Primer “disclaimer”. Estas líneas surgen de mi condición de promotor del biodiésel, muchos años antes de que se convirtiera en fuente de inversión y negocios. En consecuencia, lo que sigue no es lobby para ningún sector. Es antes que nada una reivindicación personal.
La industria aceitera argentina llegó al tema quince años después del primer grito. Desde aquel “Ponga un poroto en su tanque”, escrita en 1992, hasta la actualidad, con capacidad instalada para producir 3 millones de toneladas anuales de biodiésel, me tocó vivir los vaivenes de una industria fascinante. Significaba un nuevo mercado para los productos agrícolas, y nada menos que en el mundo de la energía renovable. Pegamos el grito muchos años antes del Protocolo de Kyoto y cuando el petróleo valía 12 dólares el barril.
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La decisión del gobierno de Trump, al imponer derechos de importación sorprendentemente elevados para el biodiésel argentino, tiene nombre y apellido: “industria vs. industria”. Un objetivo explicitado en las promesas de campaña del nuevo presidente de los Estados Unidos, así que es un claro paso en la dirección de proteger a los grupos de interés locales, frente a la producción de otros países o empresas más competitivas.
El argumento esgrimido por el Departamento de Comercio de los EEUU es el mismo que en su momento desplegó la Unión Europea para frenar al biodiésel argentino, que a pesar de haber superado todas las chicanas proteccionistas (exigencia de ser elaborado con “soja sustentable”, sin “cambio de uso de suelo”, con huella de carbono favorable), era imbatible. Le aplicaron entonces aranceles de importación del orden del 25%, suficientes para dejarlo fuera de combate.
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Pero ahora los muchachos de Trump decidieron gravarlo con derechos del 56 al 64%. Un exabrupto porque no hacía falta tanto, y que no sale de ningún cálculo serio. Clara señal de que el objetivo es marcar la cancha: “aquí no se vende otro biodiésel que el del farmer de Iowa ”. Pruebas al canto, fueron éstos quienes saludaron alborozados la decisión. Para esto lo habían votado.
El complejo agroindustrial sojero es el más competitivo del mundo. Su mayor ventaja es logística: el 80% de la producción de soja está en un radio de 200 km alrededor de los puertos del Paraná, con dragado suficiente para que ingresen los grandes buques graneleros a buscar la carga. Por algo allí se instalaron las plantas más grandes e integradas a nivel global, convirtiendo a la Argentina en el mayor exportador mundial de productos industriales basados en soja: harina, aceite, biodiésel y glicerina. Embarques por 20 mil millones de dólares anuales.
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Es más barato llegar desde Rosario a Nueva York, que desde el cinturón agrícola del Medio Oeste. Eso es lo que saben los farmers y quienes procesan su soja. Se anotaron un poroto, aunque seguramente efímero, porque este sinsentido se va a arreglar. El gobierno ya protestó y se espera una respuesta.
El argumento de que la Argentina subsidia a través de un diferencial arancelario es incorrecto. La cadena sojera argentina aporta al Estado 8.000 millones de dólares anuales por derechos de exportación. El biodiésel simplemente paga menos (tiene retenciones móviles) y se convirtió en una pequeña ventanita por la que el sector reduce su aporte en unos 200 millones de dólares anuales (es lo que se trasladaría al Estado si en lugar de exportar biodiésel, se exportara aceite).
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El escenario quedó así: los EEUU fabricarán lo que ahora se hacía en Argentina. Acá se exportará más aceite y a menor precio, porque ya había mucho. Habrá más harina de soja en EEUU, que volcarán al mercado internacional afectando el precio de este derivado, el principal producto de exportación de la Argentina (12 mil millones de dólares). Y perderemos el mercado cualitativo de la glicerina refinada, último eslabón de la cascada sojera.
Sí, es industria vs. industria.
La industria aceitera argentina llegó al tema quince años después del primer grito. Desde aquel “Ponga un poroto en su tanque”, escrita en 1992, hasta la actualidad, con capacidad instalada para producir 3 millones de toneladas anuales de biodiésel, me tocó vivir los vaivenes de una industria fascinante. Significaba un nuevo mercado para los productos agrícolas, y nada menos que en el mundo de la energía renovable. Pegamos el grito muchos años antes del Protocolo de Kyoto y cuando el petróleo valía 12 dólares el barril.
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El argumento esgrimido por el Departamento de Comercio de los EEUU es el mismo que en su momento desplegó la Unión Europea para frenar al biodiésel argentino, que a pesar de haber superado todas las chicanas proteccionistas (exigencia de ser elaborado con “soja sustentable”, sin “cambio de uso de suelo”, con huella de carbono favorable), era imbatible. Le aplicaron entonces aranceles de importación del orden del 25%, suficientes para dejarlo fuera de combate.
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El complejo agroindustrial sojero es el más competitivo del mundo. Su mayor ventaja es logística: el 80% de la producción de soja está en un radio de 200 km alrededor de los puertos del Paraná, con dragado suficiente para que ingresen los grandes buques graneleros a buscar la carga. Por algo allí se instalaron las plantas más grandes e integradas a nivel global, convirtiendo a la Argentina en el mayor exportador mundial de productos industriales basados en soja: harina, aceite, biodiésel y glicerina. Embarques por 20 mil millones de dólares anuales.
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El argumento de que la Argentina subsidia a través de un diferencial arancelario es incorrecto. La cadena sojera argentina aporta al Estado 8.000 millones de dólares anuales por derechos de exportación. El biodiésel simplemente paga menos (tiene retenciones móviles) y se convirtió en una pequeña ventanita por la que el sector reduce su aporte en unos 200 millones de dólares anuales (es lo que se trasladaría al Estado si en lugar de exportar biodiésel, se exportara aceite).
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Sí, es industria vs. industria.