¿Por qué ganó Trump? es una pregunta con múltiples respuestas. En esta nota el politólogo Mariano Montes nos acerca algunas razones para comprender algo más sobre el “fenómeno” de un candidato por lo menos incómodo.
En la elección del martes 9 de noviembre, Donald Trump se convirtió en el presidente número 45 de la historia de Estados Unidos. El resultado fue impensado para la opinión pública, para los dirigentes de ambos partidos y para los especialistas. Nadie previó que un multimillonario retrógrado, misógino, xenófobo y enemistado con cuantiosos dirigentes de su partido podría alcanzar la máxima investidura de su país. Muchos vimos en la nominación de Trump un suicidio del partido republicano, nominando a un dirigente con un techo potencial de votos muy bajo. Pero el techo se nos cayó encima.
El primer elemento que debemos destacar es que Hillary Clinton fue derrotada por un republicano que alcanzó una menor cantidad de votos. A comienzos del nuevo milenio, Al Gore atravesó un proceso similar, cuando logró superar a George W. Bush en el voto popular pero perdió en la suma total de delegados del Colegio Electoral. Esto fue así en una y otra oportunidad en virtud de que el presidente estadounidense es elegido de forma indirecta: cada estado tiene un número fijo de electores de acuerdo al tamaño de su población. Si un candidato gana la elección en un estado por un solo voto, se lleva todos los delegados. Desde hace 52 años el Colegio está conformado por 538 electores, que son, en rigor, los encargados de elegir al presidente. En esta elección Trump obtuvo 278 delegados en el Colegio Electoral contra los 218 de Clinton, y por ello se convertirá presidente.
Como una premonición, en aquella elección del año 2000 Hillary había afirmado que en democracia debe respetarse la voluntad del pueblo, planteando que había llegado el tiempo de discutir la eliminación del Colegio Electoral y recorrer un camino similar al que escogió nuestro país luego de la reforma constitucional de 1994, que determinó la elección directa del presidente y vicepresidente de la nación. Una esperanza para los demócratas, que ganan su tercera elección consecutiva en el voto popular, es que el presidente electo Donald Trump calificó al sistema electoral de su país como “un desastre para la democracia”. Pero hoy Trump es presidente, entre otras razones, porque ese “desastre” permanece inmóvil. Y probablemente permanezca firme por mucho tiempo más.
¿Qué ocurrió entonces en las elecciones estadounidenses? Tradicionalmente, la gran mayoría de los estados votan, elección tras elección, al candidato demócrata o al republicano, independientemente del nombre inscripto en la boleta. Vale decir, siempre ganan los demócratas en la mayoría de las ciudades costeras del pacífico y en el nordeste, mientras que el resto del país se pinta de rojo republicano. Este patrón, sin embargo, tiene algunas excepciones: los llamados swing states, aquellos en los que hoy pueden votar mayoritariamente al candidato republicano y en la próxima elección al demócrata. En estos estados suele concentrarse la campaña electoral: pues, ¿para qué invertir tiempo y recursos en el estado que es imposible ganar? Parece razonable.
Se ha dicho muchísimo sobre los resultados electorales de esta semana. Es muy difícil ser original, pero hagamos el ejercicio de plantear algunos de los elementos más importantes para intentar comprender por qué Trump ocupará la Casa Blanca por los próximos cuatro años.
El primer punto, que explica en gran medida la victoria de Trump en muchos swing states, tiene que ver con el atractivo que significó su candidatura en las áreas económica y socialmente deprimidas en función de la inserción del país en el sistema capitalista mundial. Vale decir, el clivaje estructural asociado a la globalización económica generó, como afirma el politólogo Ernesto Calvo, que muchos ciudadanos de las zonas industriales del medioeste que hasta los años ochenta era muy importantes (el Rustbelt, o “cinturón de óxido”) cambien sus trabajos bien pagos por empleos poco calificados y mal remunerados vinculados, entre otros, al sector servicios. La ciencia política y la sociología lo dicen desde sus comienzos: los procesos socioeconómicos generan incentivos para votar de una manera u otra. Hoy, con los resultados ya conocidos, debimos advertir este fenómeno. Si Florida y Carolina del Norte fueron un duro golpe para los demócratas, Pennsylvania, Michigan y Wisconsin decretaron el knock out. Estos votantes blancos, con niveles de educación de medio a bajos, poco representados por las elites políticas, abandonados por la clase media cosmopolita, optaron por una oferta que los incluía. Make America Great Again (“Hacer América grande de nuevo”, su eslogan de campaña) significa para ellos volver a tener trabajo, decretar la esperanza de volver a un pasado industrial de pleno empleo. Alcanzar, de una vez, el sueño americano.
En segundo término, la elección merece destacar que existió una correlación negativa entre aumento de la población de las ciudades y el voto por Trump. Es decir, a medida que las ciudades son más pobladas, el voto al magnate fue menor. Así, Trump arrasó en las zonas rurales del país y fue derrotado en las ciudades. El clivaje o división entre lo social y lo rural no es tampoco nuevo para los que tenemos interés por los procesos electorales. En 1967, el sociólogo Seymour Lipset junto a su colega Stein Rokkan, en un trabajo fundamental para las ciencias sociales, advirtieron que los sistemas de partidos no están influenciados principalmente por las reglas electorales, sino por los clivajes sociales que persisten con el paso del tiempo. Punto para Lipset y Rokkan.
Luego, de igual forma que en el Brexit y las últimas elecciones presidenciales en Argentina, se evidencia una clara tendencia etaria en el voto. En términos generales, las personas de edad más avanzada vuelcan en masa sus preferencias a las ofertas más conservadoras: Macri en Argentina, abandonar la Unión Europea en Gran Bretaña, Trump presidente en Estados Unidos. Parece existir aquí un patrón interesante para prestar atención en futuras elecciones.
El cuarto dato importante de esta elección fue la participación. Mientras se esperaba un voto masivo del electorado afroamericano y latino a favor de Hillary (recordemos que el voto en aquellas latitudes es optativo), la participación electoral fue menor que en la elección de 2012: 55% y 58% respectivamente. Dos hipótesis respecto a este punto: o se subestimó el enojo de las minorías con la estructura partidaria demócrata que no parece decidida a enfrentar a fondo sus principales problemáticas en un país cada día más segregado; o la contracara, se subestimó el entusiasmo de los trabajadores pauperizados frente a una nueva alternativa, seguramente impredecible, pero real. O sucedieron los dos fenómenos simultáneamente, según parece.
Estos son sólo algunos elementos (no todos, pero seguramente de los más destacados) que permiten entender el resultado electoral. Ahora bien, ¿qué podemos esperar del gobierno de Trump? Sin ser muy optimistas, avancemos en algunos escenarios posibles.
En primer término, hay que destacar que los republicanos tendrán el control de ambas cámaras, la mayoría de las gobernaciones y, una vez nombrado los sucesores de los jueces Scalia y Guinzburg, de la Corte Suprema. Además, no se espera una política ambientalistas que privilegie el desarrollo sustentable. Por el contrario, el presidente electo anticipó no sólo que trabajará para recuperar la industria del carbón, sino que fomentará el fracking y cancelará el Acuerdo Climático de París. Luego, es un misterio el futuro de la Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible, conocida como Obamacare. Finalmente, en materia de política exterior, su acercamiento a Rusia y el alejamiento de la OTAN pueden enfrentarlo con el mainstream de su partido, aquellos que lo despreciaron desde el día uno. Como fuere, se abren nuevamente dos posibilidades: o el que gana conduce y el que pierde acompaña, o se inicia un escenario de recrudecimiento del enfrentamiento intrapartidario con su nuevo líder.
Lo cierto es que existe una demanda insatisfecha en sectores importantes de la ciudadanía estadounidense y la campaña de Hillary Clinton, a diferencia de la de Trump, la subestimó. Decir que la antipolítica explica el resultado electoral puede ser un atajo tentador, pero es incorrecto a los fines de entender los condicionantes del voto de forma tal de explicar, aunque sea con el diario del lunes, por qué el mundo es hoy un lugar un poco más incierto. Cuando vemos algunos patrones claros de conducta del votante (vinculados a distinciones socioeconómicas, territoriales, etarias y raciales, por ejemplo) y observamos que Trump venció en distritos que Obama había ganado en las dos campañas presidenciales anteriores, la conjetura del outsider que sólo apela al enojo frente a una clase política lejana parece, cuanto menos, pobre.
En definitiva, inicia un nuevo tiempo con lamentos, muchas preguntas y alta incertidumbre. Sólo el tiempo tendrá las respuestas.
Acerca del autor/a / Mariano Montes
Mariano Montes es Licenciado en Ciencia Política (UBA) y Maestrando en Ciencia Política (UTDT). Ha desempeñado distintas funciones como asesor en el Estado nacional y fue Director de Investigaciones del Instituto Nacional de la Administración Pública. Actualmente cumple funciones como asesor en el Senado de la Nación. Es Jefe de Trabajos Prácticos en la materia Introducción al Conocimiento Científico y las Metodologías de la Investigación en la UNAJ. Es profesor en el CBC de la UBA y en el posgrado de Desarrollo Humano en FLACSO.
En la elección del martes 9 de noviembre, Donald Trump se convirtió en el presidente número 45 de la historia de Estados Unidos. El resultado fue impensado para la opinión pública, para los dirigentes de ambos partidos y para los especialistas. Nadie previó que un multimillonario retrógrado, misógino, xenófobo y enemistado con cuantiosos dirigentes de su partido podría alcanzar la máxima investidura de su país. Muchos vimos en la nominación de Trump un suicidio del partido republicano, nominando a un dirigente con un techo potencial de votos muy bajo. Pero el techo se nos cayó encima.
El primer elemento que debemos destacar es que Hillary Clinton fue derrotada por un republicano que alcanzó una menor cantidad de votos. A comienzos del nuevo milenio, Al Gore atravesó un proceso similar, cuando logró superar a George W. Bush en el voto popular pero perdió en la suma total de delegados del Colegio Electoral. Esto fue así en una y otra oportunidad en virtud de que el presidente estadounidense es elegido de forma indirecta: cada estado tiene un número fijo de electores de acuerdo al tamaño de su población. Si un candidato gana la elección en un estado por un solo voto, se lleva todos los delegados. Desde hace 52 años el Colegio está conformado por 538 electores, que son, en rigor, los encargados de elegir al presidente. En esta elección Trump obtuvo 278 delegados en el Colegio Electoral contra los 218 de Clinton, y por ello se convertirá presidente.
Como una premonición, en aquella elección del año 2000 Hillary había afirmado que en democracia debe respetarse la voluntad del pueblo, planteando que había llegado el tiempo de discutir la eliminación del Colegio Electoral y recorrer un camino similar al que escogió nuestro país luego de la reforma constitucional de 1994, que determinó la elección directa del presidente y vicepresidente de la nación. Una esperanza para los demócratas, que ganan su tercera elección consecutiva en el voto popular, es que el presidente electo Donald Trump calificó al sistema electoral de su país como “un desastre para la democracia”. Pero hoy Trump es presidente, entre otras razones, porque ese “desastre” permanece inmóvil. Y probablemente permanezca firme por mucho tiempo más.
¿Qué ocurrió entonces en las elecciones estadounidenses? Tradicionalmente, la gran mayoría de los estados votan, elección tras elección, al candidato demócrata o al republicano, independientemente del nombre inscripto en la boleta. Vale decir, siempre ganan los demócratas en la mayoría de las ciudades costeras del pacífico y en el nordeste, mientras que el resto del país se pinta de rojo republicano. Este patrón, sin embargo, tiene algunas excepciones: los llamados swing states, aquellos en los que hoy pueden votar mayoritariamente al candidato republicano y en la próxima elección al demócrata. En estos estados suele concentrarse la campaña electoral: pues, ¿para qué invertir tiempo y recursos en el estado que es imposible ganar? Parece razonable.
Se ha dicho muchísimo sobre los resultados electorales de esta semana. Es muy difícil ser original, pero hagamos el ejercicio de plantear algunos de los elementos más importantes para intentar comprender por qué Trump ocupará la Casa Blanca por los próximos cuatro años.
El primer punto, que explica en gran medida la victoria de Trump en muchos swing states, tiene que ver con el atractivo que significó su candidatura en las áreas económica y socialmente deprimidas en función de la inserción del país en el sistema capitalista mundial. Vale decir, el clivaje estructural asociado a la globalización económica generó, como afirma el politólogo Ernesto Calvo, que muchos ciudadanos de las zonas industriales del medioeste que hasta los años ochenta era muy importantes (el Rustbelt, o “cinturón de óxido”) cambien sus trabajos bien pagos por empleos poco calificados y mal remunerados vinculados, entre otros, al sector servicios. La ciencia política y la sociología lo dicen desde sus comienzos: los procesos socioeconómicos generan incentivos para votar de una manera u otra. Hoy, con los resultados ya conocidos, debimos advertir este fenómeno. Si Florida y Carolina del Norte fueron un duro golpe para los demócratas, Pennsylvania, Michigan y Wisconsin decretaron el knock out. Estos votantes blancos, con niveles de educación de medio a bajos, poco representados por las elites políticas, abandonados por la clase media cosmopolita, optaron por una oferta que los incluía. Make America Great Again (“Hacer América grande de nuevo”, su eslogan de campaña) significa para ellos volver a tener trabajo, decretar la esperanza de volver a un pasado industrial de pleno empleo. Alcanzar, de una vez, el sueño americano.
En segundo término, la elección merece destacar que existió una correlación negativa entre aumento de la población de las ciudades y el voto por Trump. Es decir, a medida que las ciudades son más pobladas, el voto al magnate fue menor. Así, Trump arrasó en las zonas rurales del país y fue derrotado en las ciudades. El clivaje o división entre lo social y lo rural no es tampoco nuevo para los que tenemos interés por los procesos electorales. En 1967, el sociólogo Seymour Lipset junto a su colega Stein Rokkan, en un trabajo fundamental para las ciencias sociales, advirtieron que los sistemas de partidos no están influenciados principalmente por las reglas electorales, sino por los clivajes sociales que persisten con el paso del tiempo. Punto para Lipset y Rokkan.
Luego, de igual forma que en el Brexit y las últimas elecciones presidenciales en Argentina, se evidencia una clara tendencia etaria en el voto. En términos generales, las personas de edad más avanzada vuelcan en masa sus preferencias a las ofertas más conservadoras: Macri en Argentina, abandonar la Unión Europea en Gran Bretaña, Trump presidente en Estados Unidos. Parece existir aquí un patrón interesante para prestar atención en futuras elecciones.
El cuarto dato importante de esta elección fue la participación. Mientras se esperaba un voto masivo del electorado afroamericano y latino a favor de Hillary (recordemos que el voto en aquellas latitudes es optativo), la participación electoral fue menor que en la elección de 2012: 55% y 58% respectivamente. Dos hipótesis respecto a este punto: o se subestimó el enojo de las minorías con la estructura partidaria demócrata que no parece decidida a enfrentar a fondo sus principales problemáticas en un país cada día más segregado; o la contracara, se subestimó el entusiasmo de los trabajadores pauperizados frente a una nueva alternativa, seguramente impredecible, pero real. O sucedieron los dos fenómenos simultáneamente, según parece.
Estos son sólo algunos elementos (no todos, pero seguramente de los más destacados) que permiten entender el resultado electoral. Ahora bien, ¿qué podemos esperar del gobierno de Trump? Sin ser muy optimistas, avancemos en algunos escenarios posibles.
En primer término, hay que destacar que los republicanos tendrán el control de ambas cámaras, la mayoría de las gobernaciones y, una vez nombrado los sucesores de los jueces Scalia y Guinzburg, de la Corte Suprema. Además, no se espera una política ambientalistas que privilegie el desarrollo sustentable. Por el contrario, el presidente electo anticipó no sólo que trabajará para recuperar la industria del carbón, sino que fomentará el fracking y cancelará el Acuerdo Climático de París. Luego, es un misterio el futuro de la Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible, conocida como Obamacare. Finalmente, en materia de política exterior, su acercamiento a Rusia y el alejamiento de la OTAN pueden enfrentarlo con el mainstream de su partido, aquellos que lo despreciaron desde el día uno. Como fuere, se abren nuevamente dos posibilidades: o el que gana conduce y el que pierde acompaña, o se inicia un escenario de recrudecimiento del enfrentamiento intrapartidario con su nuevo líder.
Lo cierto es que existe una demanda insatisfecha en sectores importantes de la ciudadanía estadounidense y la campaña de Hillary Clinton, a diferencia de la de Trump, la subestimó. Decir que la antipolítica explica el resultado electoral puede ser un atajo tentador, pero es incorrecto a los fines de entender los condicionantes del voto de forma tal de explicar, aunque sea con el diario del lunes, por qué el mundo es hoy un lugar un poco más incierto. Cuando vemos algunos patrones claros de conducta del votante (vinculados a distinciones socioeconómicas, territoriales, etarias y raciales, por ejemplo) y observamos que Trump venció en distritos que Obama había ganado en las dos campañas presidenciales anteriores, la conjetura del outsider que sólo apela al enojo frente a una clase política lejana parece, cuanto menos, pobre.
En definitiva, inicia un nuevo tiempo con lamentos, muchas preguntas y alta incertidumbre. Sólo el tiempo tendrá las respuestas.
Acerca del autor/a / Mariano Montes
Mariano Montes es Licenciado en Ciencia Política (UBA) y Maestrando en Ciencia Política (UTDT). Ha desempeñado distintas funciones como asesor en el Estado nacional y fue Director de Investigaciones del Instituto Nacional de la Administración Pública. Actualmente cumple funciones como asesor en el Senado de la Nación. Es Jefe de Trabajos Prácticos en la materia Introducción al Conocimiento Científico y las Metodologías de la Investigación en la UNAJ. Es profesor en el CBC de la UBA y en el posgrado de Desarrollo Humano en FLACSO.