En febrero de 2016, cuando el período de Cambiemos empezaba, se describió en esta columna un agrupamiento de los votantes en base a una paradójica tendencia de opinión que marcaría el primer año de Macri : una minoría estimaba entonces que la situación del país era buena, mientras una amplia mayoría creía, sin embargo, que dentro de un año las condiciones iban a mejorar. El grueso de la sociedad, con realismo, proyectaba un futuro mejor, en tanto reconocía las dificultades del presente. Confiar en el futuro cuando un gobierno se inicia equivale a otorgarle un crédito temporal para que desarrolle su programa. En la Argentina, como en el mundo, ese crédito es un componente clave de la confianza en los funcionarios, significa que la gente cree que ellos saben cómo resolver los problemas pero necesitan tiempo.
Al cabo de más de un año, buena parte de la sociedad conserva ese optimismo tozudo y realista: aunque sólo el 18% opina que el país está bien, el 48% cree que mejorará en los próximos meses, según el último sondeo de Poliarquía. Sin embargo, el clima favorable al Gobierno se está erosionando. La razón es sencilla y consiste en lo siguiente: la cantidad de optimistas se achica y la de pesimistas se incrementa. Hace 14 meses poseían expectativas favorables el 71% y negativas apenas el 29%. Hoy, los desilusionados suman el 52% y los optimistas el 48%. Esta distribución esclarece el nuevo escenario que los sondeos detectaron a partir de febrero: después de un año de poseer más aprobación que desaprobación, el Gobierno pasó a tener más detractores que partidarios.
Esta mutación implica otro fenómeno, además de la erosión de la confianza en el oficialismo: muestra que el electorado se polarizó, volviendo al ballottage de 2015. Pero con un matiz crucial: ahora Cambiemos podría perder. Si se profundiza en la naturaleza del optimismo y el pesimismo se esclarece la nueva relación de fuerzas. Por empezar, entre los optimistas existe un corte nítido. Unos son incondicionales de Macri, creen que con él el país está bien y en el futuro estará mejor. En cambio, otros adoptan una actitud realista: sostienen que el país está mal, pero va a estar mejor. Estos son los que, para usar el lenguaje común, le hacen «el aguante» a Macri: lo esperan, lo bancan, lo apoyan, pero a cambio de una contraprestación simbólica o material que debe verificarse en algún momento del futuro próximo. Los incondicionales están unidos al Presidente y su gobierno por una identificación afectiva. Los realistas, en cambio, lo apoyan por un contrato que puede ser cumplido o defraudado.
Lo que se comprueba es que estos optimistas se están pasando al pesimismo. Eso significa que siguen pensando que el país está mal, aunque ahora creen que en el futuro empeorará. Están decepcionados, hicieron el aguante, pero el beneficio nunca apareció y a ellos se les agotó el tiempo. Según los datos de Poliarquia, la evidencia de que la mayoría de los realistas se vuelca al pesimismo es incontrastable: en agosto pasado los pesimistas eran el 38%, los optimistas realistas el 39% y los incondicionales el 16%. En marzo los incondicionales siguen siendo los mismos, pero los realistas descendieron al 31%, lo que posibilitó que los pesimistas treparan al 48%.
¿Por qué razón se migra del optimismo al pesimismo y, por lo tanto, se resta apoyo al Gobierno? La hipótesis más consistente es que la mutación se debe principalmente a razones económicas: el 51% de los pesimistas afirma que su ingreso no alcanza para llegar a fin de mes; el 65% sostiene que el principal problema personal y familiar es de naturaleza económica y destacan tres motivos: la inflación, la desocupación y los bajos salarios, en ese orden. Esta presunción se refuerza al observar los datos del Gran Buenos Aires, un territorio particularmente afectado por la crisis. Allí los pesimistas son mayoría y están abandonando al Gobierno, en contraste con lo que sucede en la Capital y el interior. De cara a las elecciones, el GBA es el agujero negro de Macri y la fortaleza de Cristina.
Por último, cuando se analiza a los pesimistas, que suman hoy un poco más de la mitad del electorado, también pueden hacerse distinciones. Ellos provienen de dos orígenes muy distintos: unos son votantes duros del kirchnerismo que detestan a Macri, los otros son los defraudados por Macri, que ahora se acercan a la oposición no por afecto sino por despecho. Ante esto, es imposible eludir el clisé borgiano: a los opositores no los une el amor sino el espanto. El espanto significa también otra cosa: ninguna fuerza está conteniendo las demandas de la sociedad. Lo que pierde el Gobierno nadie lo cosecha. Cristina sólo conserva a sus fieles, Massa se desmoronó, el resto del peronismo no asoma.
Con ese panorama, y como suele suceder en las democracias contemporáneas, los votantes elegirán en octubre no a los que consideren mejores, sino a los menos malos. Cambiemos perdió el encanto, la oposición está perdiendo el tren. Ahora, si la igualación hacia abajo fuera funcional para que unos u otros vencieran, no habría motivos para celebrar. No hay fiesta posible si se advierte el desencanto que envuelve en estos días a millones de argentinos.
Al cabo de más de un año, buena parte de la sociedad conserva ese optimismo tozudo y realista: aunque sólo el 18% opina que el país está bien, el 48% cree que mejorará en los próximos meses, según el último sondeo de Poliarquía. Sin embargo, el clima favorable al Gobierno se está erosionando. La razón es sencilla y consiste en lo siguiente: la cantidad de optimistas se achica y la de pesimistas se incrementa. Hace 14 meses poseían expectativas favorables el 71% y negativas apenas el 29%. Hoy, los desilusionados suman el 52% y los optimistas el 48%. Esta distribución esclarece el nuevo escenario que los sondeos detectaron a partir de febrero: después de un año de poseer más aprobación que desaprobación, el Gobierno pasó a tener más detractores que partidarios.
Esta mutación implica otro fenómeno, además de la erosión de la confianza en el oficialismo: muestra que el electorado se polarizó, volviendo al ballottage de 2015. Pero con un matiz crucial: ahora Cambiemos podría perder. Si se profundiza en la naturaleza del optimismo y el pesimismo se esclarece la nueva relación de fuerzas. Por empezar, entre los optimistas existe un corte nítido. Unos son incondicionales de Macri, creen que con él el país está bien y en el futuro estará mejor. En cambio, otros adoptan una actitud realista: sostienen que el país está mal, pero va a estar mejor. Estos son los que, para usar el lenguaje común, le hacen «el aguante» a Macri: lo esperan, lo bancan, lo apoyan, pero a cambio de una contraprestación simbólica o material que debe verificarse en algún momento del futuro próximo. Los incondicionales están unidos al Presidente y su gobierno por una identificación afectiva. Los realistas, en cambio, lo apoyan por un contrato que puede ser cumplido o defraudado.
Lo que se comprueba es que estos optimistas se están pasando al pesimismo. Eso significa que siguen pensando que el país está mal, aunque ahora creen que en el futuro empeorará. Están decepcionados, hicieron el aguante, pero el beneficio nunca apareció y a ellos se les agotó el tiempo. Según los datos de Poliarquia, la evidencia de que la mayoría de los realistas se vuelca al pesimismo es incontrastable: en agosto pasado los pesimistas eran el 38%, los optimistas realistas el 39% y los incondicionales el 16%. En marzo los incondicionales siguen siendo los mismos, pero los realistas descendieron al 31%, lo que posibilitó que los pesimistas treparan al 48%.
¿Por qué razón se migra del optimismo al pesimismo y, por lo tanto, se resta apoyo al Gobierno? La hipótesis más consistente es que la mutación se debe principalmente a razones económicas: el 51% de los pesimistas afirma que su ingreso no alcanza para llegar a fin de mes; el 65% sostiene que el principal problema personal y familiar es de naturaleza económica y destacan tres motivos: la inflación, la desocupación y los bajos salarios, en ese orden. Esta presunción se refuerza al observar los datos del Gran Buenos Aires, un territorio particularmente afectado por la crisis. Allí los pesimistas son mayoría y están abandonando al Gobierno, en contraste con lo que sucede en la Capital y el interior. De cara a las elecciones, el GBA es el agujero negro de Macri y la fortaleza de Cristina.
Por último, cuando se analiza a los pesimistas, que suman hoy un poco más de la mitad del electorado, también pueden hacerse distinciones. Ellos provienen de dos orígenes muy distintos: unos son votantes duros del kirchnerismo que detestan a Macri, los otros son los defraudados por Macri, que ahora se acercan a la oposición no por afecto sino por despecho. Ante esto, es imposible eludir el clisé borgiano: a los opositores no los une el amor sino el espanto. El espanto significa también otra cosa: ninguna fuerza está conteniendo las demandas de la sociedad. Lo que pierde el Gobierno nadie lo cosecha. Cristina sólo conserva a sus fieles, Massa se desmoronó, el resto del peronismo no asoma.
Con ese panorama, y como suele suceder en las democracias contemporáneas, los votantes elegirán en octubre no a los que consideren mejores, sino a los menos malos. Cambiemos perdió el encanto, la oposición está perdiendo el tren. Ahora, si la igualación hacia abajo fuera funcional para que unos u otros vencieran, no habría motivos para celebrar. No hay fiesta posible si se advierte el desencanto que envuelve en estos días a millones de argentinos.