En las últimas cinco décadas, y con más fuerza en el más reciente cuarto de siglo, renombrados sociólogos, politólogos, juristas, historiadores, internacionalistas, filósofos y economistas provenientes del mundo desarrollado, y con distintas posturas ideológicas, han proclamado muchos finales.
En The End of Ideology (1960), Daniel Bell anunció que los grandes ideales sociopolíticos estaban agotados; una mezcla de mirada parroquial, estilo pragmático y dominio tecnocrático sustituirían las ideologías. En The Coming End of War (1981), Werner Levi subrayó que la internacionalización de los intereses nacionales y cambios relevantes en el sistema mundial prenunciaban el ocaso del recurso a la guerra. En The End of the State (1987), Andrew Levine sugirió que la desaparición del Estado era factible y que la política podía asumir ese reto alentando una mayor autonomía colectiva de la sociedad. En Global Financial Integration: The End of Geography (1992), Richard O’Brien planteó que la localización territorial ya no interesa ante el avance de las finanzas, las nuevas tecnologías y la desregulación. En The End of Sovereignty? (1992), Joseph Camilleri y Jim Falk acentuaron que los cambios económicos e institucionales, así como la interacción entre actores subnacionales, nacionales y transnacionales había modificado la centralidad que tradicionalmente tuvo la soberanía estatal como principio ordenador de las relaciones internacionales. En The End of History and the Last Man (1992), Francis Fukuyama destacó que el colapso de la Unión Soviética y la caída del comunismo estuvieron acompañados no sólo por el triunfo de la democracia liberal y su instalación como único sistema político dinámico, sino también por el fin de las guerras y las revoluciones sangrientas.
En The End of Racism (1995), Danish de D’Souza afirmó que el diagnóstico liberal sobre las causas y consecuencias del racismo estaban erradas y que las políticas preferenciales hacia las minorías impulsadas desde el Estado eran antitéticas con la democracia. Jean-Marie Guehenno y Kenichi Ohmae remarcaron, desde enfoques distintos en dos libros titulados del mismo modo (The End of the Nation State), la pérdida de atributos de control del Estado-nación frente a las transformaciones domésticas y los desafíos de la globalización. En The End of Politics (2000), Carl Boggs se centró en Estados Unidos y señaló que la baja participación electoral, el pesimismo social, el auge del consumismo y el aumento de la violencia, entre otras cosas, derivaron en un proceso alienante en el que la despolitización ha prevalecido, al tiempo que se ha impuesto la agenda de las grandes corporaciones.
Más recientemente y con un título menos directo, A Mathematical Model of Social Group Competition with Application to the Growth of Religious Non-Affiliation (2011), Daniel Abrams, Haley Yaple y Richard Wiener recurrieron a técnicas matemáticas para advertir sobre la gradual extinción de la religión a causa de que resultaría más útil no tener ese tipo de creencias.
Por años se nos ha venido notificando el fin de las ideologías, de la guerra, del Estado, de la geografía, de la soberanía, de la historia, del racismo, de la política y de la religión. Sin embargo, todos esos fenómenos y dinámicas siguen vigentes, con las marchas y contramarchas usuales de los complejos procesos humanos de largo plazo.
En 2017, cuestiones tan diversas como el aumento de la competencia entre Estados Unidos y China, la postura revisionista de una Rusia resurgente, la exacerbación de la violencia en Medio Oriente, los efectos internos y externos de la elección de Donald Trump, la inquietante parálisis de Europa, el deterioro de las democracias avanzadas, la gradual declinación de Occidente y el paulatino ascenso de Oriente, la tenacidad del terrorismo fundamentalista, entre otros fenómenos, prueban que todo aquello que se auguró como terminado está todavía presente: el papel de la ideología, la práctica de la guerra, el valor Estado, el peso de la geografía, la ubicuidad de la soberanía, la importancia de la historia, el auge del racismo, la centralidad de la política y la vigencia de la religión.
Antes que seguir proclamando finales, es preferible contar con perspectivas más plurales y dialécticas en términos del despliegue de fuerzas sociales y mundiales, y menos deterministas y reduccionistas en cuanto a los cursos de acción posibles.
Profesor plenario de la Universidad Torcuato Di Tella
En The End of Ideology (1960), Daniel Bell anunció que los grandes ideales sociopolíticos estaban agotados; una mezcla de mirada parroquial, estilo pragmático y dominio tecnocrático sustituirían las ideologías. En The Coming End of War (1981), Werner Levi subrayó que la internacionalización de los intereses nacionales y cambios relevantes en el sistema mundial prenunciaban el ocaso del recurso a la guerra. En The End of the State (1987), Andrew Levine sugirió que la desaparición del Estado era factible y que la política podía asumir ese reto alentando una mayor autonomía colectiva de la sociedad. En Global Financial Integration: The End of Geography (1992), Richard O’Brien planteó que la localización territorial ya no interesa ante el avance de las finanzas, las nuevas tecnologías y la desregulación. En The End of Sovereignty? (1992), Joseph Camilleri y Jim Falk acentuaron que los cambios económicos e institucionales, así como la interacción entre actores subnacionales, nacionales y transnacionales había modificado la centralidad que tradicionalmente tuvo la soberanía estatal como principio ordenador de las relaciones internacionales. En The End of History and the Last Man (1992), Francis Fukuyama destacó que el colapso de la Unión Soviética y la caída del comunismo estuvieron acompañados no sólo por el triunfo de la democracia liberal y su instalación como único sistema político dinámico, sino también por el fin de las guerras y las revoluciones sangrientas.
En The End of Racism (1995), Danish de D’Souza afirmó que el diagnóstico liberal sobre las causas y consecuencias del racismo estaban erradas y que las políticas preferenciales hacia las minorías impulsadas desde el Estado eran antitéticas con la democracia. Jean-Marie Guehenno y Kenichi Ohmae remarcaron, desde enfoques distintos en dos libros titulados del mismo modo (The End of the Nation State), la pérdida de atributos de control del Estado-nación frente a las transformaciones domésticas y los desafíos de la globalización. En The End of Politics (2000), Carl Boggs se centró en Estados Unidos y señaló que la baja participación electoral, el pesimismo social, el auge del consumismo y el aumento de la violencia, entre otras cosas, derivaron en un proceso alienante en el que la despolitización ha prevalecido, al tiempo que se ha impuesto la agenda de las grandes corporaciones.
Más recientemente y con un título menos directo, A Mathematical Model of Social Group Competition with Application to the Growth of Religious Non-Affiliation (2011), Daniel Abrams, Haley Yaple y Richard Wiener recurrieron a técnicas matemáticas para advertir sobre la gradual extinción de la religión a causa de que resultaría más útil no tener ese tipo de creencias.
Por años se nos ha venido notificando el fin de las ideologías, de la guerra, del Estado, de la geografía, de la soberanía, de la historia, del racismo, de la política y de la religión. Sin embargo, todos esos fenómenos y dinámicas siguen vigentes, con las marchas y contramarchas usuales de los complejos procesos humanos de largo plazo.
En 2017, cuestiones tan diversas como el aumento de la competencia entre Estados Unidos y China, la postura revisionista de una Rusia resurgente, la exacerbación de la violencia en Medio Oriente, los efectos internos y externos de la elección de Donald Trump, la inquietante parálisis de Europa, el deterioro de las democracias avanzadas, la gradual declinación de Occidente y el paulatino ascenso de Oriente, la tenacidad del terrorismo fundamentalista, entre otros fenómenos, prueban que todo aquello que se auguró como terminado está todavía presente: el papel de la ideología, la práctica de la guerra, el valor Estado, el peso de la geografía, la ubicuidad de la soberanía, la importancia de la historia, el auge del racismo, la centralidad de la política y la vigencia de la religión.
Antes que seguir proclamando finales, es preferible contar con perspectivas más plurales y dialécticas en términos del despliegue de fuerzas sociales y mundiales, y menos deterministas y reduccionistas en cuanto a los cursos de acción posibles.
Profesor plenario de la Universidad Torcuato Di Tella