El campo de las ideas moderno es amplio. Muchos hombres y mujeres intervienen para interpretar la realidad a través de símbolos: escritores, comunicadores, profesores universitarios, etcétera.
Cambiemos propone que algunos de ellos intenten explicitar las coordenadas de gobierno. Ocupan posiciones clave y, en general, provienen de Pro. Internacionalizados, dicen que la Argentina precisa un cambio ético y cultural. Ellos pretenden encarnarlo.
Este sostén intelectual usa un tono distendido que relativiza la complejidad de la coyuntura. Nada es tan dramático: ni los errores comunicacionales y políticos por el aumento de las tarifas, ni el vaivén de las decisiones de gobierno, ni las internas ventiladas. Le piden a la población «hacer pequeños esfuerzos» mientras profetizan una lluvia de dólares que se ha demorado en llegar. Polinizan optimismo.
Emplean un modo relajado y descontracturado que les permite decir, por ejemplo, que «el gobierno es como Batman». Según esta visión, los analistas políticos intentan encorsetar inadecuadamente al Gobierno en las categorías de la vieja política. Por eso no lo consiguen comprender. Proponen inventar nuevas categorías. Como la de Batman, santas baticuevas.
Frente a la herencia, estos intelectuales descafeinados insistieron en que la gente no era tonta ni precisaba que le explicaran nada. Llamativo, los analistas políticos no los comprenden: la gente sí.
Salieris de Durán Barba, suelen desestimar el poder de las viejas burocracias políticas o gremiales. Desmenuzan con escasa hondura las ideas estructurales del Gobierno, pero exaltan la inmediatez comunicacional de Facebook. En palabras de Emilio Monzó: «A Cambiemos le sobra marketing y le falta política».
Un periodista indagó a uno de estos pensadores: «¿Qué es el macrismo?» La pregunta por la identidad de ese fenómeno político recibió esta respuesta: «Es un gobierno que viene a hacer lo mejor posible, de alguna manera».
La distancia imperceptible -pero abismal- entre contestar simple y no decir absolutamente nada. Luego detalló: «Lo importante es que cada vez más gente nos crea que somos gente buena tratando de hacer las cosas lo mejor posible». Una especie de remix del hit jujeño: «Somos buenos, nosotros somos buenos».
Esta idea del «bien» es recurrente. Fue posible escuchar a estos pensadores decir que la Secretaría de Medios necesitaba los datos personales de la Anses «para hacer el bien». Sin más. Como si la representación de lo que es el bien no fuera un asunto siempre en disputa.
Van por todo en esta estrategia simbólica y sostienen que los votantes ubicaron «en el poder a un tipo de gente distinta que no viene de la política, que viene de la vida, que son seres humanos que quieren hacer bien las cosas». Uno se pregunta: ¿de dónde provienen aquellos que no provienen de la vida? Parece que para esta discursividad, la política desnuda -la de personajes como Santilli o Ritondo- es un territorio de muerte. Ellos, en cambio, provienen del territorio de la vida. La versión Tolkien de la grieta.
Repiten enérgicamente que el Gobierno pone la verdad en primer lugar y que le da valor a la palabra de sus dirigentes. Sólo dos casos. Por un lado, el hoy ministro Dietrich, en diciembre de 2015 expresó que no habría ningún tipo de aumento de transporte. Por otro se denunció la falta de transparencia frente al acuerdo con Chevron, pero aún no lo conocemos.
Minucias, se dirá, en comparación con las mentiras y la garrafal manipulación de datos del decenio anterior. Pero es siempre comprometedora la jactancia del decirse moralmente «distinto». A veces basta con serlo.
Cerca del oficialismo existen prácticas y actores añejos y rapaces. Ni con toda la candidez del mundo se alcanza a creer que una revelación moral hizo que repentinamente sujetos como Manzur o Pichetto elogien esta gestión.
Exaltar a viva voz una ética intachable y mantener alianzas con sujetos de sobrada capacidad en el arte del carterismo estatal suena paradójico. No se trata de ser puristas. Basta con omitir los sermones castos cuando se gobierna. La carne es débil.
Cambiemos precisa referentes críticos y ejes analíticos más lúcidos. Semanas atrás, Julián Gallo, director de la estrategia digital de Presidencia de la Nación, dijo: «La política no le interesa a nadie». Podríamos hacer historia y evocar aquella anécdota contada por Federico Sturzenegger a quien Durán Barba le aconsejó «no proponer ni explicar nada» en un debate preelectoral.
Ante esta tendencia de achatamiento de los discursos políticos -por cierto, global- tal vez haya que fortificarla mediante el intercambio de ideas más que el de caras con famosos por Snapchat. Existen formas variadas del pan y circo: hay que cuidarse de todas ellas.
Quien está en el poder tiene una responsabilidad inmensa en el fomento de un debate público de buen nivel que robustezca la democracia. Si se despilfarran las chances de expresar profundidad y claridad conceptual en los ejes programáticos de gobierno se termina cediendo terreno político. Al poder hay que explicarlo incansablemente para mantenerlo. El affaire de las tarifas fue un curso acelerado en este sentido.
El traspaso de gobierno podría haber sido una gran oportunidad para darle más espesura y hondura al amplio debate de las ideas. Queda mucho por hacer en este sentido. Todavía hay tiempo.
Los intelectuales saben que las palabras son maravillosas y peligrosas: producen realidades y generan anhelos en los rostros desesperanzados que las escuchan. Por eso es tan importante elegirlas y usarlas con delicadeza y responsabilidad. Porque pueden desilusionar. © la nacion
Filósofo y doctor en Ciencias Sociales
Cambiemos propone que algunos de ellos intenten explicitar las coordenadas de gobierno. Ocupan posiciones clave y, en general, provienen de Pro. Internacionalizados, dicen que la Argentina precisa un cambio ético y cultural. Ellos pretenden encarnarlo.
Este sostén intelectual usa un tono distendido que relativiza la complejidad de la coyuntura. Nada es tan dramático: ni los errores comunicacionales y políticos por el aumento de las tarifas, ni el vaivén de las decisiones de gobierno, ni las internas ventiladas. Le piden a la población «hacer pequeños esfuerzos» mientras profetizan una lluvia de dólares que se ha demorado en llegar. Polinizan optimismo.
Emplean un modo relajado y descontracturado que les permite decir, por ejemplo, que «el gobierno es como Batman». Según esta visión, los analistas políticos intentan encorsetar inadecuadamente al Gobierno en las categorías de la vieja política. Por eso no lo consiguen comprender. Proponen inventar nuevas categorías. Como la de Batman, santas baticuevas.
Frente a la herencia, estos intelectuales descafeinados insistieron en que la gente no era tonta ni precisaba que le explicaran nada. Llamativo, los analistas políticos no los comprenden: la gente sí.
Salieris de Durán Barba, suelen desestimar el poder de las viejas burocracias políticas o gremiales. Desmenuzan con escasa hondura las ideas estructurales del Gobierno, pero exaltan la inmediatez comunicacional de Facebook. En palabras de Emilio Monzó: «A Cambiemos le sobra marketing y le falta política».
Un periodista indagó a uno de estos pensadores: «¿Qué es el macrismo?» La pregunta por la identidad de ese fenómeno político recibió esta respuesta: «Es un gobierno que viene a hacer lo mejor posible, de alguna manera».
La distancia imperceptible -pero abismal- entre contestar simple y no decir absolutamente nada. Luego detalló: «Lo importante es que cada vez más gente nos crea que somos gente buena tratando de hacer las cosas lo mejor posible». Una especie de remix del hit jujeño: «Somos buenos, nosotros somos buenos».
Esta idea del «bien» es recurrente. Fue posible escuchar a estos pensadores decir que la Secretaría de Medios necesitaba los datos personales de la Anses «para hacer el bien». Sin más. Como si la representación de lo que es el bien no fuera un asunto siempre en disputa.
Van por todo en esta estrategia simbólica y sostienen que los votantes ubicaron «en el poder a un tipo de gente distinta que no viene de la política, que viene de la vida, que son seres humanos que quieren hacer bien las cosas». Uno se pregunta: ¿de dónde provienen aquellos que no provienen de la vida? Parece que para esta discursividad, la política desnuda -la de personajes como Santilli o Ritondo- es un territorio de muerte. Ellos, en cambio, provienen del territorio de la vida. La versión Tolkien de la grieta.
Repiten enérgicamente que el Gobierno pone la verdad en primer lugar y que le da valor a la palabra de sus dirigentes. Sólo dos casos. Por un lado, el hoy ministro Dietrich, en diciembre de 2015 expresó que no habría ningún tipo de aumento de transporte. Por otro se denunció la falta de transparencia frente al acuerdo con Chevron, pero aún no lo conocemos.
Minucias, se dirá, en comparación con las mentiras y la garrafal manipulación de datos del decenio anterior. Pero es siempre comprometedora la jactancia del decirse moralmente «distinto». A veces basta con serlo.
Cerca del oficialismo existen prácticas y actores añejos y rapaces. Ni con toda la candidez del mundo se alcanza a creer que una revelación moral hizo que repentinamente sujetos como Manzur o Pichetto elogien esta gestión.
Exaltar a viva voz una ética intachable y mantener alianzas con sujetos de sobrada capacidad en el arte del carterismo estatal suena paradójico. No se trata de ser puristas. Basta con omitir los sermones castos cuando se gobierna. La carne es débil.
Cambiemos precisa referentes críticos y ejes analíticos más lúcidos. Semanas atrás, Julián Gallo, director de la estrategia digital de Presidencia de la Nación, dijo: «La política no le interesa a nadie». Podríamos hacer historia y evocar aquella anécdota contada por Federico Sturzenegger a quien Durán Barba le aconsejó «no proponer ni explicar nada» en un debate preelectoral.
Ante esta tendencia de achatamiento de los discursos políticos -por cierto, global- tal vez haya que fortificarla mediante el intercambio de ideas más que el de caras con famosos por Snapchat. Existen formas variadas del pan y circo: hay que cuidarse de todas ellas.
Quien está en el poder tiene una responsabilidad inmensa en el fomento de un debate público de buen nivel que robustezca la democracia. Si se despilfarran las chances de expresar profundidad y claridad conceptual en los ejes programáticos de gobierno se termina cediendo terreno político. Al poder hay que explicarlo incansablemente para mantenerlo. El affaire de las tarifas fue un curso acelerado en este sentido.
El traspaso de gobierno podría haber sido una gran oportunidad para darle más espesura y hondura al amplio debate de las ideas. Queda mucho por hacer en este sentido. Todavía hay tiempo.
Los intelectuales saben que las palabras son maravillosas y peligrosas: producen realidades y generan anhelos en los rostros desesperanzados que las escuchan. Por eso es tan importante elegirlas y usarlas con delicadeza y responsabilidad. Porque pueden desilusionar. © la nacion
Filósofo y doctor en Ciencias Sociales