Frankenstein no era inminente

Pedro Sánchez tenía un plan para alcanzar la presidencia del Gobierno con el apoyo de Podemos y los soberanistas catalanes, pero su concreción no era “inminente”, en contra de lo señalado esta semana por algunos medios de comunicación de Madrid, deseosos de caracterizar el vertiginoso golpe de mano en el Consejo Federal del PSOE como una operación de “salvación nacional”. El secretario general Sánchez cayó como consecuencia de una desastrosa acumulación de factores adversos. Como en las más clásicas conspiraciones, detrás de cada puñalada había un motivo o un resentimiento distinto.
El pacto sólo estaba esbozado, borrosamente esbozado, y su concreción presentaba grandes dificultades después de las elecciones del 25 de septiembre en Galicia y Euskadi, según ha podido reconstruir La Vanguardia.
El círculo de Sánchez tenía a punto un documento programático de tres folios, para someterlo a la consideración de Ciudadanos, Podemos, el Partido Nacionalista Vasco, el Compromís valenciano y los soberanistas catalanes, preferentemente la antigua Convergència Democràtica. Sólo el secretario general y dos o tres personas más de su equipo conocían el contenido exacto del documento, que se inspiraba en el manifiesto electoral socialista para las elecciones generales del pasado 26 de junio.
Medidas económicas de apaciguamiento social y de orientación socialdemócrata, sin romper con los compromisos europeos. Promesas de regeneración democrática. Y reforma de la Constitución para afrontar la denominada cuestión territorial. (Reforma imposible de llevar a cabo sin el concurso del Partido Popular, que habría adoptado una política de feroz oposición, al verse expulsado del poder).
Ese documento de tres folios era la pista de despegue para la investidura de Sánchez y la formación de un gobierno monocolor socialista, que quedaría obligado a pactar constantemente en el Congreso, dada su limitada base parlamentaria (85 diputados). “No se trataba de negociar un pacto de gobierno. El documento pretendía ser un mínimo común denominador para facilitar la investidura y abrir la puerta a un cambio de ciclo político. No queríamos iniciar una extenuante negociación. O lo tomaban, o lo dejaban”. Así lo explican fuentes socialistas conocedoras de la iniciativa.
La ruta de las tres hojas habría sido la siguiente. Primera fase: búsqueda del apoyo de Podemos y de la abstención de Ciudadanos. Segunda fase: búsqueda del voto positivo de los soberanistas catalanas, si Ciudadanos se inclinaba por el rechazo. Se contaba con la la abstención, como mínimo, de los nacionalistas vascos (cinco escaños), y con el entusiasta apoyo de los cuatro diputados de Compromís, orgánicamente separados de Unidos Podemos.
Escalonamiento táctico con sólo treinta días de margen y con el Partido Socialista en llamas. Una operación de alto riesgo. En Ferraz eran conscientes de la imposibilidad de sumar al mismo tiempo los votos de Unidos Podemos (67) y Ciudadanos (32). Albert Rivera no podía dar ese paso después de haber apoyado la investidura de Mariano Rajoy a finales de julio. Se contaba, sin embargo, con el temor de Ciudadanos a unas terceras elecciones. La aprensión de la gente de Albert Rivera a una tercera y agónica convocatoria electoral en la que el PP iba a pedir todo el voto moderado en nombre de la gobernabilidad, podía facilitar la abstención de Ciudadanos. Esa abstención habría bastado para la investidura de Sánchez en segunda votación. PSOE, Unidos Podemos y Compromís podían sumar 156 votos frente a los 137 del Partido Popular.
Los negociadores socialistas daban por supuesto que, ante ese escenario, el PNV y los soberanistas catalanes, se abstendrían. Rodolfo Ares, estrecho colaborador de Patxi López y fiel a Sánchez hasta el último minuto, se mantenía en contacto con Sabin Etxea. Miquel Iceta trabajaba en Barcelona. Y los valencianos de Compromís estaban dispuestos a intermediar con quien hiciese falta. Luego veremos por qué.
El acuerdo con Unidos Podemos era el nudo principal de la operación. Un nudo muy difícil de desatar, dadas las fuertes divergencias de criterio en el interior de la nueva izquierda. Los tres folios del PSOE podían acentuar la crisis interna de Podemos, de la que se tienen noticias desde la pasada primavera. Iñigo Errejón, caracterizado por los socialistas como la “cara amable” de Podemos, era partidario apoyar la investidura de Sánchez, sin exigir grandes contrapartidas. Después de los resultados del 26 de junio, Errejón había llegado a la conclusión de que unas terceras elecciones podían ser muy negativas para el nuevo partido de izquierdas. “Si cunde la idea de que el cambio no es posible, Podemos pierde sentido”, había manifestado. Facilitar el cambio para mantener vivo el paradigma Podemos. Propagar una imagen responsable de Podemos. Esa es la divisa de los errejonistas.
Desde Valencia, Mónica Oltra, que siempre ha mantenido una buena relación con Iglesias, también empujaba a favor del acuerdo. Sus motivos son fáciles de comprender: Compromís gobierna con el PSOE las principales instituciones valencianas y teme ser objeto de un implacable cerco político y económico por parte del Partido Popular en los próximos tres años.
Alberto Garzón, de Izquierda Unida, también se inclinaba por el acuerdo con los socialistas, aunque no por el cheque en blanco. IU necesita mantener perfil propio. La novedad era la posición de los comunes catalanes. La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, también se mostraba partidaria de facilitar la investidura de Sánchez, sin una gran negociación programática. Cambio de Gobierno, nuevo contexto para la cuestión catalana y evitar una difícil negociación que obligase a Podemos a retirar formalmente la propuesta de referéndum en Catalunya. Este era el planteamiento de los comunes, con el diputado Xavier Domènech en el papel de esforzada bisagra.
Pablo Iglesias no quería entregar gratis los votos de Podemos. Exigía una negociación con el PSOE con la máxima formalidad posible –la negociación que no tuvo lugar en marzo– y volvía a plantear como objetivo la entrada de Podemos en el Gobierno. Sabía hacia adónde apuntaba: Sánchez y su reducido círculo difícilmente iba a poder soportar la presión contraria a un pacto de gobierno de los socialistas con Podemos, que fuese más allá del actual modelo portugués (gobierno monocolor socialistas con apoyos parlamentarios de la otra izquierda). Los radares de Bruselas estaban en alerta, las empresas del Ibex 35 se hallaba en estado de alarma… Iglesias sospechaba que la verdadera intención del PSOE era forzar las terceras elecciones para intentar dejar a Podemos en la cuneta. Al ver los resultados de Galicia se sintió relativamente tranquilo. Pese a la improvisación y los líos internos, En Marea se colocaba por delante del PSOE.
La discusión en el Consejo Ciudadano de Podemos, sin embargo, no se presentaba nada fácil. Todas las contradicciones de Podemos podían estallar en el mes de octubre. El Consejo Ciudadano se reunió ayer y no fue un Comité Federal. Ahora la discusión gira entorno al espacio que deja libre el maltrecho PSOE. El debate estratégico entre pablistas y errejonistas prosigue, pero está cambiando de plano.
El plan de Sánchez preveía la falta de acuerdo con Podemos. Uno de los colaboradores del defenestrado secretario general lo explica de la siguiente manera: “Antes de que fuese derrotada en el Comité Federal, nuestra estrategia pretendía dibujar una línea parabólica. Primero decimos no a Rajoy. Después intentamos un Gobierno de cambio. Si el pacto para una mayoría alternativa fracasa, por culpa de la intransigencia de Pablo Iglesias, aún quedaban dos opciones: aceptar como inevitables las terceras elecciones, e incluso plantearnos a última hora una abstención justificada por la gravedad del momento. No creo que se nos pueda acusar de aventureros”.
Si Podemos pactaba, sin el concurso de Ciudadanos, se trataba de obtener el apoyo de los soberanistas catalanes. La ex Convergència estaba por la labor. Se puede explicar con lenguaje casteller: los dirigentes de la colla vella (Artur Mas, Francesc Homs…) eran claramente partidarios de facilitar la investidura de Sánchez, para enviar al Partido Popular a la oposición, para empezar a asfaltar una pista de aterrizaje de la cuestión catalana y para recuperar un rol de influencia política en Madrid, papel que los convergentes lamentan mucho haber perdido. La colla jove (Marta Pascal, David Bonvehí…) era mucho más cauta y pedía a sus representantes en Congreso no hacer nada que diese ventaja a ERC en el debate interno catalán. Dejar el referéndum de lado en Madrid, mientras en Barcelona el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, pactaba con la CUP un referéndum casi unilateral. Una acrobacia increíble.
Preventivamente, CDC había acudido a las elecciones de junio con la propuesta de crear una comisión parlamentaria sobre Catalunya. Homs se lo pidió a Sánchez y este respondió que se podía discutir sobre Catalunya en el marco de una ponencia sobre la reforma constitucional. Como podemos ver, el pacto no era “inminente”. No, no lo era.
¿Qué habría hecho ERC? En el guión de Sánchez, ERC quedaba para el final: o lo tomas o lo dejas. O facilitas el cambio, o apareces como responsable de la continuidad de Rajoy. No había negociación con Esquerra. El diputado Joan Tardà lo confirma: “En los últimos meses no hemos recibido ninguna llamada del PSOE”.
¿Qué habría hecho ERC? Tardà se toma unos segundos antes de responder: “Esa disyuntiva podía haber alterado la actual tranquilidad en Esquerra. Una tranquilidad que apreciamos mucho”.
El pacto no era inminente, coinciden en señalar todas las fuentes consultadas. El guión estaba escrito, pero su realización era muy difícil. Un Gobierno a la portuguesa en España habría alterado substantivamente el mapa europeo: toda la península Ibérica virada a la izquierda, pendiente del equilibrismo socialista, así en Lisboa como en Madrid.
Las baterías antiaéreas estaban a punto y el dardo lanzado hace unos meses por Alfredo Pérez Rubalcaba llevaba cabeza nuclear: “Investidura Frankenstein”.
Sánchez fue derrocado antes de que pudiese emular a Mary Shelley, creadora literaria del moderno Prometeo. Su caída estaba anunciada. Con él murió Frankenstein, pero una voz fantasmal y aterradora se oirá durante mucho tiempo en la calle Ferraz de Madrid: “Ahora la autoridad soy yo”.

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