Olavarría para armar

 

Si bien la idea de que toda muerte es indeseable y lamentable atraviesa nuestra sociedad, hay muertes que despiertan indignación y protestas, mientras que otras pasan desapercibidas. Inclusive hay muertes  que pueden ser festejadas por algunos sectores, como en el caso de los llamados «linchamientos». Y ello porque el modo en que se muere está íntimamente relacionado con el modo en que se vive: ¿Quién era el muerto? ¿Una joven embarazada, un hombre wichí, un preso «común», un abogado prominente? Así, el prestigio, la clase social, el género, etc., fundan diferencias morales respecto de cómo valoramos un fallecimiento. Luego del recital del Indio Solari y los sucesos de público conocimiento, hemos escuchado diversos tipos de comentarios que justificaban y/o celebraban las dos muertes acontecidas allí. Los mismos, expresaban desprecio por el público asistente, por sus prácticas y por sus gustos musicales. Desde otras posiciones, se llamó la atención al señalar que los jóvenes a asistentes a ese tipo de recitales pertenecen a sectores vulnerabilizados por el neoliberalismo y ponen en juego prácticas riesgosas que se les imponen. Unos y otros comparten la misma asunción que supone una correlación lineal entre sectores populares y consumos culturales. Esta situación recuerda inevitablemente al incendio de República Cromañón, cuando frente a aquel evento crítico las posiciones fueron similares. Sin embargo, el relevamiento de familiares y sobrevivientes de ese incendio hecho por la Universidad de 3 de febrero en 2008 mostró otra cara del asunto: el 69% de los encuestados tenía cobertura de salud, el 77% eran no pobres; el 84% no sufría necesidades básicas insatisfechas y sólo en el 8% de los casos había un jefe de hogar desocupado. Desde ya que las categorías estadísticas no son meramente técnicas y que pueden ser discutidas, pero interesa aquí abrir preguntas sobre cómo cierto sentido común -de periodistas, funcionarios, académicos, etc.- suele categorizar al público asistente a este tipo de  recitales.

Al poner la lupa sobre el Indio Solari, medios oficiales como la agencia gubernamental de noticias Telam y otros afines al gobierno, como Infobae, informaron falsamente la muerte de siete o diez o personas, según el caso. Luego se supo que Telam “tocaba de oído” porque no había periodistas propios haciendo la cobertura de semejante hecho a causa del recorte presupuestario que sufre la agencia, como el resto del Estado. La psicosis colectiva que contribuyeron a desatar desesperó a los parientes y amigos de los asistentes al show: una pareja salió a las rutas en busca de su hijo, tuvo un accidente fatal y la mujer perdió la vida. Ese joven que perdió a su madre no recibirá disculpa alguna de parte ningún productor, CEO o panelista mediático por el deceso. Y nadie exigirá justicia por esa lamentable muerte. Ese fallecimiento quedará considerado públicamente como una desgracia individual, una muerte causada por un accidente vial y no como el producto de circunstancias impulsadas por una maquinaria que siempre permanece impune.

De un modo similar, podemos recuperar el caso de los cinco adolescentes -cinco- muertos en la fiesta electrónica Time Warp realizada en la Ciudad de Buenos Aires el año pasado. En ese caso la mirada pública estuvo modelada tanto por los contornos morales de una sociedad que mira de reojo y condena ciertos consumos juveniles así como por los intereses políticos en juego del oficialismo y los grandes medios de comunicación. En ese cruce, la situación quedó limitada a la responsabilidad de las propias víctimas y a las responsabilidades penales de ciertos empresarios, sin alcanzar dimensiones políticas. No hubo movilizaciones o denuncias públicas de familiares o amigos exigiendo justicia por esos jóvenes.

Así puede verse que el debate por las responsabilidades deja expuesta también otra disputa relativa a cómo definir las muertes: si en términos políticos, sociales, culturales, o inclusive técnicos. Al respecto, en el caso de los fallecidos en Olavarría, las autopsias sentenciaron que las muertes no se produjeron por aplastamiento sino por paros cardiorespiratorios. Pero para la percepción pública, poco importa lo técnico a esta altura: comunicadores y panelistas mediáticos se animaron a hablar de una tragedia, y pudimos escuchar los testimonios de algunos jóvenes que fueron presentados como «los sobrevivientes de la tragedia de Olavarría». Como parte de esto, también pudimos ser testigos en vivo y en  directo de la búsqueda impulsada por la justicia, la policía y los medios de comunicación que se esforzaron conjuntamente por encontrar más muertos para tirar arriba de la mesa. Y no los encontraron ¿Pero cuando un hecho es una «tragedia», una «masacre» o una «catástrofe»?

No tiene mayor sentido responder esa pregunta en un vacío, sin considerar el contexto social en el que la misma encuentra respuesta. Quienes nos dedicamos a las ciencias sociales e investigamos y trabajamos junto a víctimas, sus familiares, operadores judiciales, especialistas en salud médica y mental, técnicos que se ocupan de la gestión de riesgos, etc., conocemos desde adentro el modo en que esos actores participan en la interpretación y definición de los hechos desafortunados. Cada uno aporta su propia mirada que contribuye a la configuración global de la escena, como si se tratase de varios escultores que dan forma a través de los rasgos particulares de su talla, a una obra conjunta. De manera tal que, aún cuando los especialistas tengan sus propios criterios para responder la pregunta planteada en el párrafo previo, para los antropólogos sociales se trata de criterios culturalmente construidos, del mismo modo que aquellos que ponen en juego los no especialistas. Así, los criterios sociales para responder aquella pregunta son heterogéneos y están en competencia en el debate público: la cantidad de fallecidos, los modos de morir/matar, la imprevisiblidad, etc.

En nuestro país hemos tenido masacres como la de Trelew en el año 1972 que involucró a 16 fallecidos, mientras que otras cuentan con dos, como la del Puente Pueyrredón en la que murieron Kosteki y Santillán. O bien, si consideramos el modo de matar/morir, podemos recordar aquel famoso «motín de los colchones» ocurrido en 1978 cuando alrededor de 70 detenidos fueron quemados y baleados en el penal de Devoto. Gracias al activismo en Derechos Humanos del CEPOC, desde hace algunos años ese hecho ha dejado de ser llamado «motín», para pasar a ser conocido como la «masacre del Pabellón 7mo» -a la que el Indio Solari le ha dedicado una letra-. Pero esas definiciones no siempre son consensuadas por todos los involucrados: hay sucesos a los que algunos llaman tragedia y otros masacre, como en el caso de los familiares de Cromañón que suelen utilizar esa categoría. Al revés, en el caso de la disco Kiss de Brasil donde murieron 239 jóvenes en 2013, los familiares de las victimas hablan de una tragedia y no de una masacre. Todo esto se debe a que la definición de un suceso como tragedia, masacre o catástrofe es producto de un proceso social que se desata a posteriori de los sucesos desafortunados. Y en las últimas semanas nos encontramos en un escenario en el que la tragedia de Olavarría, estuvo en plena -y conflictiva- gestación.

Las ciencias sociales producen insumos sobre los contextos y las prácticas socioculturales, que pueden contribuir a informar el montaje y la logística de eventos como aquel megarecital y a lidiar con sus posibles consecuencias. Muchos colegas investigan y trabajan en temas como dinámicas de movilidad y asentamiento, prácticos de ocio y consumos culturales de los jóvenes, en la protocolización de las prácticas de asistencia a víctimas, en programas de prevención y mitigación de desastres, en acciones de reducción de daños, etc. Así, aquellas disciplinas aportan herramientas para transformar lo imprevisible en previsible.

En el marco de los asfixiantes recortes al presupuesto del CONICET, en los últimos meses se ha cuestionado la utilidad del conocimiento y de la inversión en investigación.  Quizás, hechos como el de Olavarría, nos estén indicando que hoy más que nunca es necesario invertir más y generar más conocimiento para que el mismo sea articulado en el marco de acciones y políticas concretas que contribuyan a brindar mayor seguridad a la ciudadanía.

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