Hay al menos tres caminos que se abren en este nuevo año. El primero es electoral; el segundo, fiscal; el tercero, judicial. Los tres convergen en un punto donde se verá si la Argentina reconstruye con más brío sus instituciones o si, de lo contrario, acentúa un empate no resuelto entre declinación y progreso.
Parecería que recién ahora nos percatamos del duro condicionamiento que imponen las elecciones legislativas de medio término, a celebrar cada dos años en octubre. Si añadimos a estas normas los comicios primarios de agosto, la ciudadanía participará en una intensa carrera electoral que posiblemente despunte hacia mayo: un largo trecho propicio para medir fuerzas y, acaso, para abrir curso a la polarización y a combates de todo o nada.
No es inevitable que esta disputa alcance el nivel de un torneo agónico, como sueñan los huérfanos de una concepción hegemónica del poder político; pero es indudable que la situación minoritaria del oficialismo, las tensiones dentro de sus propias filas y las disputas que hoy estremecen al peronismo ponen de relieve el desafío de rearmar un sistema de partidos responsable capaz de dar sustento a un endeble régimen representativo.
Cuando este régimen falla, los intentos de colmar ese vacío se manifiestan mediante un estilo de participación directa que relega los partidos a un papel secundario. Las urnas y la calle, la elección y la protesta: no está claro entre nosotros cuál de estos componentes de la acción cívica habrá de prevalecer. Por ahora sobrevive una mezcla inestable de los cuatro.
De otra parte, los comicios sucesivos de agosto-octubre mostrarán de nuevo la malformación de nuestro federalismo y la desproporcionada importancia, dentro de esa estructura, de la provincia de Buenos Aires. Aun cuando los resultados electorales no den cuenta de un cambio dramático en la relación de fuerzas en el Congreso (debido al sistema proporcional y al de lista incompleta que se aplican respectivamente a la elección de la mitad de la Cámara de Diputados y del tercio del Senado), el peso simbólico de una victoria en la provincia más poderosa podría impactar sobre las expectativas de gobernabilidad.
A partir de este dato, las estrategias divergen. Por el lado del oficialismo se cifran en una apuesta que va del centro a la periferia. En un compacto forjado con los triunfos de Macri en el país, de María Eugenia Vidal en el territorio bonaerense y del PRO en la CABA, los recursos del Poder Ejecutivo se irradian desde ese centro dominante al resto del país.
Las acciones para retener esos baluartes y defender la imagen popular de Vidal podrían ser una de las claves de un eventual triunfo. Resta saber, sin embargo, si la imagen positiva de un gobernante puede transmitirse automáticamente a los candidatos que invocan su nombre. Lo hacía Perón al promediar el último siglo (“vote a Perón votando a sus candidatos”, decía la consigna electoral en 1951 y 1954), aunque otros ingredientes, muy distintos de aquellos, se sumen ahora.
Entre ellos se destacan los procesos por corrupción en marcha y el respaldo fiscal con el que el Gobierno inicia este año. Si los primeros están encadenados a los vericuetos y demoras propios de un sistema judicial que no ha afrontado una necesaria reforma, los segundos han recibido la buena nueva de un blanqueo tan exitoso como inesperado.
El miedo hacia el régimen de transparencia fiscal que se difunde en el mundo y la confianza que despierta en los agentes este Gobierno en comparación con el anterior (lo cual no es mucho decir en vista del desastre heredado) pueden haber contribuido a redondear una cifra que, hacia finales de marzo, podría llegar a los US$ 130 mil millones. No es poco, sobre todo si este logro impulsa una reforma fiscal de fondo, a todas luces imprescindible.
Estas son algunas de las armas de un oficialismo instalado en el centro de las decisiones y acosado por la penuria de una economía en recesión. Mal le iría al oficialismo en circunstancias en que conviene acumular fuerzas si, en el seno de Cambiemos, no prospera una visión que destierre el trato mezquino con amigos y aliados.
Por cierto, las perspectivas del justicialismo son diferentes. Mientras el oficialismo pretende avanzar desde el centro hacia la periferia, el conglomerado del peronismo, con abundantes liderazgos sin que ninguno sobresalga por el momento, parece más afianzado en la periferia que en el centro. Afirmada en las provincias, desde gran parte del norte pasando por Córdoba y una porción del Litoral, la oferta peronista en la provincia de Buenos Aires se ha fragmentado.
Si esas divisiones intestinas se consolidan, el peronismo bonaerense podría oscilar entre inclinaciones constructivas y tolerante, y la propensión a justificar un pasado plagado de investigaciones y procesos judiciales. Este momento de incertidumbre mostraría el predomino electoral, tan duradero en nuestra política, de los gobernadores. Salvo alguna excepción, los líderes peronistas del interior son gobernadores que tienen amarrada “la situación” de sus distritos, como diría Roca.
La trama entre gobernadores y ministros en torno a las negociaciones fiscales o a la frustrada reforma electoral, tiene pues como telón de fondo la intención de mantener vivo el control electoral en cada una de la provincias bajo égida peronista. El enredo bonaerense, con su competencia entre facciones, deriva precisamente de esta orfandad.
Por este motivo, las elecciones de este año serán un termómetro para medir varios asuntos pendientes. No sólo en relación con el rendimiento de la economía —punto crucial en cualquier contienda electoral— sino también con respecto a la cuestión de saber si el velo de los fanatismos, o de un paraíso del consumo perdido, podría llegar a respaldar candidaturas sospechadas de corrupción. Los hechos dirán.
Parecería que recién ahora nos percatamos del duro condicionamiento que imponen las elecciones legislativas de medio término, a celebrar cada dos años en octubre. Si añadimos a estas normas los comicios primarios de agosto, la ciudadanía participará en una intensa carrera electoral que posiblemente despunte hacia mayo: un largo trecho propicio para medir fuerzas y, acaso, para abrir curso a la polarización y a combates de todo o nada.
No es inevitable que esta disputa alcance el nivel de un torneo agónico, como sueñan los huérfanos de una concepción hegemónica del poder político; pero es indudable que la situación minoritaria del oficialismo, las tensiones dentro de sus propias filas y las disputas que hoy estremecen al peronismo ponen de relieve el desafío de rearmar un sistema de partidos responsable capaz de dar sustento a un endeble régimen representativo.
Cuando este régimen falla, los intentos de colmar ese vacío se manifiestan mediante un estilo de participación directa que relega los partidos a un papel secundario. Las urnas y la calle, la elección y la protesta: no está claro entre nosotros cuál de estos componentes de la acción cívica habrá de prevalecer. Por ahora sobrevive una mezcla inestable de los cuatro.
De otra parte, los comicios sucesivos de agosto-octubre mostrarán de nuevo la malformación de nuestro federalismo y la desproporcionada importancia, dentro de esa estructura, de la provincia de Buenos Aires. Aun cuando los resultados electorales no den cuenta de un cambio dramático en la relación de fuerzas en el Congreso (debido al sistema proporcional y al de lista incompleta que se aplican respectivamente a la elección de la mitad de la Cámara de Diputados y del tercio del Senado), el peso simbólico de una victoria en la provincia más poderosa podría impactar sobre las expectativas de gobernabilidad.
A partir de este dato, las estrategias divergen. Por el lado del oficialismo se cifran en una apuesta que va del centro a la periferia. En un compacto forjado con los triunfos de Macri en el país, de María Eugenia Vidal en el territorio bonaerense y del PRO en la CABA, los recursos del Poder Ejecutivo se irradian desde ese centro dominante al resto del país.
Las acciones para retener esos baluartes y defender la imagen popular de Vidal podrían ser una de las claves de un eventual triunfo. Resta saber, sin embargo, si la imagen positiva de un gobernante puede transmitirse automáticamente a los candidatos que invocan su nombre. Lo hacía Perón al promediar el último siglo (“vote a Perón votando a sus candidatos”, decía la consigna electoral en 1951 y 1954), aunque otros ingredientes, muy distintos de aquellos, se sumen ahora.
Entre ellos se destacan los procesos por corrupción en marcha y el respaldo fiscal con el que el Gobierno inicia este año. Si los primeros están encadenados a los vericuetos y demoras propios de un sistema judicial que no ha afrontado una necesaria reforma, los segundos han recibido la buena nueva de un blanqueo tan exitoso como inesperado.
El miedo hacia el régimen de transparencia fiscal que se difunde en el mundo y la confianza que despierta en los agentes este Gobierno en comparación con el anterior (lo cual no es mucho decir en vista del desastre heredado) pueden haber contribuido a redondear una cifra que, hacia finales de marzo, podría llegar a los US$ 130 mil millones. No es poco, sobre todo si este logro impulsa una reforma fiscal de fondo, a todas luces imprescindible.
Estas son algunas de las armas de un oficialismo instalado en el centro de las decisiones y acosado por la penuria de una economía en recesión. Mal le iría al oficialismo en circunstancias en que conviene acumular fuerzas si, en el seno de Cambiemos, no prospera una visión que destierre el trato mezquino con amigos y aliados.
Por cierto, las perspectivas del justicialismo son diferentes. Mientras el oficialismo pretende avanzar desde el centro hacia la periferia, el conglomerado del peronismo, con abundantes liderazgos sin que ninguno sobresalga por el momento, parece más afianzado en la periferia que en el centro. Afirmada en las provincias, desde gran parte del norte pasando por Córdoba y una porción del Litoral, la oferta peronista en la provincia de Buenos Aires se ha fragmentado.
Si esas divisiones intestinas se consolidan, el peronismo bonaerense podría oscilar entre inclinaciones constructivas y tolerante, y la propensión a justificar un pasado plagado de investigaciones y procesos judiciales. Este momento de incertidumbre mostraría el predomino electoral, tan duradero en nuestra política, de los gobernadores. Salvo alguna excepción, los líderes peronistas del interior son gobernadores que tienen amarrada “la situación” de sus distritos, como diría Roca.
La trama entre gobernadores y ministros en torno a las negociaciones fiscales o a la frustrada reforma electoral, tiene pues como telón de fondo la intención de mantener vivo el control electoral en cada una de la provincias bajo égida peronista. El enredo bonaerense, con su competencia entre facciones, deriva precisamente de esta orfandad.
Por este motivo, las elecciones de este año serán un termómetro para medir varios asuntos pendientes. No sólo en relación con el rendimiento de la economía —punto crucial en cualquier contienda electoral— sino también con respecto a la cuestión de saber si el velo de los fanatismos, o de un paraíso del consumo perdido, podría llegar a respaldar candidaturas sospechadas de corrupción. Los hechos dirán.