su alcance: ¿se trata de un fenómeno exclusivamente nacional o de un episodio que forma parte de un proceso más amplio? Independiente de la respuesta factual, la derrota del kirchnerismo ha sido significada como un primero paso del declive final del «giro a la izquierda» en la región. Asimismo, el triunfo de Cambiemos ha sido interpretado como el esbozo de un nuevo tiempo político —¿y cultural?— en Latinoamérica. Por otra parte, la campaña electoral de Mauricio Macri es considerada, por las fuerzas políticas que en los distintos países compiten contra los procesos populistas, como un benchmark, como el caso a imitar. En virtud de su profundidad —relativa a la cultura política— y de su alcance —efectos regionales— el cambio requiere ser pensado como una ruptura entre dos etapas distintas. A continuación intentaré bosquejar algunos contornos del contraste.
Los datos de una ruptura
Fundamentos muy sólidos respaldan el argumento según el cual aún es temprano para advertir signos de un cambio sísmico como el que propongo en la hipótesis de partida. Sin embargo, la comparación de los resultados dos encuestas nacionales realizadas sobre la población argentina en 2015 y 2016 («antes y después») alumbran un pronunciado contraste, al que en el balbuceo interpretativo final vincularé con el cambio en el la retórica gubernamental, esto es: con el tránsito de la narrativa kirchnerista a la macrista.
Además de las típicas preguntas para monitorear la zigzagueante evolución de la opinión pública (percepciones de la economía, evaluación del desempeño del Gobierno, imagen de los principales actores políticos) existen algunos indicadores de carácter más subterráneo a través de los cuales podemos descender al subsuelo de la opinión pública y espiar distintas áreas de la cultura política. Se trata de indicadores más de «época» que de coyuntura. La elección de la variables que utilizaré para acreditar la discontinuidad aludida está inspirada en un artículo de Oscar Landi («El Poder fragmentado»), en el que el autor retrata las nuevas formas de la cultura política de los ochenta a partir de las percepciones de los argentinos sobre quién tenía el poder en aquella etapa; variable a la que llamaré: «distribución percibida del poder». Pasemos a los números:
El siguiente gráfico muestra las respuestas a la pregunta «¿Entre las siguientes opciones, cuál es el sector con más poder en la Argentina?». Hacia la izquierda del gráfico se despliegan los resultados surgidos en la encuesta del 2015 y hacia la derecha los datos de 2016.
Dos mediciones no alcanzan para reflejar una tendencia, pero sí son suficientes en este caso para revelar un marcado contraste: al comparar los resultados se advierte un pronunciado desempoderamiento relativo del Gobierno Nacional dentro del conjunto de la «cadena alimenticia». Repasemos los principales números con la mirada puesta sobre las diferencias: en 2015 un 55% de argentinos consideraba que el Gobierno Nacional (de Cristina Fernández de Kirchner) era el actor más poderoso de la escena; mientras que esa proporción se encoge considerablemente en el mapa político del 2016: solo un 22,9% señala al Gobierno Nacional (ahora en manos de Mauricio Macri) como el sector de mayor autoridad. Al tratarse de una variable «de suma cero», la hemorragia de poder percibido que sufre el Ejecutivo nacional favorece a otros actores que avanzan varios casilleros: medios, empresarios, sindicatos y poder judicial mejoran significativamente sus capitales de poder con respecto a la fotografía del 2015. Existe una única intersección, un único rasgo idéntico entres dos fisonomías tan distintas: me refiero al destacado lugar de los medios de comunicación, a quienes evidentemente la sociedad no percibe como el escenario aséptico donde «otros» disputan el poder, sino como uno de los principales actores políticos de la arena pública.

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