Make sexism great again

// Por Mariano Schuster – @schusmariano
A uno le parece, quizás por presumir, que no es necesario ser Rosa Luxemburgo o Clara Zetkin para ejercer el discreto arte del desprecio y la vocacional voluntad de tomar al tío Donald de las narices y ponerlo en el lugar del que nunca debió salir. Alcanza con ser Robert De Niro. Un corazón italiano, perteneciente a la categoría de los mafiosos y los arreglalo-todo-como-en-el-barrio que, con un poco de sentimentalismo y emotividad, puede decir con metáforas lo que muchos piensan hoy: “Trump es un cerdo y me gustaría pegarle una trompada”.
Ya andaba haciendo falta, entre tanto analista político y burgués escandalizado, alguien que se le animase a Trump con su mismo espíritu de patio de escuela. Hacía falta que un tipejo o una tipeja pusiese a Donald en el lugar que corresponde: magnate ricachón, divertido embustero, co-autor de libros de autoayuda para perejiles o conductor de irreales realitys, pero no de candidato a presidente de los Estados Unidos. Que ya está bien, que muchas gracias por los servicios prestados, pero que a la Casa Blanca mejor no. Que algunos ya estaban pensando en bombardearla de todos modos.
A Donald, ya lo saben, le aparece una buena idea a cada rato. Puede ser la de un muro para dividir a Estados Unidos y México, la de prohibir la entrada de todos los musulmanes o la de “bombardear el Estado Islámico hasta erradicarlo”. Ahora, además, le aparece un viejo video. En 2005 decía, con firme convicción, que “cuando sos famoso podés agarrar a las mujeres por el culo” y “les podés hacer todo lo que quieras”.
El módico candidato de voluntades populares, consignismos fáciles y soluciones difíciles lo tiene claro: el tamaño de su pija se acrecienta con el poder que siente y que ostenta. Sus ideas sexistas, segregacionistas y racistas asustan. No porque no existan en las góndolas de este gran supermercado mundial, sino porque crecerán con él como dueño del almacén que las provee.
Ahora, consigue amigos en todo el mundo. Acólitos de cartón pintado dispuestos a aplaudir hasta su última imbecilidad. Frente a sus burlas a las mujeres y su miserable actitud de matoncito de escuela que las comenta con sus amigos (para después pedir perdón), la tropa de eruditos de memes que confunden incorrección con pensamiento, parece dispuesta a todo.
El mundo cool de la postmodernidad (esta Edad Media de los tiempos modernos) ha dado sus resultados. Ahí están los que se burlan del débil siendo también ellos débiles. Los que toman las tesis del poder para hacer su gracia. Los que con la firme convicción de ser cerebros libres trabajan de bufones de reinos que ni siquiera los aprecian. Como decía una comentarista argentina hace unos días: “Si pensar fuese decir cosas ‘incorrectas’ para ciertos forros qué fácil sería pensar. Y no, no es fácil pensar”.
La corte intelectual de los fascistas dedicados de manera más o menos sistemática a mofarse de las mujeres que reivindican algo tan sencillo como no ser manoseadas, violadas, violentadas ni burladas en su dignidad merece una respuesta más digna que el lamento moralizante. Los nazis que hablan de las “feminazis” no deberían recibir como contestación una rebeldía pacata y estandarizada. No hay nada más absurdo que una izquierda que no se ríe o que un progresismo que solo llora. Los judíos pasaron siglos haciendo chistes sobre sí mismos. Los gays, otro tanto. Las minorías solo son rebeldes cuando saben incluso reírse de otras, en un acto no de desprecio sino de autoafirmación. No sugiero que existan chistes buenos y chistes malos. Sugiero que lo malo es enfrentar a quienes usan sofismas humorísticos para justificar el poder, sin la poderosa arma del humor.
Ahora, por estas pampas, miles de doñas se reúnen en el Encuentro Nacional de Mujeres. Habrá allí algunas admiradoras de Alexandra Kollontai, otras socialdemócratas reformistas y hasta antiburocráticas trotskistas decididas a levantar sus puños. Todo eso está muy bien. Esperemos, además, que haya humor. Que no le den las armas del chiste al enemigo poderoso. Que sepan combinar gracia y rebeldía.
Conviene no olvidar en qué mundo vivimos. Lo recordaba, con su habitual sagacidad, el camarada Bruno Bauer –no el alemán, sino el argentino que utiliza su nombre-: Este mundo de “progresistas agnósticos elogiando al Papa, occidentales laicos escribiendo El Profeta con mayúsculas, nativos digitales proponiendo comer basura y piedras para no ofender a la Pachamama, toda esa batería de nuevos y viejos valores alimenta la industria de las futuras burlas con más y más varas para medir y para golpear”. Reírse es fácil.
En este mundo hay, por cierto, mujeres que aman a Trump. Y nuestros enemigos no lo olvidan. Ahí, por ejemplo, tienen la foto. Serán buenas madres de familia, cheerleaders ardientes, aspirantes a Miss Universo o, simplemente, jóvenes universitarias dedicadas –como a veces también este cronista– a escuchar a Britney Spears. ¿Son idiotas? ¿Imbéciles? ¿Alienadas? No intentemos dar una respuesta. Cada cual ama lo que quiere. Y Trump expresa algo potente no tan fácilmente ridiculizable.
Aquí abajo ven otra mujer a la que pueden amar. Es Hillary Clinton. Como saben, nunca fue feminista. Así como Donald piensa “que se puede agarrar por el culo a una mujer”, ella piensa “que se puede agarrar por el culo a un libio o a un irakí”. En este caso, hay algo más trágico aún: no lo dice y ni siquiera lo hace. Lo manda a hacer. ¿Es ella una progresista?
Estamos entre un misógino y una estafadora. El sexismo crece y el humor se apaga. La idiotez, la violencia y la maldad están a la orden del día. Por las dudas me confieso: Yo votaría a Lewinsky.

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