La Corte Suprema examina en estos días el reclamo de un conjunto de ONG de Salta, por la discriminación de niños no católicos en las escuelas públicas, donde la enseñanza de la doctrina católica es obligatoria. Reclaman por la igualdad de derechos y contra la discriminación de los ciudadanos. El caso, sin embargo, llama la atención sobre el papel de la Iglesia Católica en la enseñanza pública y, más en general, sobre un cierto avance del clericalismo, entendido como la prerrogativa asumida por los clérigos de dirigir los asuntos públicos.
El tema, que no es exclusivo de la Iglesia Católica, animó en el occidente medieval la lucha entre el imperio y el papado. En el siglo XIX, la consolidación de los modernos Estados centró esos conflictos en cuestiones concretas, como el matrimonio civil, que remitían al lugar de Dios en un Estado secularizado. En 1870 el papado, encerrado en el Vaticano, declaró que la Iglesia universal era una «fortaleza sitiada». Con esa clave, los católicos del mundo explicaron la situación de la Iglesia en cada uno de sus países.
En la Argentina no hubo «Iglesia sitiada». Por el contrario, desde la Organización Nacional la Iglesia creció pari passu con el Estado que la sostenía. Las zonas de conflicto se fueron dirimiendo, aunque, a diferencia de los vecinos Uruguay y Chile, no se llegó a la separación completa de Iglesia y Estado, y muchas cuestiones quedaron sin resolver.
Los desencuentros interpretativos fueron grandes en el tema educativo. Según los católicos, el Estado monopolizó la educación, excluyendo a la Iglesia, educadora natural. Pero la Constitución de 1853 había garantizado la libertad de enseñanza, y siempre hubo una variedad de ofertas educativas, religiosas, étnicas o simplemente privadas. El Estado creó su propio sistema educativo y compitió exitosamente con los privados en un mercado abierto, ofreciendo gratuidad, excelencia y un laicismo bien visto en una sociedad abierta, móvil, integrativa y plural. Tampoco se abandonó el principio federal, pues la ley 1420, basada en la «escuela de Sarmiento» de la provincia de Buenos Aires, rigió sólo en la Capital Federal y en los territorios nacionales.
En el siglo XX el papado cambió el tono. Pío X se propuso «restaurar a Cristo en todas las cosas» y Pío XI postuló: «Cristo vence, reina y manda». La «Iglesia triunfante» se aprestaba a reconquistar la sociedad y el Estado. En la Argentina ese programa cobró vida pública en los años 30. El Estado incrementó sus apoyos, se multiplicaron obispados y parroquias y la Acción Católica organizó a sus militantes. Mientras los católicos ganaban las calles, los capellanes castrenses conquistaron la imaginación de los militares. Una cruzada impondría la nación católica, marginando a quienes eran ajenos a ella. En 1943 el objetivo pareció logrado, cuando el gobierno militar impuso en todas las escuelas del Estado la enseñanza religiosa, ya presente en muchas provincias. Previamente, católicos y nacionalistas habían denigrado largamente la escuela laica y su emblema, Sarmiento.
Del régimen de 1943 surgió el peronismo, que renovó los pactos con la Iglesia, aseguró la enseñanza religiosa e hizo suya la Doctrina Social católica. El corporativismo de la encíclica Quadragesimo Anno inspiró la doctrina justicialista de la Comunidad Organizada. Era parecida al reino de Cristo, pero a la vez diferente, en parte por el estilo modernizador del peronismo, pero sobre todo por la inevitable colisión entre el peronismo y la Iglesia, dos instituciones unanimistas y aspirantes a conducir la unanimidad.
La relación con Perón terminó muy mal. Los sueños del reinado de Cristo alentaron a quienes apoyaron al general Onganía en su lucha contra la subversiva modernidad y en pro de una sociedad comunitaria; también inspiraron a quienes proclamaron que la violencia del pueblo conduciría al triunfo de Cristo encarnado. Ambos grupos de católicos compartían un ideal: un mundo en el que los clérigos construyen el reino de Dios en la Tierra.
Entre esos dos extremos, el grueso de la Iglesia optó por salir del centro de la escena y comportarse como un actor corporativo más -como los sindicalistas, los empresarios o los militares-, organizado para presionar al Estado y obtener algunos objetivos en campos acotados: las costumbres modernas, la mediación en los conflictos sociales y la educación.
En su larga lucha contra la pecaminosa «vida moderna», pese a algunos éxitos circunstanciales, la Iglesia viene retrocediendo en una sociedad crecientemente secularizada. Su lucha sin desmayos sólo le permite retrasar la aprobación legal de cambios ya aceptados por la sociedad, incluidos los católicos, como ocurrió con el divorcio.
En cambio, la Iglesia viene triunfando en su pretensión de ser la gran mediadora en los conflictos sociales. En tiempos del anticomunismo, la mediación de un sacerdote garantizaba que quienes protestaban no eran subversivos. Desde 2001 la Iglesia fue la convocante natural de las grandes mesas de consenso, suerte de eucaristía donde los problemas se solucionarían sobre la base de una creencia compartida, regulada por el privilegiado mediador.
La idea no carece de mérito en un país enfermo de facciosidad. Pero no es la única posible, y probablemente no es la que dé resultados más sólidos. En una sociedad los conflictos son muchos, sus protagonistas son diferentes y cada acuerdo es específico. Sobre todo, porque son conflictos reales y no meros malentendidos. Deben explicitarse, discutirse y dirimirse, y cada acuerdo resultará de una transacción en la que se cede, se gana y se van ajustando las opiniones.
En materia de educación, luego de la decepcionante imposición manu militari de la unidad en la fe, la Iglesia eligió un perfil más bajo. Multiplicó sus escuelas confesionales y presionó al Estado para que las sostuviera adecuadamente, un beneficio que también alcanzó a otras confesiones y a emprendedores privados, que en conjunto compensaron el deterioro vertiginoso de la escuela estatal. A la vez, su avance sobre las escuelas públicas se desarrolló en provincias lejanas del núcleo del debate público y donde su influencia local era mayor. Son muchas las que introdujeron la enseñanza obligatoria de la doctrina católica, que el caso de Salta pone en debate. Hoy el modesto y deteriorado sistema público es la única opción para quienes no pueden pagar otra educación. Y para ellos, en esas provincias la única opción es confesional. Una modesta realización, al fin, del reino de Dios en la Tierra.
Visto en conjunto, el avance actual del clericalismo es inquietante. Lo es para quienes desconfían de todos los unanimismos y apuestan a consolidar un terreno público plural y pluralista. En el mundo del catolicismo hay corrientes de opinión diferentes. Algunos se lamentan del clericalismo y están convencidos de que un apartamiento del Estado -y aun una renuncia a su sostén- redundaría en favor de una espiritualidad más auténtica y responsable. Creo que así todos viviríamos mejor.
Historiador
El tema, que no es exclusivo de la Iglesia Católica, animó en el occidente medieval la lucha entre el imperio y el papado. En el siglo XIX, la consolidación de los modernos Estados centró esos conflictos en cuestiones concretas, como el matrimonio civil, que remitían al lugar de Dios en un Estado secularizado. En 1870 el papado, encerrado en el Vaticano, declaró que la Iglesia universal era una «fortaleza sitiada». Con esa clave, los católicos del mundo explicaron la situación de la Iglesia en cada uno de sus países.
En la Argentina no hubo «Iglesia sitiada». Por el contrario, desde la Organización Nacional la Iglesia creció pari passu con el Estado que la sostenía. Las zonas de conflicto se fueron dirimiendo, aunque, a diferencia de los vecinos Uruguay y Chile, no se llegó a la separación completa de Iglesia y Estado, y muchas cuestiones quedaron sin resolver.
Los desencuentros interpretativos fueron grandes en el tema educativo. Según los católicos, el Estado monopolizó la educación, excluyendo a la Iglesia, educadora natural. Pero la Constitución de 1853 había garantizado la libertad de enseñanza, y siempre hubo una variedad de ofertas educativas, religiosas, étnicas o simplemente privadas. El Estado creó su propio sistema educativo y compitió exitosamente con los privados en un mercado abierto, ofreciendo gratuidad, excelencia y un laicismo bien visto en una sociedad abierta, móvil, integrativa y plural. Tampoco se abandonó el principio federal, pues la ley 1420, basada en la «escuela de Sarmiento» de la provincia de Buenos Aires, rigió sólo en la Capital Federal y en los territorios nacionales.
En el siglo XX el papado cambió el tono. Pío X se propuso «restaurar a Cristo en todas las cosas» y Pío XI postuló: «Cristo vence, reina y manda». La «Iglesia triunfante» se aprestaba a reconquistar la sociedad y el Estado. En la Argentina ese programa cobró vida pública en los años 30. El Estado incrementó sus apoyos, se multiplicaron obispados y parroquias y la Acción Católica organizó a sus militantes. Mientras los católicos ganaban las calles, los capellanes castrenses conquistaron la imaginación de los militares. Una cruzada impondría la nación católica, marginando a quienes eran ajenos a ella. En 1943 el objetivo pareció logrado, cuando el gobierno militar impuso en todas las escuelas del Estado la enseñanza religiosa, ya presente en muchas provincias. Previamente, católicos y nacionalistas habían denigrado largamente la escuela laica y su emblema, Sarmiento.
Del régimen de 1943 surgió el peronismo, que renovó los pactos con la Iglesia, aseguró la enseñanza religiosa e hizo suya la Doctrina Social católica. El corporativismo de la encíclica Quadragesimo Anno inspiró la doctrina justicialista de la Comunidad Organizada. Era parecida al reino de Cristo, pero a la vez diferente, en parte por el estilo modernizador del peronismo, pero sobre todo por la inevitable colisión entre el peronismo y la Iglesia, dos instituciones unanimistas y aspirantes a conducir la unanimidad.
La relación con Perón terminó muy mal. Los sueños del reinado de Cristo alentaron a quienes apoyaron al general Onganía en su lucha contra la subversiva modernidad y en pro de una sociedad comunitaria; también inspiraron a quienes proclamaron que la violencia del pueblo conduciría al triunfo de Cristo encarnado. Ambos grupos de católicos compartían un ideal: un mundo en el que los clérigos construyen el reino de Dios en la Tierra.
Entre esos dos extremos, el grueso de la Iglesia optó por salir del centro de la escena y comportarse como un actor corporativo más -como los sindicalistas, los empresarios o los militares-, organizado para presionar al Estado y obtener algunos objetivos en campos acotados: las costumbres modernas, la mediación en los conflictos sociales y la educación.
En su larga lucha contra la pecaminosa «vida moderna», pese a algunos éxitos circunstanciales, la Iglesia viene retrocediendo en una sociedad crecientemente secularizada. Su lucha sin desmayos sólo le permite retrasar la aprobación legal de cambios ya aceptados por la sociedad, incluidos los católicos, como ocurrió con el divorcio.
En cambio, la Iglesia viene triunfando en su pretensión de ser la gran mediadora en los conflictos sociales. En tiempos del anticomunismo, la mediación de un sacerdote garantizaba que quienes protestaban no eran subversivos. Desde 2001 la Iglesia fue la convocante natural de las grandes mesas de consenso, suerte de eucaristía donde los problemas se solucionarían sobre la base de una creencia compartida, regulada por el privilegiado mediador.
La idea no carece de mérito en un país enfermo de facciosidad. Pero no es la única posible, y probablemente no es la que dé resultados más sólidos. En una sociedad los conflictos son muchos, sus protagonistas son diferentes y cada acuerdo es específico. Sobre todo, porque son conflictos reales y no meros malentendidos. Deben explicitarse, discutirse y dirimirse, y cada acuerdo resultará de una transacción en la que se cede, se gana y se van ajustando las opiniones.
En materia de educación, luego de la decepcionante imposición manu militari de la unidad en la fe, la Iglesia eligió un perfil más bajo. Multiplicó sus escuelas confesionales y presionó al Estado para que las sostuviera adecuadamente, un beneficio que también alcanzó a otras confesiones y a emprendedores privados, que en conjunto compensaron el deterioro vertiginoso de la escuela estatal. A la vez, su avance sobre las escuelas públicas se desarrolló en provincias lejanas del núcleo del debate público y donde su influencia local era mayor. Son muchas las que introdujeron la enseñanza obligatoria de la doctrina católica, que el caso de Salta pone en debate. Hoy el modesto y deteriorado sistema público es la única opción para quienes no pueden pagar otra educación. Y para ellos, en esas provincias la única opción es confesional. Una modesta realización, al fin, del reino de Dios en la Tierra.
Visto en conjunto, el avance actual del clericalismo es inquietante. Lo es para quienes desconfían de todos los unanimismos y apuestan a consolidar un terreno público plural y pluralista. En el mundo del catolicismo hay corrientes de opinión diferentes. Algunos se lamentan del clericalismo y están convencidos de que un apartamiento del Estado -y aun una renuncia a su sostén- redundaría en favor de una espiritualidad más auténtica y responsable. Creo que así todos viviríamos mejor.
Historiador