Por debajo de las estridencias del debate del impuesto a las ganancias, casi sin que nadie lo advirtiera, volvió esta semana la tensión entre el Gobierno y algunos empresarios de primera línea. Terminó de confirmarla el martes Gustavo Lopetegui, viceministro coordinador, momentos después de que, delante de lo que el Gobierno llama gabinete ampliado, Mauricio Macri los señalara a él, a Marcos Peña y a Mario Quintana como alter ego. «Marcos, Mario y Gustavo son mis ojos y mi inteligencia. Ellos son yo», había dicho el Presidente esa mañana, y el trío se trasladó después al Palacio Duhau a almorzar con la Asociación Empresaria Argentina (AEA). Se puede ser elegante y demoledor al mismo tiempo, y ésa fue la fórmula que eligió Lopetegui al hablar frente a una platea repleta: Luis Pagani, Paolo Rocca, Héctor Magnetto, Sebastián Bagó, Carlos Miguens, Aldo Roggio, José Cartellone, Alfredo Coto, Cristiano Rattazzi, Alberto Grimoldi, Eduardo Elsztain y Pablo Roemmers, entre otros.
«A veces me hacen acordar a 1984, de George Orwell», arrancó, y se centró en el «doublethink» (pensar doble), un neologismo que aparece en la novela y que el ex CEO de LAN atribuye a los hombres de negocios argentinos. El doublethink, uno de los pilares de la utopía creada por el escritor británico, representa un paso más en la escala de cualquier doble discurso, porque consiste en sostener simultáneamente dos opiniones opuestas sabiendo que son contradictorias y aun así creer en ambas. Según la historia, que transcurre en Oceanía, un imperio ficticio donde rige un Estado totalitario, todos los habitantes están obligados a albergar este modo de razonar en su cerebro mediante la autosugestión, mecánica que no provoca ninguna culpa en quienes la ejercen, porque la tienen arraigada desde la infancia gracias a la pedagogía del Partido de la Victoria. Este último rasgo, estar sinceramente convencido, es decisivo en el esquema, porque ayuda a la población a conservar la firmeza de propósito que caracteriza a la auténtica honradez. En 1984, plantea Orwell, la mejor manera de guardar un secreto es ocultárselo a uno mismo. «La guerra es la paz», «La libertad es la esclavitud» y «La ignorancia es la fuerza» son los tres eslóganes de aquel país utópico.
Toda esta lógica estaba ese mediodía en la cabeza de Lopetegui. «No pueden pedir que el Gobierno baje los impuestos y el déficit fiscal al mismo tiempo, o que reduzca los subsidios y no suba las tarifas», objetó entonces, ante el silencio de asistentes que habían ido con más ánimo de escuchar que de refutar. Admitió, con todo, que la presión tributaria era todavía muy alta, pero agregó que Macri la había reducido en 1,7% del PBI si se consideraban la elevación del mínimo no imponible y las retenciones, algo nunca hecho aquí por ninguna administración en apenas un año.
Lopetegui es, con Quintana, el pensador del plan económico de Macri. Y aquel reproche, que parte de la presunción de que el desastre argentino es la herencia, fue apuntalado ese día por Peña, que les recordó a los empresarios el respaldo que el Presidente tiene en la sociedad según sondeos propios y confió, al igual que Quintana, en que están dadas las condiciones para que la Argentina vuelva al crecer el año próximo. Un día antes, durante un desayuno en las oficinas de KPMG y delante de ejecutivos como Hugo Sigman y Ricardo De Lellis, Peña y Quintana habían planteado un escenario similar.
A diferencia de lo que ocurría con el kirchnerismo, los contrapuntos con el establishment son ahora más académicos, y por lo tanto también más arduos de solucionar. Lo que antes eran desacuerdos acerca del modo en que las empresas deberían crecer o distribuir su renta parece ahora una discusión más de fondo: en su fuero íntimo, y aunque no lo diga en público, el núcleo presidencial cree que la economía no tiene por qué recuperarse de manera homogénea, porque eso equivaldría a que todas las empresas tienen un nivel de competitividad uniforme. He ahí el elefante invisible que merodea toda conversación con el sector privado, que en general se da en buenos términos.
La marea de una macroeconomía pródiga en inflación, déficit fiscal, subsidios e intervención estatal, razonan en la Casa Rosada, tapó durante muchos años una falla microeconómica, la falta de competitividad, algo que siempre queda al descubierto cuando baja la efervescencia. Según esta idea, el famoso costo argentino no sería otra cosa que las ineficiencias que, en el transcurso de los años, nos hemos ido cobrando unos a otros para nunca avanzar. Macri lo expresa sólo en privado, cuando dice estar harto de tener que decidir cuál es el precio de las cosas, algo que debería ser, insiste, determinado por la competencia.
Es cierto que admitir esta cosmovisión supone también adentrarse en las contradicciones íntimas del propio Presidente, formado en la escuela de enfrente con su padre, en Socma. «Yo estoy retirado, ya no soy nadie», acaba de saldar el patriarca de la familia en una entrevista con Radio Rebelde. ¿Cómo no iba entonces a generar desconcierto en Cambiemos la modificación, sorpresiva y por decreto, para permitirles a los parientes de funcionarios entrar en el blanqueo? El que esté libre de Orwell, que tire la primera piedra.
Esta vieja dialéctica entre una democracia corporativa y una democracia liberal es la verdadera razón del diálogo de sordos con los empresarios. No fue casual que hubiera vuelto a aparecer delante de la AEA y mientras Paolo Rocca insiste públicamente con reclamar una diferenciación para los precios del gas: alrededor de 7 dólares por millón de BTU para quienes producen en Vaca Muerta y la mitad para quienes lo consumen. Que Rocca sea al mismo tiempo petrolero, proveedor de tubos para gasoductos y consumidor de gas explica el malestar del Gobierno, que interpretó su propuesta como un pedido de triple subsidio. «¿Le contestaste?», oyó la semana pasada desde la Jefatura de Gabinete Juan José Aranguren, luego de que el líder de Techint hiciera el planteo en un seminario de energía organizado por AEA. «Por supuesto», dijo el ministro, y recordó la respuesta que dio ese día: «No creo en el spread entre gas producido y gas consumido». Traducido: el Gobierno está dispuesto a aceptar un valor de extracción equivalente a lo que paga por importarlo, pero no la segunda pretensión de Rocca, que es no trasladarles ese costo a los consumidores industriales.
Son conceptos que empiezan a aclararse en medio de la incertidumbre que le agregaron a la recesión el triunfo de Trump y las nuevas señales de estancamiento en Brasil. Desde una de las mesas del Palacio Duhau, alguien dijo el martes ante Peña, Quintana y Lopetegui que no le encontraba signos vitales al Plan Productivo Nacional lanzado meses atrás por el Gobierno. Le contestaron que estaba en marcha. Difícil detectar la senda en medio del desierto: los exploradores van a lugares distintos.
«A veces me hacen acordar a 1984, de George Orwell», arrancó, y se centró en el «doublethink» (pensar doble), un neologismo que aparece en la novela y que el ex CEO de LAN atribuye a los hombres de negocios argentinos. El doublethink, uno de los pilares de la utopía creada por el escritor británico, representa un paso más en la escala de cualquier doble discurso, porque consiste en sostener simultáneamente dos opiniones opuestas sabiendo que son contradictorias y aun así creer en ambas. Según la historia, que transcurre en Oceanía, un imperio ficticio donde rige un Estado totalitario, todos los habitantes están obligados a albergar este modo de razonar en su cerebro mediante la autosugestión, mecánica que no provoca ninguna culpa en quienes la ejercen, porque la tienen arraigada desde la infancia gracias a la pedagogía del Partido de la Victoria. Este último rasgo, estar sinceramente convencido, es decisivo en el esquema, porque ayuda a la población a conservar la firmeza de propósito que caracteriza a la auténtica honradez. En 1984, plantea Orwell, la mejor manera de guardar un secreto es ocultárselo a uno mismo. «La guerra es la paz», «La libertad es la esclavitud» y «La ignorancia es la fuerza» son los tres eslóganes de aquel país utópico.
Toda esta lógica estaba ese mediodía en la cabeza de Lopetegui. «No pueden pedir que el Gobierno baje los impuestos y el déficit fiscal al mismo tiempo, o que reduzca los subsidios y no suba las tarifas», objetó entonces, ante el silencio de asistentes que habían ido con más ánimo de escuchar que de refutar. Admitió, con todo, que la presión tributaria era todavía muy alta, pero agregó que Macri la había reducido en 1,7% del PBI si se consideraban la elevación del mínimo no imponible y las retenciones, algo nunca hecho aquí por ninguna administración en apenas un año.
Lopetegui es, con Quintana, el pensador del plan económico de Macri. Y aquel reproche, que parte de la presunción de que el desastre argentino es la herencia, fue apuntalado ese día por Peña, que les recordó a los empresarios el respaldo que el Presidente tiene en la sociedad según sondeos propios y confió, al igual que Quintana, en que están dadas las condiciones para que la Argentina vuelva al crecer el año próximo. Un día antes, durante un desayuno en las oficinas de KPMG y delante de ejecutivos como Hugo Sigman y Ricardo De Lellis, Peña y Quintana habían planteado un escenario similar.
A diferencia de lo que ocurría con el kirchnerismo, los contrapuntos con el establishment son ahora más académicos, y por lo tanto también más arduos de solucionar. Lo que antes eran desacuerdos acerca del modo en que las empresas deberían crecer o distribuir su renta parece ahora una discusión más de fondo: en su fuero íntimo, y aunque no lo diga en público, el núcleo presidencial cree que la economía no tiene por qué recuperarse de manera homogénea, porque eso equivaldría a que todas las empresas tienen un nivel de competitividad uniforme. He ahí el elefante invisible que merodea toda conversación con el sector privado, que en general se da en buenos términos.
La marea de una macroeconomía pródiga en inflación, déficit fiscal, subsidios e intervención estatal, razonan en la Casa Rosada, tapó durante muchos años una falla microeconómica, la falta de competitividad, algo que siempre queda al descubierto cuando baja la efervescencia. Según esta idea, el famoso costo argentino no sería otra cosa que las ineficiencias que, en el transcurso de los años, nos hemos ido cobrando unos a otros para nunca avanzar. Macri lo expresa sólo en privado, cuando dice estar harto de tener que decidir cuál es el precio de las cosas, algo que debería ser, insiste, determinado por la competencia.
Es cierto que admitir esta cosmovisión supone también adentrarse en las contradicciones íntimas del propio Presidente, formado en la escuela de enfrente con su padre, en Socma. «Yo estoy retirado, ya no soy nadie», acaba de saldar el patriarca de la familia en una entrevista con Radio Rebelde. ¿Cómo no iba entonces a generar desconcierto en Cambiemos la modificación, sorpresiva y por decreto, para permitirles a los parientes de funcionarios entrar en el blanqueo? El que esté libre de Orwell, que tire la primera piedra.
Esta vieja dialéctica entre una democracia corporativa y una democracia liberal es la verdadera razón del diálogo de sordos con los empresarios. No fue casual que hubiera vuelto a aparecer delante de la AEA y mientras Paolo Rocca insiste públicamente con reclamar una diferenciación para los precios del gas: alrededor de 7 dólares por millón de BTU para quienes producen en Vaca Muerta y la mitad para quienes lo consumen. Que Rocca sea al mismo tiempo petrolero, proveedor de tubos para gasoductos y consumidor de gas explica el malestar del Gobierno, que interpretó su propuesta como un pedido de triple subsidio. «¿Le contestaste?», oyó la semana pasada desde la Jefatura de Gabinete Juan José Aranguren, luego de que el líder de Techint hiciera el planteo en un seminario de energía organizado por AEA. «Por supuesto», dijo el ministro, y recordó la respuesta que dio ese día: «No creo en el spread entre gas producido y gas consumido». Traducido: el Gobierno está dispuesto a aceptar un valor de extracción equivalente a lo que paga por importarlo, pero no la segunda pretensión de Rocca, que es no trasladarles ese costo a los consumidores industriales.
Son conceptos que empiezan a aclararse en medio de la incertidumbre que le agregaron a la recesión el triunfo de Trump y las nuevas señales de estancamiento en Brasil. Desde una de las mesas del Palacio Duhau, alguien dijo el martes ante Peña, Quintana y Lopetegui que no le encontraba signos vitales al Plan Productivo Nacional lanzado meses atrás por el Gobierno. Le contestaron que estaba en marcha. Difícil detectar la senda en medio del desierto: los exploradores van a lugares distintos.