Una democracia es, de mínima, un modo pacífico de derrocar gobiernos. Consecuentemente, una reforma electoral pone en juego las reglas bajo las cuales las fuerzas políticas que pierdan las elecciones van a tener que aceptar su derrota. De allí que sancionarla demande un amplio consenso para limitar que surjan voces relevantes “deslegitimadoras” del sistema, echando sospechas sobre el resultado de la elección.
Consenso amplio aún más necesario cuando se pretende implementar un sistema, como el “voto electrónico”, en cualquiera de sus variantes vernáculas que en todas partes del mundo siempre ha despertado dudas acerca de su seguridad frente a un fraude sistemático y generalizado. Al mismo tiempo, el Gobierno de Cambiemos es el primero en la nueva democracia argentina que ha llegado a la Casa Rosada sin contar con el control político siquiera de una cámara en el Congreso. Todo lo cual se traduce en la necesidad de negociarlo todo. Claro está que consenso no significa encontrar el mínimo común denominador de las preferencias iniciales de todos aquellos que tienen que levantar la mano para dar por aprobada la reforma. Precisamente por algo, en el Congreso primero se argumenta y solo al final se vota. Es decir, nuestras instituciones esperan que la deliberación fomente un replanteo de las posiciones particulares para alcanzar entonces un acuerdo trascendente público.
Esta perspectiva puede sonar idílica en esas épocas de realpolitik disfrazada por el marketing, pero la persuasión es el único modo de consolidar una trayectoria en un gobierno minoritario en el Congreso. La vía maestra para sostener una “gobernabilidad gobernante” y no meramente una “gobernabilidad gobernada” -lograda en un scambio fiscalmente insostenible con aquellos que pueden trabar las iniciativas. Las democracias modernas ofrecen una gran palanca para aunar esas voluntades individuales que pueden vetar políticas: la opinión pública. Se trata de lograr el apoyo popular para las decisiones claves convenciendo primero a la gente, y después a quienes tienen intereses personales contrarios, pero que finalmente también deben inclinarse ante su majestad la opinión pública. No se trata de seguir pasivamente lo que cantan las encuesta, sino de convencer, de advertir, de argumentar a favor y en contra.
Siempre están los cínicos quienes dirán que a la gente no le importa la política; que no entiende ni le interesa cuestiones complejas que las considera lejanas de su vida cotidiana. Detrás de esta afirmación hay un prejuicio que subestima a la ciudadanía, considerándola un espectador pasivo el que, cuanto mucho, pondrá algún like a la foto de un perrito sentado en el sillón presidencial. Sin embargo, debates como el que precedieron el referéndum sobre las islas del Canal de Beagle o mismo el debate presidencial indican que la gente puede interesarse por cuestiones claves, sacar conclusiones, actuar e influir. Esto es precisamente lo que no se hizo respecto a la reforma electoral. Se utilizó la indignación popular contra las imágenes de los desbarajustes en algunos cuartos obscuros, caso Tucumán, para proponer el “voto electrónico” como panacea, dejando la letra de la ley para los acuerdos tras bambalinas.
De este modo, la reforma electoral que recibió media sanción de la Cámara de Diputados ha dejado intacta toda la legislación correspondiente al ordenamiento de las Primarias Abiertas Simultaneas Obligatorias (P.A.S.O.). El proyecto original del Poder Ejecutivo buscaba auspiciosamente ordenar el espacio partidario a nivel nacional obligando a que el elector debiera en las P.A.S.O. optar por los candidatos internos de una única fuerza política. Pero al no contar con los votos necesarios para imponer su parecer en ese aspecto, el oficialismo privilegió el consenso para avanzar en otros aspectos importantes de la reforma como la paridad de género y el voto electrónico. Así, las P.A.S.O. se realizarán como han sido efectuadas hasta ahora; o sea, con la posibilidad de combinar candidatos de diferentes fuerzas políticas para los cargos electivos en disputa. Con el voto “por pantalla”, al no tener que conseguir los candidatos el dineral que implicaba imprimir las boletas no hay ningún freno a la presentación de listas -solo los requisitos legales-. Todo lo cual puede sonar muy lindo en términos ideales, pero que en la realidad solo puede significar más candidaturas, más sellos de gomas y más pymes políticas y una multiplicidad de candidaturas saturando las pantallas y dificultando la elección soberana. De este modo, sí finalmente se sanciona, esta será una reforma ABL (alumbrado, barrido y limpieza): nuestro “voto electrónico” a la criolla, con chip o sin chip, evitará el espectáculo desagradable y deslegitimador de las boletas por el piso, las mesas atestadas de papeletas, y los punteros haciendo de las suyas. Pero, las dificultades a la hora de elegir entre una oferta electoral que puede multiplicarse geométricamente seguirán siendo las mismas. Es como creer que el reemplazo de un cajero de carne y hueso por un cajero automático pueda resolver por sí mismo el problema de la inflación y desvalorización de la moneda. La reforma -si es que finalmente se promulga la ley y dan los tiempos- valdrá como primer ordenamiento, aunque más no sea estético, de un problema complejo y que demanda un cambio más profundo.
Luis Tonelli es politólogo. Profesor de Política comparada en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.
Consenso amplio aún más necesario cuando se pretende implementar un sistema, como el “voto electrónico”, en cualquiera de sus variantes vernáculas que en todas partes del mundo siempre ha despertado dudas acerca de su seguridad frente a un fraude sistemático y generalizado. Al mismo tiempo, el Gobierno de Cambiemos es el primero en la nueva democracia argentina que ha llegado a la Casa Rosada sin contar con el control político siquiera de una cámara en el Congreso. Todo lo cual se traduce en la necesidad de negociarlo todo. Claro está que consenso no significa encontrar el mínimo común denominador de las preferencias iniciales de todos aquellos que tienen que levantar la mano para dar por aprobada la reforma. Precisamente por algo, en el Congreso primero se argumenta y solo al final se vota. Es decir, nuestras instituciones esperan que la deliberación fomente un replanteo de las posiciones particulares para alcanzar entonces un acuerdo trascendente público.
Esta perspectiva puede sonar idílica en esas épocas de realpolitik disfrazada por el marketing, pero la persuasión es el único modo de consolidar una trayectoria en un gobierno minoritario en el Congreso. La vía maestra para sostener una “gobernabilidad gobernante” y no meramente una “gobernabilidad gobernada” -lograda en un scambio fiscalmente insostenible con aquellos que pueden trabar las iniciativas. Las democracias modernas ofrecen una gran palanca para aunar esas voluntades individuales que pueden vetar políticas: la opinión pública. Se trata de lograr el apoyo popular para las decisiones claves convenciendo primero a la gente, y después a quienes tienen intereses personales contrarios, pero que finalmente también deben inclinarse ante su majestad la opinión pública. No se trata de seguir pasivamente lo que cantan las encuesta, sino de convencer, de advertir, de argumentar a favor y en contra.
Siempre están los cínicos quienes dirán que a la gente no le importa la política; que no entiende ni le interesa cuestiones complejas que las considera lejanas de su vida cotidiana. Detrás de esta afirmación hay un prejuicio que subestima a la ciudadanía, considerándola un espectador pasivo el que, cuanto mucho, pondrá algún like a la foto de un perrito sentado en el sillón presidencial. Sin embargo, debates como el que precedieron el referéndum sobre las islas del Canal de Beagle o mismo el debate presidencial indican que la gente puede interesarse por cuestiones claves, sacar conclusiones, actuar e influir. Esto es precisamente lo que no se hizo respecto a la reforma electoral. Se utilizó la indignación popular contra las imágenes de los desbarajustes en algunos cuartos obscuros, caso Tucumán, para proponer el “voto electrónico” como panacea, dejando la letra de la ley para los acuerdos tras bambalinas.
De este modo, la reforma electoral que recibió media sanción de la Cámara de Diputados ha dejado intacta toda la legislación correspondiente al ordenamiento de las Primarias Abiertas Simultaneas Obligatorias (P.A.S.O.). El proyecto original del Poder Ejecutivo buscaba auspiciosamente ordenar el espacio partidario a nivel nacional obligando a que el elector debiera en las P.A.S.O. optar por los candidatos internos de una única fuerza política. Pero al no contar con los votos necesarios para imponer su parecer en ese aspecto, el oficialismo privilegió el consenso para avanzar en otros aspectos importantes de la reforma como la paridad de género y el voto electrónico. Así, las P.A.S.O. se realizarán como han sido efectuadas hasta ahora; o sea, con la posibilidad de combinar candidatos de diferentes fuerzas políticas para los cargos electivos en disputa. Con el voto “por pantalla”, al no tener que conseguir los candidatos el dineral que implicaba imprimir las boletas no hay ningún freno a la presentación de listas -solo los requisitos legales-. Todo lo cual puede sonar muy lindo en términos ideales, pero que en la realidad solo puede significar más candidaturas, más sellos de gomas y más pymes políticas y una multiplicidad de candidaturas saturando las pantallas y dificultando la elección soberana. De este modo, sí finalmente se sanciona, esta será una reforma ABL (alumbrado, barrido y limpieza): nuestro “voto electrónico” a la criolla, con chip o sin chip, evitará el espectáculo desagradable y deslegitimador de las boletas por el piso, las mesas atestadas de papeletas, y los punteros haciendo de las suyas. Pero, las dificultades a la hora de elegir entre una oferta electoral que puede multiplicarse geométricamente seguirán siendo las mismas. Es como creer que el reemplazo de un cajero de carne y hueso por un cajero automático pueda resolver por sí mismo el problema de la inflación y desvalorización de la moneda. La reforma -si es que finalmente se promulga la ley y dan los tiempos- valdrá como primer ordenamiento, aunque más no sea estético, de un problema complejo y que demanda un cambio más profundo.
Luis Tonelli es politólogo. Profesor de Política comparada en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.