Resaltaron en los últimos días tres proyectos legislativos presentados por referentes de Cambiemos. Se trata de un proyecto llamado “de libertad religiosa”, otro que incluye la homeopatía en el Programa Médico Obligatorio y un tercero que buscaba limitar el acceso al derecho a la vacunación. El primero intenta ampliar la figura de objeción de conciencia hasta sancionar que “toda persona tiene derecho a invocar un deber religioso relevante o una convicción o moral sustancial como razón para negarse a cumplir una obligación jurídica”. Por su parte, la iniciativa, que la opinión pública rápidamente bautizó “antivacunas”, buscaba obligar a médicos y médicas a “informar los efectos negativos” de las mismas y reducía la autonomía de los profesionales a indicarlas (por ejemplo, se quería prohibir recetarlas en casos de “enfermedades graves con o sin fiebre” o en caso de “enfermedades autoinmunes”, así sin más).
Estas tres propuestas tuvieron suerte dispar. El proyecto antivacunas se encontró con tal resistencia entre las asociaciones médicas relevantes, como las de pediatría, infectología e inmunología, que el interbloque de Cambiemos redactó un comunicado despegándose del mismo y de la diputada bonaerense que lo había presentado (fue además rechazado en fuertes términos tanto por la ministra de Salud de la Provincia de Buenos Aires como por el subsecretario de Estrategias de Atención y Salud Comunitaria del Ministerio de Salud de la Nación). El de homeopatía está en condiciones de avanzar, ya que fue respaldado por el número de firmantes requerido para enviar un proyecto a comisión. El que más se movió es el de libertad religiosa. Con inusitada celeridad, ya que el proyecto había ingresado el 12 de junio, el bloque de Cambiemos armó una sesión especial de comisión con representantes de varias religiones. Sin embargo, los diputados opositores lograron sostener la posición de que los cambios propuestos a la objeción de conciencia eran tan profundos que alteraban el armado constitucional, por lo que requerían consulta de la Comisión de Asuntos Constitucionales, ya que la objeción de conciencia planteada es tan amplia que implicaría que cualquier persona podría negarse, aduciendo motivos religiosos, a hacer casi cualquier cosa –desde hablar con una mujer a cara descubierta en un mostrador de atención estatal a recetar anticonceptivos en un hospital público–.
Resulta un tanto sorprendente esta nueva línea. Cuando asumió, desde dentro de Cambiemos dijeron que Mauricio Macri iba a representar el salto a la modernización tecnocrática de la Argentina. Se declaró un nuevo paradigma de gobierno que estaría caracterizado por el saber técnico, la modernización de estructuras perimidas, la transparencia, la posideología y el consenso. Se mostró un gabinete repleto de economistas, ingenieros y los CEO. Sin embargo, este espíritu modernizador y tecnocrático parece haberse combinado en la práctica sin problemas con la religiosidad católica y la espiritualidad new age. Por ejemplo, el ministro de Educación y ahora candidato a senador por Cambiemos en la Provincia de Buenos Aires difundió por redes sociales una fuerte imagen contra el aborto, mientras que el presidente ha declarado que medita y hace yoga. Aunque no es homogénea (como se dijo, miembros de Cambiemos rechazaron el proyecto antivacunas) la peculiar síntesis sigue en pie.
Tal vez lo que opere como ligadura de esta mezcla es el economicismo como discurso de base. Éste es desplegado para legitimar el cambio en políticas que tienen que ver con la población pobre y vulnerable: sostiene que es necesario reducir la asistencia del Estado porque ésta genera acostumbramiento en la pobreza. El mejor ejemplo es el del viceministro de Desarrollo Social, Carlos Badino, quien afirmó que “los Down pueden trabajar” para justificar la suspensión abrupta de las pensiones para personas con discapacidad. Es este el ministerio que contrató a Patricio Villalonga, un economista y ex gerente de Socma, para dar cursos en “mística cuántica” a sus empleados y empleadas.
¿Cómo interpretar esta mezcla? Lo primero que aparece es un grado de antiestatismo y más aún la desconfianza a lo público y lo colectivo. El Estado ya no sería el benevolente garante de derechos sino un ente represor de la individualidad. También aparece un rechazo a una idea fuerte de comunidad. Llevada al extremo, en esta visión de mundo no existiría ni una responsabilidad comunitaria de asistir a quien está en una situación desfavorecida (salvo en un mínimo absoluto) ni el deber de asumir conductas que pueden generar una molestia individual pero que son necesarias para el bienestar colectivo.
Esto no es incompatible con la religiosidad católica más tradicional, en tanto ésta por una parte se imagina basada en una ley natural opuesta a la racionalidad científica moderna (en esto se toca con lo new age) y por la otra no tiene problemas en aceptar una dosis alta de desigualdad social (en este ángulo se toca con el economicismo). Se llega así a un sincretismo que pone el foco en sentirse bien con uno mismo, en los proyectos individuales, en aceptar las cosas como son “sin drama” –y que le pide a los otros, tal vez menos favorecidos, que también lo hagan–.
Así, esta identidad se recorta como algo distinto con respecto tanto al peronismo kirchnerista como al radicalismo tradicional. El radicalismo se ancló históricamente en una imagen de la Argentina como “república perdida” que exigía compromisos éticos y una vida de austeridad y sacrificio, dedicada a lo público. El peronismo nació de la modernidad industrial y el kirchnerismo se ancló en ella fuertemente: reclamó el mismo impulso racionalista y estatizante, con su propia visión tecnocrática. Desde el 2003 al 2015 construyó un discurso que quería legitimarse en cifras, de número de casas construidas, de vacunas incorporadas al calendario. En cambio, la coalición política que encabeza Mauricio Macri presenta a la sociedad una especie de ideología cuántica: una visión al mismo tiempo bienintencionada y narcisista, posmoderna y conservadora, moderna y antigua.
Estas tres propuestas tuvieron suerte dispar. El proyecto antivacunas se encontró con tal resistencia entre las asociaciones médicas relevantes, como las de pediatría, infectología e inmunología, que el interbloque de Cambiemos redactó un comunicado despegándose del mismo y de la diputada bonaerense que lo había presentado (fue además rechazado en fuertes términos tanto por la ministra de Salud de la Provincia de Buenos Aires como por el subsecretario de Estrategias de Atención y Salud Comunitaria del Ministerio de Salud de la Nación). El de homeopatía está en condiciones de avanzar, ya que fue respaldado por el número de firmantes requerido para enviar un proyecto a comisión. El que más se movió es el de libertad religiosa. Con inusitada celeridad, ya que el proyecto había ingresado el 12 de junio, el bloque de Cambiemos armó una sesión especial de comisión con representantes de varias religiones. Sin embargo, los diputados opositores lograron sostener la posición de que los cambios propuestos a la objeción de conciencia eran tan profundos que alteraban el armado constitucional, por lo que requerían consulta de la Comisión de Asuntos Constitucionales, ya que la objeción de conciencia planteada es tan amplia que implicaría que cualquier persona podría negarse, aduciendo motivos religiosos, a hacer casi cualquier cosa –desde hablar con una mujer a cara descubierta en un mostrador de atención estatal a recetar anticonceptivos en un hospital público–.
Resulta un tanto sorprendente esta nueva línea. Cuando asumió, desde dentro de Cambiemos dijeron que Mauricio Macri iba a representar el salto a la modernización tecnocrática de la Argentina. Se declaró un nuevo paradigma de gobierno que estaría caracterizado por el saber técnico, la modernización de estructuras perimidas, la transparencia, la posideología y el consenso. Se mostró un gabinete repleto de economistas, ingenieros y los CEO. Sin embargo, este espíritu modernizador y tecnocrático parece haberse combinado en la práctica sin problemas con la religiosidad católica y la espiritualidad new age. Por ejemplo, el ministro de Educación y ahora candidato a senador por Cambiemos en la Provincia de Buenos Aires difundió por redes sociales una fuerte imagen contra el aborto, mientras que el presidente ha declarado que medita y hace yoga. Aunque no es homogénea (como se dijo, miembros de Cambiemos rechazaron el proyecto antivacunas) la peculiar síntesis sigue en pie.
Tal vez lo que opere como ligadura de esta mezcla es el economicismo como discurso de base. Éste es desplegado para legitimar el cambio en políticas que tienen que ver con la población pobre y vulnerable: sostiene que es necesario reducir la asistencia del Estado porque ésta genera acostumbramiento en la pobreza. El mejor ejemplo es el del viceministro de Desarrollo Social, Carlos Badino, quien afirmó que “los Down pueden trabajar” para justificar la suspensión abrupta de las pensiones para personas con discapacidad. Es este el ministerio que contrató a Patricio Villalonga, un economista y ex gerente de Socma, para dar cursos en “mística cuántica” a sus empleados y empleadas.
¿Cómo interpretar esta mezcla? Lo primero que aparece es un grado de antiestatismo y más aún la desconfianza a lo público y lo colectivo. El Estado ya no sería el benevolente garante de derechos sino un ente represor de la individualidad. También aparece un rechazo a una idea fuerte de comunidad. Llevada al extremo, en esta visión de mundo no existiría ni una responsabilidad comunitaria de asistir a quien está en una situación desfavorecida (salvo en un mínimo absoluto) ni el deber de asumir conductas que pueden generar una molestia individual pero que son necesarias para el bienestar colectivo.
Esto no es incompatible con la religiosidad católica más tradicional, en tanto ésta por una parte se imagina basada en una ley natural opuesta a la racionalidad científica moderna (en esto se toca con lo new age) y por la otra no tiene problemas en aceptar una dosis alta de desigualdad social (en este ángulo se toca con el economicismo). Se llega así a un sincretismo que pone el foco en sentirse bien con uno mismo, en los proyectos individuales, en aceptar las cosas como son “sin drama” –y que le pide a los otros, tal vez menos favorecidos, que también lo hagan–.
Así, esta identidad se recorta como algo distinto con respecto tanto al peronismo kirchnerista como al radicalismo tradicional. El radicalismo se ancló históricamente en una imagen de la Argentina como “república perdida” que exigía compromisos éticos y una vida de austeridad y sacrificio, dedicada a lo público. El peronismo nació de la modernidad industrial y el kirchnerismo se ancló en ella fuertemente: reclamó el mismo impulso racionalista y estatizante, con su propia visión tecnocrática. Desde el 2003 al 2015 construyó un discurso que quería legitimarse en cifras, de número de casas construidas, de vacunas incorporadas al calendario. En cambio, la coalición política que encabeza Mauricio Macri presenta a la sociedad una especie de ideología cuántica: una visión al mismo tiempo bienintencionada y narcisista, posmoderna y conservadora, moderna y antigua.