El experimento económico que intenta llevar adelante la administración Cambiemos implica un giro económico de 180 grados respecto del esquema vigente hasta 2015. El cambio es conceptual, especialmente en lo referido a la visión de la apertura económica, del rol de la competencia y del mercado como mecanismo de fijación de precios. En la visión del Gobierno, llevar adelante esos cambios requiere gobernabilidad y tiempo, y ello se consigue en parte cediendo recursos fiscales, los que constituyen el precio a pagar por un gobierno en minoría parlamentaria. Pagar ese precio genera la necesidad de un permanente acceso al endeudamiento que permita financiar el rojo de las cuentas públicas durante el período de transición.
La victoria de Trump ha sacudido el escenario de liquidez internacional y enciende las alarmas de quienes monitorean la situación argentina. En ese contexto, urge quitar el piloto automático de la política fiscal, poner el instrumental en manual y prepararse para navegar el cambio de clima. El tiempo dirá si es sólo una lluvia de verano o una tormenta.
Desde que Trump ganó las elecciones en Estados Unidos, la tasa de interés a diez años ha aumentado de 1,8% a 2,3%. En medio de esa suba, y mientras los mercados se ajustan al nuevo equilibrio, se han interrumpido las emisiones de deuda soberana de países emergentes en el mercado de Nueva York. Que se vuelva a abrir el mercado, aun a un costo más elevado, depende de que Trump despeje la incertidumbre acerca de cuánta inflación puede provocar su programa económico.
Cuando el financiamiento externo disminuye, los países emergentes más débiles en materia fiscal se ven forzados a optar entre tres caminos: ajustar su déficit, recurrir al mercado de crédito local desplazando parcialmente al sector privado o utilizar fondos de organismos internacionales como el FMI.
El primero de los caminos no es el que ha elegido la Argentina: en octubre el ritmo de aumento del gasto del Gobierno antes de intereses se incrementó a un 51% interanual, con los ingresos creciendo solamente 23%. Con esta tendencia, el último bimestre del año mostrará niveles de déficit y de necesidades de financiamiento récord. De hecho, excluyendo los ingresos extraordinarios que proveerá el blanqueo de capitales, es muy probable que el déficit primario de 2016 trepe hasta 5,5% del PBI. Así, para que el Gobierno alcance su meta de déficit de 4,8% del PBI, deberá computar al menos US$ 3500 millones provenientes de la recaudación que provea el blanqueo como parte de los ingresos tributarios del año.
La combinación de poco aumento en los ingresos y mucha suba en los gastos preocupa de cara al año próximo: la meta fiscal de 2016 era de por sí laxa y sólo será alcanzada mediante el uso de recursos extraordinarios, pero en 2017 el Gobierno no contará con esos recursos extras, y del lado del gasto deberá afrontar las erogaciones previsionales vinculadas a la ley de reparación histórica. Así, las necesidades de emisión de deuda de 2017 serán casi tan elevadas como las de 2016, lo que requeriría condiciones financieras tan excepcionales como las de este año.
Por otro lado, buena parte del deterioro fiscal observado en los últimos meses es el resultado de una suma de pequeñas concesiones otorgadas a las provincias, a algunos sectores productivos, a los sindicatos y a los movimientos sociales, pero aun así el Gobierno no pudo aprobar en el Senado ni la reforma política ni la modificación de la ley de accidentes del trabajo. El intercambio entre déficit y gobernabilidad comienza a ser menos rendidor para el oficialismo de lo que lo fue cuando negoció el acuerdo con los holdouts.
Sin ajustar el déficit, el Gobierno se prepara para este escenario más adverso generando nuevas vías de financiamiento domésticas. El jueves pasado, el Banco Central aprobó la comunicación A6105, que habilita al Gobierno a endeudarse en dólares con los bancos locales, es decir, a tomar prestados parte de los dólares que han sido depositados en los bancos debido al blanqueo de capitales. No es que haya algo malo en ello, aunque implica romper un tabú en términos del uso de los «argendólares»: hasta ahora, los depósitos en dólares sólo se prestaban al sector privado para actividades vinculadas a la exportación, es decir, a sectores que generan dólares. El gradualismo fiscal en un contexto externo más difícil ha forzado al Gobierno a perder cierta pulcritud en las formas.
Si la sequía de fondos externos se prolongase, si lo quisiera el Gobierno podría recurrir al FMI. Un programa en el que el fondo desembolsara US$ 25.000 millones sería fácilmente obtenible y las condiciones que impondría el organismo serían pasablemente laxas para el Gobierno. De hecho, en su reciente revisión de la economía argentina el FMI consideró que «los modestos objetivos fiscales fijados para 2017 parecen apropiados considerando las restricciones políticas y sociales y la necesidad de estimular la economía». Todos los gobiernos rechazan la alternativa del fondo hasta el día en que la usan. Pero si el financiamiento se complica, allí estaremos.
El Banco Central también intenta estimular la economía aun corriendo el riesgo de deteriorar la credibilidad de su compromiso antiinflacionario. El ente monetario mantuvo sus tasas de interés de referencia sin cambios durante siete semanas en 26,75% debido a que las expectativas de inflación para 2017 se situaban por encima de la meta de 17% fijada para 2017. Sin embargo, el Banco Central decidió iniciar su proceso de reducción de tasas justo en medio de la suba en la inflación registrada en octubre y en la antesala de una suba en las expectativas de inflación relevadas por la Universidad Di Tella para 2017. Si bien había espacio para bajar las tasas de interés, tal vez el momento elegido no fue el adecuado.
Algunos de los riesgos externos a los que estaba expuesto un gobierno muy dependiente de los mercados internacionales de deuda comienzan a materializarse. El peligro para el Gobierno es ofrecer una respuesta desordenada que termine de hacer descarrilar las expectativas de los consumidores y de los empresarios. El riesgo es quedarse a mitad de camino entre ofrecer una macroeconomía ordenada que baje la inflación y atraiga inversiones y otra que curaba todo con estímulos artificiales al consumo. Si el Gobierno no logra mantener la situación fiscal en caja, el gradualismo deberá recibir un nuevo nombre, ya que ése se lo utilizaba para designar una reducción y no un aumento lento del déficit. Y si la ansiedad con el nivel de actividad empieza a gobernar el día a día, será difícil transmitir una sensación de control y de cambio de ciclo.
La victoria de Trump ha sacudido el escenario de liquidez internacional y enciende las alarmas de quienes monitorean la situación argentina. En ese contexto, urge quitar el piloto automático de la política fiscal, poner el instrumental en manual y prepararse para navegar el cambio de clima. El tiempo dirá si es sólo una lluvia de verano o una tormenta.
Desde que Trump ganó las elecciones en Estados Unidos, la tasa de interés a diez años ha aumentado de 1,8% a 2,3%. En medio de esa suba, y mientras los mercados se ajustan al nuevo equilibrio, se han interrumpido las emisiones de deuda soberana de países emergentes en el mercado de Nueva York. Que se vuelva a abrir el mercado, aun a un costo más elevado, depende de que Trump despeje la incertidumbre acerca de cuánta inflación puede provocar su programa económico.
Cuando el financiamiento externo disminuye, los países emergentes más débiles en materia fiscal se ven forzados a optar entre tres caminos: ajustar su déficit, recurrir al mercado de crédito local desplazando parcialmente al sector privado o utilizar fondos de organismos internacionales como el FMI.
El primero de los caminos no es el que ha elegido la Argentina: en octubre el ritmo de aumento del gasto del Gobierno antes de intereses se incrementó a un 51% interanual, con los ingresos creciendo solamente 23%. Con esta tendencia, el último bimestre del año mostrará niveles de déficit y de necesidades de financiamiento récord. De hecho, excluyendo los ingresos extraordinarios que proveerá el blanqueo de capitales, es muy probable que el déficit primario de 2016 trepe hasta 5,5% del PBI. Así, para que el Gobierno alcance su meta de déficit de 4,8% del PBI, deberá computar al menos US$ 3500 millones provenientes de la recaudación que provea el blanqueo como parte de los ingresos tributarios del año.
La combinación de poco aumento en los ingresos y mucha suba en los gastos preocupa de cara al año próximo: la meta fiscal de 2016 era de por sí laxa y sólo será alcanzada mediante el uso de recursos extraordinarios, pero en 2017 el Gobierno no contará con esos recursos extras, y del lado del gasto deberá afrontar las erogaciones previsionales vinculadas a la ley de reparación histórica. Así, las necesidades de emisión de deuda de 2017 serán casi tan elevadas como las de 2016, lo que requeriría condiciones financieras tan excepcionales como las de este año.
Por otro lado, buena parte del deterioro fiscal observado en los últimos meses es el resultado de una suma de pequeñas concesiones otorgadas a las provincias, a algunos sectores productivos, a los sindicatos y a los movimientos sociales, pero aun así el Gobierno no pudo aprobar en el Senado ni la reforma política ni la modificación de la ley de accidentes del trabajo. El intercambio entre déficit y gobernabilidad comienza a ser menos rendidor para el oficialismo de lo que lo fue cuando negoció el acuerdo con los holdouts.
Sin ajustar el déficit, el Gobierno se prepara para este escenario más adverso generando nuevas vías de financiamiento domésticas. El jueves pasado, el Banco Central aprobó la comunicación A6105, que habilita al Gobierno a endeudarse en dólares con los bancos locales, es decir, a tomar prestados parte de los dólares que han sido depositados en los bancos debido al blanqueo de capitales. No es que haya algo malo en ello, aunque implica romper un tabú en términos del uso de los «argendólares»: hasta ahora, los depósitos en dólares sólo se prestaban al sector privado para actividades vinculadas a la exportación, es decir, a sectores que generan dólares. El gradualismo fiscal en un contexto externo más difícil ha forzado al Gobierno a perder cierta pulcritud en las formas.
Si la sequía de fondos externos se prolongase, si lo quisiera el Gobierno podría recurrir al FMI. Un programa en el que el fondo desembolsara US$ 25.000 millones sería fácilmente obtenible y las condiciones que impondría el organismo serían pasablemente laxas para el Gobierno. De hecho, en su reciente revisión de la economía argentina el FMI consideró que «los modestos objetivos fiscales fijados para 2017 parecen apropiados considerando las restricciones políticas y sociales y la necesidad de estimular la economía». Todos los gobiernos rechazan la alternativa del fondo hasta el día en que la usan. Pero si el financiamiento se complica, allí estaremos.
El Banco Central también intenta estimular la economía aun corriendo el riesgo de deteriorar la credibilidad de su compromiso antiinflacionario. El ente monetario mantuvo sus tasas de interés de referencia sin cambios durante siete semanas en 26,75% debido a que las expectativas de inflación para 2017 se situaban por encima de la meta de 17% fijada para 2017. Sin embargo, el Banco Central decidió iniciar su proceso de reducción de tasas justo en medio de la suba en la inflación registrada en octubre y en la antesala de una suba en las expectativas de inflación relevadas por la Universidad Di Tella para 2017. Si bien había espacio para bajar las tasas de interés, tal vez el momento elegido no fue el adecuado.
Algunos de los riesgos externos a los que estaba expuesto un gobierno muy dependiente de los mercados internacionales de deuda comienzan a materializarse. El peligro para el Gobierno es ofrecer una respuesta desordenada que termine de hacer descarrilar las expectativas de los consumidores y de los empresarios. El riesgo es quedarse a mitad de camino entre ofrecer una macroeconomía ordenada que baje la inflación y atraiga inversiones y otra que curaba todo con estímulos artificiales al consumo. Si el Gobierno no logra mantener la situación fiscal en caja, el gradualismo deberá recibir un nuevo nombre, ya que ése se lo utilizaba para designar una reducción y no un aumento lento del déficit. Y si la ansiedad con el nivel de actividad empieza a gobernar el día a día, será difícil transmitir una sensación de control y de cambio de ciclo.