Desde 1983 cambiaron muchas cosas en la Argentina. Sin embargo, si uno mira sólo los cambios bruscos que tuvo nuestra historia política (que fueron varios) se pierde la posibilidad de detectar las continuidades que, como finos hilos de acero, hilvanan la persistencia terca pero esperanzada de la democracia argentina. El alto porcentaje de voto y de involucramiento ciudadano es una de esas continuidades. Pero vale la pena concentrarse en la que es tal vez la más fuerte de estas hebras: la fuerte creencia social en lo que podría llamarse una idea de ciudadanía democrática basada en la solidaridad con la víctima.
Desde 1983 se mantuvo una constante: cuando algún caso de victimización de personas concretas, con nombre y apellido, logró llegar a la conciencia social amplia, la gran mayoría de las veces ésta terminó generando una corriente de solidaridad inmensa, que incluyó (y esto es clave) movilizaciones.
Sucedió esto con María Soledad Morales, Teresa Rodríguez, Omar Carrasco (aunque en este caso no hubo marchas), José Luis Cabezas, Miguel Bru y Luciano Arruga, Carlos Fuentealba, Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, Axel Blumberg, con los muertos en el incendio de República Cromañón, las víctimas del choque de trenes de Once, Anahí Benítez y las mujeres asesinadas.
Hoy vemos esa solidaridad extendida en el caso de la desaparición (probablemente forzada) de Santiago Maldonado.
Sin embargo, la solidaridad no es el dato más importante. Las grandes tragedias siempre concitan, en la era de las comunicaciones de masas, corrientes de simpatía con las víctimas. Lo clave del caso argentino es la politización de esa solidaridad.
Se trata de politización de las explicaciones y demandas de todos los actores involucrados. Se presentan siempre en términos abiertamente políticos, es decir, universales. La familia de María Soledad no sólo pedía por el esclarecimiento del crimen de su hija, sino que demandaba el fin de un gobierno; los padres de las víctimas en Cromañón no sólo pedían la prisión de Chabán sino que lograron el juicio político del jefe de Gobierno y la prisión de funcionarios.
Es decir, lo que se articula en todos estos casos es un discurso que inmediatamente y de manera muy intuitiva, poco académica pero potente, pone en relación una tragedia personal con una falla en el efectivo cumplimiento de los derechos humanos no sólo de esa o esas personas sino de la ciudadanía toda.
En tanto se trata de ciudadanía, el blanco de este discurso es siempre el Estado como garante de derechos. Aun en el caso de las marchas convocadas por Blumberg hay que resaltar que en ellas se pedía, al fin y al cabo, alteraciones en el Código Penal y que la discusión se retomó en el Congreso.
Pero falta una clave más. Duhalde intentó la reforma integral de la Bonaerense, luego del caso Cabezas, a pesar de que la había definido como “la mejor policía del mundo”. Él mismo debió anunciar que no buscaría ser elegido presidente luego de los asesinatos de puente Pueyrredón. Cromañón culminó en juicio político, cárcel para funcionarios y reformas al sistema de habilitaciones comerciales de CABA.
El caso de Omar Carrasco generó el fin del servicio militar obligatorio en la Argentina.
Universal y concreto
Con mayor o menor celeridad, arrastrando los pies, en todos los casos la idea es que frente a cierto tipo de demandas y movilizaciones algo hay que hacer.
Sin duda alguna esta especie de concepción derechos humanos intuitiva se enraíza en la experiencia y discurso de la lucha contra la dictadura de los organismos de derechos humanos.
Es universal porque es reconocida ampliamente por la ciudadanía y actores políticos.
Es concreto, sin embargo, porque su legitimidad se ancla no sólo en principios constitucionales abstractos sino en la experiencia sufriente de personas con un rostro y un nombre. Nos une la solidaridad concreta, pero le demandamos su cumplimiento al Estado de derecho.
Esta continuidad del universal concreto hoy está puesta en tensión.
En la reticencia de funcionarios nacionales de aclarar el involucramiento estatal en el destino de Maldonado, en la represión a la movilización del viernes pasado, en la acción de famosos comunicadores sociales que igualan protesta con una declaración de guerra, subyace un intento de debilitar el hilo que conecta las aspiraciones de la democracia argentina de 1983. Sin embargo, el hilo resistirá.
*Politóloga y profesora de la sede Alto Valle de la Universidad Nacional de Río Negro
Desde 1983 se mantuvo una constante: cuando algún caso de victimización de personas concretas, con nombre y apellido, logró llegar a la conciencia social amplia, la gran mayoría de las veces ésta terminó generando una corriente de solidaridad inmensa, que incluyó (y esto es clave) movilizaciones.
Sucedió esto con María Soledad Morales, Teresa Rodríguez, Omar Carrasco (aunque en este caso no hubo marchas), José Luis Cabezas, Miguel Bru y Luciano Arruga, Carlos Fuentealba, Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, Axel Blumberg, con los muertos en el incendio de República Cromañón, las víctimas del choque de trenes de Once, Anahí Benítez y las mujeres asesinadas.
Hoy vemos esa solidaridad extendida en el caso de la desaparición (probablemente forzada) de Santiago Maldonado.
Sin embargo, la solidaridad no es el dato más importante. Las grandes tragedias siempre concitan, en la era de las comunicaciones de masas, corrientes de simpatía con las víctimas. Lo clave del caso argentino es la politización de esa solidaridad.
Se trata de politización de las explicaciones y demandas de todos los actores involucrados. Se presentan siempre en términos abiertamente políticos, es decir, universales. La familia de María Soledad no sólo pedía por el esclarecimiento del crimen de su hija, sino que demandaba el fin de un gobierno; los padres de las víctimas en Cromañón no sólo pedían la prisión de Chabán sino que lograron el juicio político del jefe de Gobierno y la prisión de funcionarios.
Es decir, lo que se articula en todos estos casos es un discurso que inmediatamente y de manera muy intuitiva, poco académica pero potente, pone en relación una tragedia personal con una falla en el efectivo cumplimiento de los derechos humanos no sólo de esa o esas personas sino de la ciudadanía toda.
En tanto se trata de ciudadanía, el blanco de este discurso es siempre el Estado como garante de derechos. Aun en el caso de las marchas convocadas por Blumberg hay que resaltar que en ellas se pedía, al fin y al cabo, alteraciones en el Código Penal y que la discusión se retomó en el Congreso.
Pero falta una clave más. Duhalde intentó la reforma integral de la Bonaerense, luego del caso Cabezas, a pesar de que la había definido como “la mejor policía del mundo”. Él mismo debió anunciar que no buscaría ser elegido presidente luego de los asesinatos de puente Pueyrredón. Cromañón culminó en juicio político, cárcel para funcionarios y reformas al sistema de habilitaciones comerciales de CABA.
El caso de Omar Carrasco generó el fin del servicio militar obligatorio en la Argentina.
Universal y concreto
Con mayor o menor celeridad, arrastrando los pies, en todos los casos la idea es que frente a cierto tipo de demandas y movilizaciones algo hay que hacer.
Sin duda alguna esta especie de concepción derechos humanos intuitiva se enraíza en la experiencia y discurso de la lucha contra la dictadura de los organismos de derechos humanos.
Es universal porque es reconocida ampliamente por la ciudadanía y actores políticos.
Es concreto, sin embargo, porque su legitimidad se ancla no sólo en principios constitucionales abstractos sino en la experiencia sufriente de personas con un rostro y un nombre. Nos une la solidaridad concreta, pero le demandamos su cumplimiento al Estado de derecho.
Esta continuidad del universal concreto hoy está puesta en tensión.
En la reticencia de funcionarios nacionales de aclarar el involucramiento estatal en el destino de Maldonado, en la represión a la movilización del viernes pasado, en la acción de famosos comunicadores sociales que igualan protesta con una declaración de guerra, subyace un intento de debilitar el hilo que conecta las aspiraciones de la democracia argentina de 1983. Sin embargo, el hilo resistirá.
*Politóloga y profesora de la sede Alto Valle de la Universidad Nacional de Río Negro