Desde hace varias semanas una agenda parece haberse instalado entre los editores de medios de comunicación, consultores políticos y especialistas en redes sociales. Todos hablan de lo que en principio se presenta como un neologismo, la “post-verdad”. Y según lo que se lee, el debate sobre este concepto está presentado como si desconociéramos las mediaciones que nos impone el lenguaje, o como si en algún momento hubiéramos tenido alguna aproximación a “la verdad”. Intentaremos en lo que sigue enojarnos bastante con una forma demasiado conformista de analizar los últimos datos electorales, las excusas “comunicacionales” sobre las que se cimentaron las explicaciones y el debate/paranoia que despertaron.
Podemos, para entrar en calor, reconocer que si hay una novedad: la vida en red, las autopistas de la información y la velocidad en la que viajan los datos. Lo que Manuel Castells llamó -¡hace 15 años!- sociedad informacional. Esto afecta por igual a nuestro tema -la circulación de información falsa o no del todo verdadera- como a las transacciones bursátiles o los resultados deportivos. Por lo tanto vale el reconocimiento pero no implica más que eso, una configuración tecnológica y cultural que afecta la forma con la que una gran parte de la población mundial (no toda aún, y esto es importante) interactúa socialmente.
A modo de contexto, en los medios masivos de comunicación la «post-verdad» la inventó Orson Welles en 1938, cuando le contó a sus oyentes -y sus oyentes creyeron verosímil- una invasión alienígena en una adaptación de la Guerra de los Mundos de H. G. Wells. O sea, lo que nos sorprende y preocupa tiene al menos 80 años de existencia. Más o menos para la misma época Paul Lazarsfeld y Robert Merton descubren que no era tan fácil como se creía hacer que la gente cambie de opinión a través de los mensajes que circulaban en los medios de comunicación, desestimando lo que se conocía como teoría de la aguja hipodérmica. Esta arqueología de las teorías de la comunicación viene al caso porque el concepto de «post-verdad» nos exige aceptar nuevamente que los receptores de información cambian de opinión en función de los mensajes que reciben y, lamentablemente para los “postverdaístas”, estamos lejos de semejante linealidad.
Las experiencias recientes y los estudios realizados se empeñan en desmentir esa simplificación: la reproducción, la difusión y la viralización de la información viene a reforzar lo que el ciudadano cree o piensa. Por lo que si se comparte una «post-verdad» es porque hay algo en ese ciudadano que lo lleva a sentirse de alguna manera representado en esa cosmovisión del mundo. Para decirlo en un par de tweets: 1) Nadie comparte contenidos con los que no se sienta identificado, 2) por lo que la decisión de viralizar “postverdades” no tiene que ver con “lo verdadero” sino con “lo verosímil”. 3) Lo verosímil para un ciudadano desencantado políticamente, menospreciado culturalmente y frustrado económicamente puede ser muy amplio.
Hasta aquí parece que lo único original de la «post-verdad» es que necesitamos novedades para explicar lo que sucede sin hacerse cargo de lo que generamos o dejamos de generar. Este tema aparece fuerte en la agenda global a partir del triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Para los que forman parte del mundo de la comunicación política, las elecciones en los EE.UU. siempre han traído novedades en términos de estrategia. Todo indicaba que en 2016 esa novedad iba a ser el big data y el cruce de grandes volúmenes de información con estrategias de campaña microsegmentadas. Pero Trump ganó una elección inesperada, y la que era la niña mimada en estrategias de comunicación política del momento perdió cartelera por el shock que significó esa victoria del republicano. Una nota al margen sobre big data: habría que hacer un análisis serio del uso de las estrategias de datos y microsegmentación en comunicación política. Hillary Clinton (65.8 Millones) obtuvo 100.000 votos menos que Obama (65.9 Millones) en 2012, mientras que Trump (63 Millones) obtuvo 2.000.000 más de votos que McCain (59.9 Millones) en la elección previa. Estos datos -si bien son parciales y de una sola elección- ponen al menos en observación la revolución que el análisis de grandes volúmenes de datos prometían de cara a la movilización de votantes.
La decisión de viralizar “postverdades” no tiene que ver con “lo verdadero” sino con “lo verosímil”. Y lo verosímil para un ciudadano desencantado puede ser muy amplio.
Hillary Clinton perdió la elección, sin embargo la maquinaria cultural estadounidense es demócrata, o por lo menos es anti-Trump. Lo demuestran cientos de medios que se alinearon con la campaña de Clinton, o los muchos artistas que le dedicaron espesos spots prometiendo desnudar a Mark Ruffalo si la candidata Demócrata ganaba. Esta enorme maquinaria cultural perdió, y la mejor forma de no aceptar la derrota es buscar la explicación en otro lado. En este caso Trump -¡con ayuda de Vladimir Putín!- engañaron a los votantes y la gente habría votado en base a información falsa. Es decir, la culpa de la derrota es de los ciudadanos, que se dejaron engañar, y no de la incapacidad de los Demócratas -y de los Republicanos que compitieron con Trump antes que Clinton- de generar esperanza e interpelar mayorías.
No es curioso que haya una continuidad en esta mala lectura de los votantes de @therealdonaldtrump: si durante la campaña electoral sus votantes eran menospreciados por esa maquinaria cultural como hombres medievales que avergonzaban a “América”, después de la derrota ese menosprecio tuvo su continuación en la explicación de su ignorancia y la propensión que mostraban a ser engañados. El llanto sobre la «post-verdad» es más bien un lamento de malos perdedores que un análisis crítico de lo que sucedió, y lo que sucedió fue y sigue siendo un problema político y no de comunicación.
La «post-verdad» no es novedad, y no se pierden elecciones por ella. Se pierden elecciones a manos de fuerzas políticas que resultan impredecibles y/o reaccionarias por una serie compleja de interacciones simbólicas y de experiencias colectivas, comunales, familiares y sociales. Hablamos de sujetos cuya experiencia vivencial con una corrección política progresista y democrática fue de desencanto. Porque hizo sus vidas más difíciles, más injustas, más lejanas de todo eso que les había prometido.
La que llamamos «post-verdad» existe. Lamentablemente se utiliza, y se utiliza en comunicación política. Encuentra en el combustible de las redes sociales la energía ideal para crecer y multiplicarse. Pero descubrir en 2016 la «post-verdad» implica recién darse cuenta que existe un discurso, el publicitario, que vive de ella hace décadas. ¿O sinceramente alguno de todos nosotros creyó que el vino alarga la vida y reduce los riesgos de ataques cardíacos?
Creer que nuestro problema es la «post-verdad» implica dar por sentado que en algún momento fue “la verdad”, y no recortes e interpretaciones del mundo, la que medió en nuestros intercambios simbólicos. También implica suponer que existe una información oficial y “verdadera”, que surge de los medios de comunicación tradicionales, contra una información no oficial, falsa o de dudosa procedencia. Resulta curioso que casi 6 años después de la primavera árabe y de la celebración de las redes sociales como formas ciudadanas de saltar al cerco de información oficial estemos volviendo por la misma calle y a la misma velocidad pero a contramano. Hay también algo de restauración y revancha en el discurso de la post-verdad por parte de los medios tradicionales y quizás por eso el tema haya tenido el despliegue que tuvo. Estos vuelven a encontrarse cómodos en su rol de curadores de “lo real” frente al riesgo que implica “lo falso” que se genera en las redes sociales.
De lo que estamos seguros es que el discurso sobre la «post-verdad» es tranquilizador. Nuestras democracias sólo necesitarían de la buena voluntad de Facebook para mejorar sus filtros y de grupos de editores en los medios tradicionales atentos a detectar esa información falsa para resolver el laberinto en el que estamos. La mala noticia es que el problema es mucho más complejo: lo que debemos resolver es cómo la política interpela a los ciudadanos. Porque para perder un partido no alcanza con un árbitro parcial, sino que hay que jugar mal y haberse dejado generar las condiciones para la derrota.
Lamentablemente no hay un problema de comunicación. Hay un problema en cómo los ciudadanos se vinculan con lo político, algo mucho más complejo de descifrar.
Podemos, para entrar en calor, reconocer que si hay una novedad: la vida en red, las autopistas de la información y la velocidad en la que viajan los datos. Lo que Manuel Castells llamó -¡hace 15 años!- sociedad informacional. Esto afecta por igual a nuestro tema -la circulación de información falsa o no del todo verdadera- como a las transacciones bursátiles o los resultados deportivos. Por lo tanto vale el reconocimiento pero no implica más que eso, una configuración tecnológica y cultural que afecta la forma con la que una gran parte de la población mundial (no toda aún, y esto es importante) interactúa socialmente.
A modo de contexto, en los medios masivos de comunicación la «post-verdad» la inventó Orson Welles en 1938, cuando le contó a sus oyentes -y sus oyentes creyeron verosímil- una invasión alienígena en una adaptación de la Guerra de los Mundos de H. G. Wells. O sea, lo que nos sorprende y preocupa tiene al menos 80 años de existencia. Más o menos para la misma época Paul Lazarsfeld y Robert Merton descubren que no era tan fácil como se creía hacer que la gente cambie de opinión a través de los mensajes que circulaban en los medios de comunicación, desestimando lo que se conocía como teoría de la aguja hipodérmica. Esta arqueología de las teorías de la comunicación viene al caso porque el concepto de «post-verdad» nos exige aceptar nuevamente que los receptores de información cambian de opinión en función de los mensajes que reciben y, lamentablemente para los “postverdaístas”, estamos lejos de semejante linealidad.
Las experiencias recientes y los estudios realizados se empeñan en desmentir esa simplificación: la reproducción, la difusión y la viralización de la información viene a reforzar lo que el ciudadano cree o piensa. Por lo que si se comparte una «post-verdad» es porque hay algo en ese ciudadano que lo lleva a sentirse de alguna manera representado en esa cosmovisión del mundo. Para decirlo en un par de tweets: 1) Nadie comparte contenidos con los que no se sienta identificado, 2) por lo que la decisión de viralizar “postverdades” no tiene que ver con “lo verdadero” sino con “lo verosímil”. 3) Lo verosímil para un ciudadano desencantado políticamente, menospreciado culturalmente y frustrado económicamente puede ser muy amplio.
Hasta aquí parece que lo único original de la «post-verdad» es que necesitamos novedades para explicar lo que sucede sin hacerse cargo de lo que generamos o dejamos de generar. Este tema aparece fuerte en la agenda global a partir del triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Para los que forman parte del mundo de la comunicación política, las elecciones en los EE.UU. siempre han traído novedades en términos de estrategia. Todo indicaba que en 2016 esa novedad iba a ser el big data y el cruce de grandes volúmenes de información con estrategias de campaña microsegmentadas. Pero Trump ganó una elección inesperada, y la que era la niña mimada en estrategias de comunicación política del momento perdió cartelera por el shock que significó esa victoria del republicano. Una nota al margen sobre big data: habría que hacer un análisis serio del uso de las estrategias de datos y microsegmentación en comunicación política. Hillary Clinton (65.8 Millones) obtuvo 100.000 votos menos que Obama (65.9 Millones) en 2012, mientras que Trump (63 Millones) obtuvo 2.000.000 más de votos que McCain (59.9 Millones) en la elección previa. Estos datos -si bien son parciales y de una sola elección- ponen al menos en observación la revolución que el análisis de grandes volúmenes de datos prometían de cara a la movilización de votantes.
La decisión de viralizar “postverdades” no tiene que ver con “lo verdadero” sino con “lo verosímil”. Y lo verosímil para un ciudadano desencantado puede ser muy amplio.
Hillary Clinton perdió la elección, sin embargo la maquinaria cultural estadounidense es demócrata, o por lo menos es anti-Trump. Lo demuestran cientos de medios que se alinearon con la campaña de Clinton, o los muchos artistas que le dedicaron espesos spots prometiendo desnudar a Mark Ruffalo si la candidata Demócrata ganaba. Esta enorme maquinaria cultural perdió, y la mejor forma de no aceptar la derrota es buscar la explicación en otro lado. En este caso Trump -¡con ayuda de Vladimir Putín!- engañaron a los votantes y la gente habría votado en base a información falsa. Es decir, la culpa de la derrota es de los ciudadanos, que se dejaron engañar, y no de la incapacidad de los Demócratas -y de los Republicanos que compitieron con Trump antes que Clinton- de generar esperanza e interpelar mayorías.
No es curioso que haya una continuidad en esta mala lectura de los votantes de @therealdonaldtrump: si durante la campaña electoral sus votantes eran menospreciados por esa maquinaria cultural como hombres medievales que avergonzaban a “América”, después de la derrota ese menosprecio tuvo su continuación en la explicación de su ignorancia y la propensión que mostraban a ser engañados. El llanto sobre la «post-verdad» es más bien un lamento de malos perdedores que un análisis crítico de lo que sucedió, y lo que sucedió fue y sigue siendo un problema político y no de comunicación.
La «post-verdad» no es novedad, y no se pierden elecciones por ella. Se pierden elecciones a manos de fuerzas políticas que resultan impredecibles y/o reaccionarias por una serie compleja de interacciones simbólicas y de experiencias colectivas, comunales, familiares y sociales. Hablamos de sujetos cuya experiencia vivencial con una corrección política progresista y democrática fue de desencanto. Porque hizo sus vidas más difíciles, más injustas, más lejanas de todo eso que les había prometido.
La que llamamos «post-verdad» existe. Lamentablemente se utiliza, y se utiliza en comunicación política. Encuentra en el combustible de las redes sociales la energía ideal para crecer y multiplicarse. Pero descubrir en 2016 la «post-verdad» implica recién darse cuenta que existe un discurso, el publicitario, que vive de ella hace décadas. ¿O sinceramente alguno de todos nosotros creyó que el vino alarga la vida y reduce los riesgos de ataques cardíacos?
Creer que nuestro problema es la «post-verdad» implica dar por sentado que en algún momento fue “la verdad”, y no recortes e interpretaciones del mundo, la que medió en nuestros intercambios simbólicos. También implica suponer que existe una información oficial y “verdadera”, que surge de los medios de comunicación tradicionales, contra una información no oficial, falsa o de dudosa procedencia. Resulta curioso que casi 6 años después de la primavera árabe y de la celebración de las redes sociales como formas ciudadanas de saltar al cerco de información oficial estemos volviendo por la misma calle y a la misma velocidad pero a contramano. Hay también algo de restauración y revancha en el discurso de la post-verdad por parte de los medios tradicionales y quizás por eso el tema haya tenido el despliegue que tuvo. Estos vuelven a encontrarse cómodos en su rol de curadores de “lo real” frente al riesgo que implica “lo falso” que se genera en las redes sociales.
De lo que estamos seguros es que el discurso sobre la «post-verdad» es tranquilizador. Nuestras democracias sólo necesitarían de la buena voluntad de Facebook para mejorar sus filtros y de grupos de editores en los medios tradicionales atentos a detectar esa información falsa para resolver el laberinto en el que estamos. La mala noticia es que el problema es mucho más complejo: lo que debemos resolver es cómo la política interpela a los ciudadanos. Porque para perder un partido no alcanza con un árbitro parcial, sino que hay que jugar mal y haberse dejado generar las condiciones para la derrota.
Lamentablemente no hay un problema de comunicación. Hay un problema en cómo los ciudadanos se vinculan con lo político, algo mucho más complejo de descifrar.