Crecimiento inclusivo y federal, aumento de productividad, empleo de calidad bien remunerado son todas buenas consignas. Pero al bajar esa estrategia a la práctica notamos que estos objetivos no siempre van de la mano.
Aumentar la productividad implica producir más con menos recursos, incluyendo menos empleo. Federalizar implica mejorar la conectividad y favorecer actividades diseminadas, priorizando la geografía por sobre las ventajas competitivas.
Por otro lado, crecimiento no siempre implica inclusión: la Argentina es un país rico en recursos naturales donde varios de los sectores con mayor potencial de crecimiento, desde el campo a las energías renovables, generan poco empleo. Y la inclusión exige aceptar y trabajar con la fuerza laboral que tenemos.
Foto: Huadi
Si la meta a futuro es crear empleo de calidad con salarios altos (¿quién se opondría a esto?), hoy nuestros trabajadores son mayoritariamente de calificación media y baja (sólo como referencia, apenas el 16% tiene terciario completo) y la calidad educativa de los últimos años sugiere que los nuevos trabajadores no elevarán mucho el promedio actual. Es natural entonces que tengamos un déficit de ingenieros y un superávit de albañiles.
Por eso, si bien la demanda de trabajo calificado es crucial para agregar valor e incentivar la educación, difícilmente resuelva en lo inmediato el problema del empleo y del ingreso, porque la mayor parte del desempleo en la Argentina es trabajo no calificado.
Muchas veces tenemos la tentación de reconciliar estas tensiones entre el futuro deseado y el presente heredado recurriendo a modelos externos. Este «desarrollo por analogía» presume que lo que falló fueron nuestras políticas: si otros partieron de condiciones similares y tuvieron éxito, basta con imitarlos.
Pero la Argentina es el caso paradigmático de la «trampa del ingreso medio» -un trastorno definido, un poco circularmente, como el estancamiento de los países de ingresos medios en su camino al desarrollo. El dato a tener en cuenta es que, al menos por el momento, no hay precedentes de países medianos que hayan sorteado esta trampa sin ayuda externa.
Un trabajo reciente del Banco Mundial lista las economías que pasaron de ingresos medios, en 1960, a ingresos altos en 2010: tres islas industriales (Taiwán, Hong Kong y Singapur), una isla turística (Mauricio), un país desarrollado transitoriamente empobrecido por la guerra (Japón), las economías de la crisis europea (España, Grecia, Irlanda, Portugal) y Corea.
El caso de Corea, en apariencia el más cercano, muestra los límites del desarrollo por analogía: su industrialización temprana comienza en la posguerra bajo una dictadura, con bajos niveles de ingreso y condiciones laborales que en la Argentina ya eran inaceptables a fines de los años 40. Corea eludió la trampa del ingreso medio con el envión de un crecimiento acelerado desde muy abajo, que precedió a las demandas sociales de un país de clase media. Pero cuando estas demandas preceden al desarrollo, el atajo coreano deja de ser viable y los países se quedan «a medio camino» (como resumen Alejandro Foxley y Fernando Henrique Cardoso los casos de Brasil y Chile, que hoy enfrentan el mismo problema).
Pensar nuestro déficit de desarrollo de este modo también pone en duda el popular atajo australiano: invirtiendo el argumento, podríamos decir que Australia eludió la trampa del ingreso medio porque partió de ingresos altos. (Por si esto no fuera suficiente, en sus trabajos Pablo Gerchunoff aporta otros aspectos diferenciadores: recursos naturales por habitante más generosos que los nuestros, un nivel de educación históricamente más elevado, cercanía a los grandes mercados asiáticos en crecimiento y un financiamiento externo «garantizado» por el Commonwealth y la Guerra Fría que explica décadas de déficit externo sin crisis.)
Pensar nuestro desarrollo frustrado en estos términos modifica diametralmente el diagnóstico y la terapia. No fueron (sólo) las malas políticas ni fuimos (sólo) nosotros: las políticas, malas o no, reflejan las demandas de los votantes. Acá y en el resto de los muchos países atrapados en esta escala intermedia.
Y, dado que no hay precedentes exitosos, no hay modelos a imitar.
El objetivo modesto de crecer entre 3% y 4% en los próximos 15 años es un desafío si partimos de que la Argentina creció en promedio 2,7% en los últimos 15 años y 2,3% desde 1983. Si queremos crecer de manera sostenida sin contraponer las metas de inclusión, aumento de productividad, empleo de calidad y federalismo, tenemos que encontrar algo para vender al mundo más allá de granos y autos a Brasil. En este frente, dos ejemplos de encadenamientos productivos señalan el camino.
Foxley, en su libro de 2012 sobre la trampa de ingresos medios, rescata a Finlandia como ejemplo de fuga hacia adelante. Finlandia es también el ejemplo preferido de Ricardo Hausmann para ilustrar el proceso de encadenamiento de materias primas a industrias de alto valor: Finlandia pasó de talar bosques a diseñar cortadoras; de ahí, a diseñar maquinarias de precisión, y de ahí, a diseñar Nokia. Un encadenamiento lateral no muy distinto del que, más cerca de casa, fue de la soja a la maquinaria agrícola.
A este «modelo Nokia» podríamos sumarle un «modelo Malbec» siguiendo el ejemplo de nuestros vinos (que a su vez siguieron el ejemplo del Cabernet de Napa Valley o el Syrah australiano). De la uva a granel al vino, del vino al varietal local, del varietal local a la marca global. En la misma línea, tanto la certificación de alimentos orgánicos como la comercialización de las bondades bioeconómicas de la siembra directa (en granos y en máquinas) son modos inteligentes de «industrializar» nuestros recursos naturales y contribuir al supermercado premium del mundo desarrollado.
Lo mismo aplica a nuestras industrias culturales o educativas. O al turismo receptivo, esa mina de oro que, aún inexplotada, ya exporta US$ 5 mil millones. LGBT, medicinal, de adultos mayores, ecológico y de aventura, el turismo es la industria ideal para resolver el descalce entre oferta y demanda de empleo, porque satisface tres condiciones clave para la inclusión: demanda mano de obra de poca calificación, baja especificidad y, si abaratamos el transporte, regionalmente equilibrada.
Venderles Malbec a los chinos, alimentos orgánicos, a los norteamericanos o turismo aventura, a los alemanes es un buen comienzo para encontrarle la vuelta a la trampa de ingresos medios en la que estamos varadas hace casi un siglo. Una cosa es segura: si logramos salir, no será con un modelo genérico sino con una receta propia.
Economista
Aumentar la productividad implica producir más con menos recursos, incluyendo menos empleo. Federalizar implica mejorar la conectividad y favorecer actividades diseminadas, priorizando la geografía por sobre las ventajas competitivas.
Por otro lado, crecimiento no siempre implica inclusión: la Argentina es un país rico en recursos naturales donde varios de los sectores con mayor potencial de crecimiento, desde el campo a las energías renovables, generan poco empleo. Y la inclusión exige aceptar y trabajar con la fuerza laboral que tenemos.
Foto: Huadi
Si la meta a futuro es crear empleo de calidad con salarios altos (¿quién se opondría a esto?), hoy nuestros trabajadores son mayoritariamente de calificación media y baja (sólo como referencia, apenas el 16% tiene terciario completo) y la calidad educativa de los últimos años sugiere que los nuevos trabajadores no elevarán mucho el promedio actual. Es natural entonces que tengamos un déficit de ingenieros y un superávit de albañiles.
Por eso, si bien la demanda de trabajo calificado es crucial para agregar valor e incentivar la educación, difícilmente resuelva en lo inmediato el problema del empleo y del ingreso, porque la mayor parte del desempleo en la Argentina es trabajo no calificado.
Muchas veces tenemos la tentación de reconciliar estas tensiones entre el futuro deseado y el presente heredado recurriendo a modelos externos. Este «desarrollo por analogía» presume que lo que falló fueron nuestras políticas: si otros partieron de condiciones similares y tuvieron éxito, basta con imitarlos.
Pero la Argentina es el caso paradigmático de la «trampa del ingreso medio» -un trastorno definido, un poco circularmente, como el estancamiento de los países de ingresos medios en su camino al desarrollo. El dato a tener en cuenta es que, al menos por el momento, no hay precedentes de países medianos que hayan sorteado esta trampa sin ayuda externa.
Un trabajo reciente del Banco Mundial lista las economías que pasaron de ingresos medios, en 1960, a ingresos altos en 2010: tres islas industriales (Taiwán, Hong Kong y Singapur), una isla turística (Mauricio), un país desarrollado transitoriamente empobrecido por la guerra (Japón), las economías de la crisis europea (España, Grecia, Irlanda, Portugal) y Corea.
El caso de Corea, en apariencia el más cercano, muestra los límites del desarrollo por analogía: su industrialización temprana comienza en la posguerra bajo una dictadura, con bajos niveles de ingreso y condiciones laborales que en la Argentina ya eran inaceptables a fines de los años 40. Corea eludió la trampa del ingreso medio con el envión de un crecimiento acelerado desde muy abajo, que precedió a las demandas sociales de un país de clase media. Pero cuando estas demandas preceden al desarrollo, el atajo coreano deja de ser viable y los países se quedan «a medio camino» (como resumen Alejandro Foxley y Fernando Henrique Cardoso los casos de Brasil y Chile, que hoy enfrentan el mismo problema).
Pensar nuestro déficit de desarrollo de este modo también pone en duda el popular atajo australiano: invirtiendo el argumento, podríamos decir que Australia eludió la trampa del ingreso medio porque partió de ingresos altos. (Por si esto no fuera suficiente, en sus trabajos Pablo Gerchunoff aporta otros aspectos diferenciadores: recursos naturales por habitante más generosos que los nuestros, un nivel de educación históricamente más elevado, cercanía a los grandes mercados asiáticos en crecimiento y un financiamiento externo «garantizado» por el Commonwealth y la Guerra Fría que explica décadas de déficit externo sin crisis.)
Pensar nuestro desarrollo frustrado en estos términos modifica diametralmente el diagnóstico y la terapia. No fueron (sólo) las malas políticas ni fuimos (sólo) nosotros: las políticas, malas o no, reflejan las demandas de los votantes. Acá y en el resto de los muchos países atrapados en esta escala intermedia.
Y, dado que no hay precedentes exitosos, no hay modelos a imitar.
El objetivo modesto de crecer entre 3% y 4% en los próximos 15 años es un desafío si partimos de que la Argentina creció en promedio 2,7% en los últimos 15 años y 2,3% desde 1983. Si queremos crecer de manera sostenida sin contraponer las metas de inclusión, aumento de productividad, empleo de calidad y federalismo, tenemos que encontrar algo para vender al mundo más allá de granos y autos a Brasil. En este frente, dos ejemplos de encadenamientos productivos señalan el camino.
Foxley, en su libro de 2012 sobre la trampa de ingresos medios, rescata a Finlandia como ejemplo de fuga hacia adelante. Finlandia es también el ejemplo preferido de Ricardo Hausmann para ilustrar el proceso de encadenamiento de materias primas a industrias de alto valor: Finlandia pasó de talar bosques a diseñar cortadoras; de ahí, a diseñar maquinarias de precisión, y de ahí, a diseñar Nokia. Un encadenamiento lateral no muy distinto del que, más cerca de casa, fue de la soja a la maquinaria agrícola.
A este «modelo Nokia» podríamos sumarle un «modelo Malbec» siguiendo el ejemplo de nuestros vinos (que a su vez siguieron el ejemplo del Cabernet de Napa Valley o el Syrah australiano). De la uva a granel al vino, del vino al varietal local, del varietal local a la marca global. En la misma línea, tanto la certificación de alimentos orgánicos como la comercialización de las bondades bioeconómicas de la siembra directa (en granos y en máquinas) son modos inteligentes de «industrializar» nuestros recursos naturales y contribuir al supermercado premium del mundo desarrollado.
Lo mismo aplica a nuestras industrias culturales o educativas. O al turismo receptivo, esa mina de oro que, aún inexplotada, ya exporta US$ 5 mil millones. LGBT, medicinal, de adultos mayores, ecológico y de aventura, el turismo es la industria ideal para resolver el descalce entre oferta y demanda de empleo, porque satisface tres condiciones clave para la inclusión: demanda mano de obra de poca calificación, baja especificidad y, si abaratamos el transporte, regionalmente equilibrada.
Venderles Malbec a los chinos, alimentos orgánicos, a los norteamericanos o turismo aventura, a los alemanes es un buen comienzo para encontrarle la vuelta a la trampa de ingresos medios en la que estamos varadas hace casi un siglo. Una cosa es segura: si logramos salir, no será con un modelo genérico sino con una receta propia.
Economista