Los magros resultados de las PASO para las distintas versiones del peronismo, tanto las kirchneristas como las moderadas y «renovadas», las del interior profundo y las de las grandes ciudades, dispararon una ola de alarma (y entusiasmo) sobre la crisis que atraviesa esa fuerza política. Agudos análisis han apuntado que sus problemas son, si no terminales, mucho más serios que la ocasional división de sus listas. Rodrigo Zarazaga postuló hace pocos días la existencia de una grieta social en las bases del otrora macizo movimiento que sería la causa última de los problemas de sus dirigentes para presentarse unidos. Y Juan Carlos Torre se pregunta, en un reciente artículo académico, si no está llegándole a ese partido «su 2001».
Es decir, si no está empezando a sufrir las consecuencias de una crisis que las demás fuerzas padecieron hace 15 años y de la que él zafó descargando en aquéllas los costos y la responsabilidad del desbarajuste, y luego disimulando la fractura social acumulada con masivas dosis de presupuesto público.
Una idea común a ambos autores es que, como la crisis social estuvo lejos de superarse, lo persiguió todos estos años hasta que la descomposición de la fórmula que el kirchnerismo usó para silenciarla permitió que lo alcanzara y empezara a cobrarse la cuenta. Conclusión: el peronismo enfrenta graves y duraderos problemas para ofrecer una alternativa y reconciliarse con sus bases, decepcionadas y divididas como nunca antes. Pero ¿será para tanto? Mejor desconfiar.
Primera cuestión: ¿cuán novedosas son realmente la heterogeneidad y las tensiones que atraviesan a las bases peronistas? ¿No viene siendo acaso así desde hace décadas, tal vez desde sus mismos orígenes?
Es cierto que, como dice Torre, la sociedad salarial abarcaba a muchos más que ahora entre los años 40 y los 70. Pero también entonces había marcadas diferencias entre los viejos y nuevos asalariados, entre los de distintas regiones del país, entre empleados de cuello blanco y trabajadores de overol, y el peronismo siempre se las ingenió para ser el puente entre todos ellos.
¿Qué ha cambiado? Que ahora, en verdad desde hace dos o tres décadas, la tensión es entre sindicalizados, informales y desocupados. Igual el peronismo se las ingenió para seguir uniendo lo diverso durante los años 90 y en la última década. Incluso para disimular el hecho cada vez más evidente de que lo que mantiene segregados del mercado de trabajo a los informales y desempleados es en gran medida un modelo laboral y sindical, de tan oneroso, rígido y excluyente.
No parece que esta peculiar ley del gallinero vigente entre nosotros haya entrado tampoco en crisis por el ocaso del kirchnerismo. ¿Hay alguna evidencia de que, por ejemplo, los sindicalizados votan más a Massa y los informales y desocupados a Cristina? No. Tampoco la hay de que la pérdida de control del Estado nacional dañara la solidaridad peronista, que permite a piqueteros y sindicalistas cooperar para enfrentar unidos al «gobierno neoliberal y su ajuste»: la coincidencia de Moyano y Grabois en recientes protestas contra la mera insinuación de una reforma laboral (más allá de los palazos que se propinaron entre sí algunos de sus seguidores, usando al efecto para mayor vergüenza cruces conmemorativas de los muertos en las Malvinas) habla a las claras de esta lozana y de seguro perdurable convergencia de intereses. Sostenida no en una condición objetivamente «popular» de éstos, sino en el potente rol político y social del peronismo.
Segunda cuestión, la capacidad de atracción del polo no peronista. Ya durante el alfonsinismo se discutió mucho sobre los obreros decepcionados con el peronismo que lograba seducir el nuevo gobierno. Ahora se habla incluso de rebelión antipopulista, de una nueva competencia electoral en los barrios más pobres del conurbano, y algún dato hay de que las cosas allí se mueven. Si Macri sigue defendiendo con buen tino la posición que conquistó en el centro político, hasta aquí su principal logro, y se impone la tesis de Vidal de que todos los votos están en disputa -pues no hay santuario ni núcleo duro que resistan las cada vez más abundante evidencia de que el peronismo, para los pobres, ha equivalido a resignación, reproducción conservadora de su condición-, esos cambios pueden avanzar. Pero ¿hasta dónde?
Por ahora son sólo esbozos. Ingreso y nivel educativo siguen siendo los predictores más exactos del comportamiento electoral, no sólo en el conurbano, en todo el país. Con tantos años de sedimentación de subculturas escindidas, ¿podrá el macrismo penetrar más profunda y duraderamente de lo que lo hizo Alfonsín en el mundo de la pobreza? Algunos de sus referentes no parecen convencidos de que siquiera valga la pena intentarlo: de allí que hablen de «voto duro» y «voto blando», como si fueran conjuntos estancos, espacial y demográficamente separados.
Por otro lado, nada indica que los líderes peronistas vayan a dejarse desangrar sin resistir. Antes bien, lo más probable es que la consolidación del oficialismo los estimule a reagruparse, simplemente por una cuestión de supervivencia. Y si algo sabe el peronismo es eso, sobrevivir. Lo que nos plantea la tercera y decisiva cuestión: ¿podrá reagruparse aun en la derrota y lo intentará colaborando más que hasta aquí o complicándole la vida al Gobierno?
Es cierto que los problemas que enfrenta son graves y lo aquejarán por más tiempo que en los años 80, y mucho más que en los 2000, retrasando su renovación. Porque la ausencia de una crisis que facilite la transición a la nueva etapa no sólo complica la gestión de Macri, también dificulta a los peronistas la tarea de soltar el lastre acumulado durante 12 años. Porque la líder saliente puede resistir su completa jubilación al tener base no en la lejana La Rioja, sino en el decisivo y masivo conurbano. Y finalmente porque los renovadores no cuentan con figuras nacionales ya instaladas y compartidas ni con muchos espacios comunes en los que sentarse a negociar; renunciaron a ambos durante los años de hegemonía kirchnerista y recuperarlos les va a costar.
La competitividad del peronismo, de todos modos, no dependerá tanto de esos factores como de la disposición de la sociedad. ¿Es cierto que ella ya se cansó de las ambigüedades y el oportunismo peronistas? No tanto. Buena parte seguramente no tendrá problema en seguir recurriendo a ellos para defenderse de la incertidumbre y los costos al menos iniciales del cambio que empuja Macri por más que tampoco compre la pueril idea de la «conquista de derechos» con que se vuelve a pintar de dorado los años pasados.
De allí que si el macrismo no logra ofrecer pronto mejoras sensibles, difícilmente deje de ser una primera minoría de clases medias, que a la primera de cambio caería derrotada por quien reuniera a las heterogéneas masas disconformes y temerosas detrás de soluciones ya gastadas, pero igual preferidas por eso de lo malo conocido: un Estado dispendioso, precios distorsionados, y a tapar los agujeros para estirar las cosas lo más posible. ¿Por qué esa visión inmediatista y conservadora va a dejar de gravitar en las masas, si sigue haciéndolo en buena parte de las elites? No tiene lógica esperarlo.
¿Y dónde podrían converger esas heterogéneas resistencias al cambio si no en el viejo e incombustible PJ? Después de octubre lo encontraremos recogiendo a los heridos sin pedirles explicaciones. Gracias a que Cambiemos seguramente les habrá hecho el favor de derrotar a Cristina, qué se hayan dicho Massa, Randazzo, Espinoza e Insaurralde al respecto poco va a importar. Actitud que, convengamos, ha sido siempre una de sus grandes virtudes: les permite prepararse, desafiantes, para las siguientes batallas legislativas y electorales. Si hasta la propia Cristina empieza a reperonizarse: muchos dan por hecho que su convivencia en el Senado con Pichetto será imposible, pero ¿y si nos vuelven a sorprender y encuentran la forma de jugar al policía bueno y el policía malo? Como sea, esperar de esta gente un repliegue para encarar una resignada autocrítica o, más todavía, una mano tendida a la colaboración sin estrictas o hasta impagables condiciones sería el sumun de la ingenuidad. Y una vía para desaprovechar la luz de ventaja que el oficialismo parece camino de consolidar.
Es decir, si no está empezando a sufrir las consecuencias de una crisis que las demás fuerzas padecieron hace 15 años y de la que él zafó descargando en aquéllas los costos y la responsabilidad del desbarajuste, y luego disimulando la fractura social acumulada con masivas dosis de presupuesto público.
Una idea común a ambos autores es que, como la crisis social estuvo lejos de superarse, lo persiguió todos estos años hasta que la descomposición de la fórmula que el kirchnerismo usó para silenciarla permitió que lo alcanzara y empezara a cobrarse la cuenta. Conclusión: el peronismo enfrenta graves y duraderos problemas para ofrecer una alternativa y reconciliarse con sus bases, decepcionadas y divididas como nunca antes. Pero ¿será para tanto? Mejor desconfiar.
Primera cuestión: ¿cuán novedosas son realmente la heterogeneidad y las tensiones que atraviesan a las bases peronistas? ¿No viene siendo acaso así desde hace décadas, tal vez desde sus mismos orígenes?
Es cierto que, como dice Torre, la sociedad salarial abarcaba a muchos más que ahora entre los años 40 y los 70. Pero también entonces había marcadas diferencias entre los viejos y nuevos asalariados, entre los de distintas regiones del país, entre empleados de cuello blanco y trabajadores de overol, y el peronismo siempre se las ingenió para ser el puente entre todos ellos.
¿Qué ha cambiado? Que ahora, en verdad desde hace dos o tres décadas, la tensión es entre sindicalizados, informales y desocupados. Igual el peronismo se las ingenió para seguir uniendo lo diverso durante los años 90 y en la última década. Incluso para disimular el hecho cada vez más evidente de que lo que mantiene segregados del mercado de trabajo a los informales y desempleados es en gran medida un modelo laboral y sindical, de tan oneroso, rígido y excluyente.
No parece que esta peculiar ley del gallinero vigente entre nosotros haya entrado tampoco en crisis por el ocaso del kirchnerismo. ¿Hay alguna evidencia de que, por ejemplo, los sindicalizados votan más a Massa y los informales y desocupados a Cristina? No. Tampoco la hay de que la pérdida de control del Estado nacional dañara la solidaridad peronista, que permite a piqueteros y sindicalistas cooperar para enfrentar unidos al «gobierno neoliberal y su ajuste»: la coincidencia de Moyano y Grabois en recientes protestas contra la mera insinuación de una reforma laboral (más allá de los palazos que se propinaron entre sí algunos de sus seguidores, usando al efecto para mayor vergüenza cruces conmemorativas de los muertos en las Malvinas) habla a las claras de esta lozana y de seguro perdurable convergencia de intereses. Sostenida no en una condición objetivamente «popular» de éstos, sino en el potente rol político y social del peronismo.
Segunda cuestión, la capacidad de atracción del polo no peronista. Ya durante el alfonsinismo se discutió mucho sobre los obreros decepcionados con el peronismo que lograba seducir el nuevo gobierno. Ahora se habla incluso de rebelión antipopulista, de una nueva competencia electoral en los barrios más pobres del conurbano, y algún dato hay de que las cosas allí se mueven. Si Macri sigue defendiendo con buen tino la posición que conquistó en el centro político, hasta aquí su principal logro, y se impone la tesis de Vidal de que todos los votos están en disputa -pues no hay santuario ni núcleo duro que resistan las cada vez más abundante evidencia de que el peronismo, para los pobres, ha equivalido a resignación, reproducción conservadora de su condición-, esos cambios pueden avanzar. Pero ¿hasta dónde?
Por ahora son sólo esbozos. Ingreso y nivel educativo siguen siendo los predictores más exactos del comportamiento electoral, no sólo en el conurbano, en todo el país. Con tantos años de sedimentación de subculturas escindidas, ¿podrá el macrismo penetrar más profunda y duraderamente de lo que lo hizo Alfonsín en el mundo de la pobreza? Algunos de sus referentes no parecen convencidos de que siquiera valga la pena intentarlo: de allí que hablen de «voto duro» y «voto blando», como si fueran conjuntos estancos, espacial y demográficamente separados.
Por otro lado, nada indica que los líderes peronistas vayan a dejarse desangrar sin resistir. Antes bien, lo más probable es que la consolidación del oficialismo los estimule a reagruparse, simplemente por una cuestión de supervivencia. Y si algo sabe el peronismo es eso, sobrevivir. Lo que nos plantea la tercera y decisiva cuestión: ¿podrá reagruparse aun en la derrota y lo intentará colaborando más que hasta aquí o complicándole la vida al Gobierno?
Es cierto que los problemas que enfrenta son graves y lo aquejarán por más tiempo que en los años 80, y mucho más que en los 2000, retrasando su renovación. Porque la ausencia de una crisis que facilite la transición a la nueva etapa no sólo complica la gestión de Macri, también dificulta a los peronistas la tarea de soltar el lastre acumulado durante 12 años. Porque la líder saliente puede resistir su completa jubilación al tener base no en la lejana La Rioja, sino en el decisivo y masivo conurbano. Y finalmente porque los renovadores no cuentan con figuras nacionales ya instaladas y compartidas ni con muchos espacios comunes en los que sentarse a negociar; renunciaron a ambos durante los años de hegemonía kirchnerista y recuperarlos les va a costar.
La competitividad del peronismo, de todos modos, no dependerá tanto de esos factores como de la disposición de la sociedad. ¿Es cierto que ella ya se cansó de las ambigüedades y el oportunismo peronistas? No tanto. Buena parte seguramente no tendrá problema en seguir recurriendo a ellos para defenderse de la incertidumbre y los costos al menos iniciales del cambio que empuja Macri por más que tampoco compre la pueril idea de la «conquista de derechos» con que se vuelve a pintar de dorado los años pasados.
De allí que si el macrismo no logra ofrecer pronto mejoras sensibles, difícilmente deje de ser una primera minoría de clases medias, que a la primera de cambio caería derrotada por quien reuniera a las heterogéneas masas disconformes y temerosas detrás de soluciones ya gastadas, pero igual preferidas por eso de lo malo conocido: un Estado dispendioso, precios distorsionados, y a tapar los agujeros para estirar las cosas lo más posible. ¿Por qué esa visión inmediatista y conservadora va a dejar de gravitar en las masas, si sigue haciéndolo en buena parte de las elites? No tiene lógica esperarlo.
¿Y dónde podrían converger esas heterogéneas resistencias al cambio si no en el viejo e incombustible PJ? Después de octubre lo encontraremos recogiendo a los heridos sin pedirles explicaciones. Gracias a que Cambiemos seguramente les habrá hecho el favor de derrotar a Cristina, qué se hayan dicho Massa, Randazzo, Espinoza e Insaurralde al respecto poco va a importar. Actitud que, convengamos, ha sido siempre una de sus grandes virtudes: les permite prepararse, desafiantes, para las siguientes batallas legislativas y electorales. Si hasta la propia Cristina empieza a reperonizarse: muchos dan por hecho que su convivencia en el Senado con Pichetto será imposible, pero ¿y si nos vuelven a sorprender y encuentran la forma de jugar al policía bueno y el policía malo? Como sea, esperar de esta gente un repliegue para encarar una resignada autocrítica o, más todavía, una mano tendida a la colaboración sin estrictas o hasta impagables condiciones sería el sumun de la ingenuidad. Y una vía para desaprovechar la luz de ventaja que el oficialismo parece camino de consolidar.