En los últimos tiempos se viene planteando, desde distintos medios y espacios de opinión, una serie de interrogantes sobre la situación presente y futura del peronismo. Por lo general, esos análisis y comentarios parten de las ideas de crisis y fragmentación, para preguntar sobre las posibilidades de superarlas.
En las siguientes reflexiones invito a abordar estos temas, que atañen tanto al movimiento peronista como al conjunto de los argentinos.
La cohesión del peronismo. A veces con análisis certeros, otras no tanto, muchos se preguntan si, estando fuera del gobierno, el peronismo puede mantener su unidad, o si está condenando a dispersarse.
La desunión de las dirigencias, que no deja de ser un dato real, da pie a esa inquietud, pero hay también una cuota de exageración cuando se presenta a un peronismo hecho añicos y en estado de canibalización.
Es, por lo menos, una imagen distorsionada. Posiblemente no exista la cohesión “en estado puro” que quizás pretendan algunos, sin líneas internas ni contradicciones, pero sí la que se da y se ha dado siempre en el terreno de las luchas políticas, donde a veces se establecen alianzas que pueden desconcertar a los analistas de laboratorio.
Probablemente sea lo que ocurre hoy. El movimiento obrero tiene vertientes. Siempre las tuvo y no hay por qué imaginar que no seguirá teniéndolas; pero no parece quebrado en cuanto a las reivindicaciones esenciales y la vocación por lograr la justicia social, que en definitiva son las bases de la unidad de los trabajadores.
Algo similar puede observarse con respecto a los gobiernos provinciales. No es imposible el diálogo entre, por ejemplo, Gildo Insfrán, Juan Manuel Urtubey y Juan Schiaretti. En política no se buscan matrimonios sino diálogos y alianzas, y no parece que estén cortados los puentes para ello.
En lo que tradicionalmente se considera el núcleo de poder peronista, el conurbano bonaerense, también hay intendentes de diversas vertientes, ¿pero se trata acaso de una división que impida conversaciones y acuerdos? Entre ellos puede haber mayor o menor afinidad, o incluso simpatía, pero nada indica que, por ejemplo, no puedan hablarse Verónica Magario y Julio Zamora, y ambos con Gabriel Katopodis, y los tres con Martín Insaurralde o con Mario Ishii, por citar sólo a algunos de los muchos referentes.
A lo largo de su historia, más allá de sus distintas líneas internas y de las dificultades que debió superar, el peronismo supo mantener su cohesión estando fuera del poder, incluso en los momentos más aciagos y críticos del país. No hay motivo para pensar que no pueda conseguirlo en las actuales circunstancias, si sabe encarar este momento histórico con mecanismos renovados sin que por ello deba resignar las banderas históricas que son su razón de ser.
El desafío: reorganización y actualización doctrinaria. El actual oficialismo de Cambiemos muestra signos de consolidación, con el respaldo electoral de casi el 36% sumando todas sus listas a diputados nacionales en las PASO, que posiblemente repita o incluso amplíe en octubre. Esto pone en evidencia la necesidad de una profunda revisión de las prácticas políticas y doctrinarias del peronismo.
Sin entrar en el debate –a mi entender prematuro– de si la política argentina está ante la construcción de una nueva hegemonía, conviene recordar que esas mismas cifras de votación muestran que más del 45% del electorado apoyó a candidatos que se presentaban como expresiones del peronismo y sus aliados frentistas. Como observaba un lúcido analista, Marcos Novaro, “el peronismo está herido, pero no de muerte”.
Al peronismo se lo ha dado por muerto o en agonía desde su mismo nacimiento. Ya en la campaña electoral de 1946, todas las demás fuerzas políticas, los analistas “serios” y la mayoría de los medios de prensa opinaban que sería derrotado y no tendría futuro. Vaticinios similares se repitieron entre 1955 y 1973, en los años de proscripción y persecución, y nuevamente bajo la sangrienta dictadura instaurada en 1976, y luego en el retorno de la democracia, entre 1983 y 1985. Y una y otra vez demostró su vitalidad. No resurgió de las cenizas mágicamente, sino que reorganizándose y actualizándose supo ponerse a la altura de las circunstancias y resolver sus crisis, para ofrecer una alternativa seria, realizable, creíble y con visión de futuro.
El desafío actual recuerda el impuesto en 1983 por el triunfo de Alfonsín, que llevó a la reconocida y celebrada Renovación Peronista. Hoy aparece nuevamente una situación de ese tipo, que convoca a un proceso capaz de recuperar, junto con los viejos ideales, la unidad y la fortaleza del movimiento peronista. Llama la atención que un analista estrechamente ligado al kirchnerismo, Aritz Recalde, en el caso del peronismo bonaerense reconozca como “tres grandes legados históricos” a retomar “la justicia y la igualdad social (Domingo Mercante), la renovación popular y la actualización política del Movimiento (Antonio Cafiero) y la capacidad de gestionar el Estado y de refundar la infraestructura (Eduardo Duhalde)”. En esta lista faltaría agregar a Oscar Alende, que si bien no era un integrante del justicialismo, se destacó por su administración honesta y eficaz como gobernador, pero su inclusión también resalta otro rasgo fundamental del peronismo: su vocación frentista para aunar a los argentinos en la causa común de la nación y el pueblo.
La responsabilidad de las dirigencias. A la luz de la realidad actual, está claro que los argentinos tenemos mucho por hacer si queremos una sociedad más justa y con un desarrollo sólido. Pero resulta igualmente claro que para ello es preciso definir el rumbo a seguir. Y en este camino se presenta un serio problema que es necesario resolver.
En países de otras regiones del mundo afectados por la falta de desarrollo estructural y tecnológico, por la escasez de recursos naturales o su mal aprovechamiento, por la falta de educación y capacitación de su población, los problemas vinculados a la pobreza generalizada son muy difíciles de superar. Pero en la Argentina, con su entramado económico y su grado de desarrollo, dotada de abundantes recursos naturales y una población altamente capacitada, que un tercio de nuestros compatriotas padezca condiciones de pobreza, exclusión y hasta de miseria resulta inadmisible, ya que su solución debería ser mucho menos compleja. No se trata de una maldición de la naturaleza, sino que pone en evidencia la impericia, cuando menos, de nuestra clase política, entendiendo a ésta en el sentido más amplio del término, abarcando no sólo a funcionarios y dirigentes políticos sino también a los empresariales y sindicales. El déficit no está en las condiciones materiales o las posibilidades del país, sino en las dirigencias y en lo que podríamos llamar “el arte de gobernar y administrar”; algunos lo resumen en la “capacidad de conducir”, y es necesario que nos hagamos cargo de esa responsabilidad.
Lamentablemente, en franjas de nuestra sociedad, desde hace ya algún tiempo se percibe un grado de insensibilidad hacia estas cuestiones, en las que no se pone el esfuerzo necesario para resolverlas. No era así en otras épocas, que no son tan lejanas, y esto pone de manifiesto que se trata de un déficit de la Argentina actual en su conjunto, por lo que resulta más urgente darle respuesta.
Aprender de Perón. En la Argentina de hoy, la tarea central sigue siendo construir una comunidad organizada como nación, solidaria, basada en la dignidad del trabajo y la equidad, con libertad, independencia y justicia social. Estas banderas históricas están vigentes, y es por ello que el peronismo continúa expresando el proyecto transformador y modernizador de nuestra sociedad en el siglo XXI.
Pero un peronismo moderno también debe incorporar un fuerte sentido institucional y republicano, con un respeto irrestricto a los procesos democráticos y alejado de todo autoritarismo, ejerciendo la valorización del otro como parte de un todo imprescindible para lograr los objetivos buscados.
Para que esa afirmación no se convierta en una frase sin contenido, es necesario tomar muy en cuenta las principales enseñanzas del fundador del movimiento. En especial, hay que considerar una advertencia que reiteró de manera insistente a lo largo de toda su actuación política: la necesidad de mantener siempre actualizada la doctrina. Una doctrina que no da respuesta a las exigencias de los nuevos tiempos, se anquilosa y muere.
Hoy, más que nunca, es fundamental esa actualización doctrinaria para comprender y actuar en un mundo que en los últimos veinte años se modificó mucho más que en los cincuenta anteriores. No es posible desconocer las transformaciones que han traído los cambios tecnológicos y de la matriz productiva. Para bien o para mal, tienen fuertes repercusiones en la estructura socioeconómica del país, como las derivadas de la “sojización” del campo, la transformación de la producción industrial por la automatización y la robotización, y el creciente peso de las actividades de servicios en la economía, por sólo citar algunas de las más significativas, que de distinta forma inciden en las condiciones de trabajo, en la ocupación y en la fragmentación de los sectores sociales. Todo ello está acompañado de modificaciones en las pautas culturales, en las costumbres, en las formas de comunicarse y de informarse e interpretar la realidad. A estas transformaciones, el peronismo debe dar respuesta doctrinaria y programática, con la misma audacia intelectual, la fortaleza y la claridad en el rumbo con que Perón supo construir un proyecto que reemplazó a la vieja Argentina agroganadera de riqueza para pocos y miseria para la mayoría por una nueva Argentina, moderna, industrial y de alta calidad de vida para todos.
El trasvasamiento generacional. Este es otro pilar que no podemos obviar. Como decía Perón, éste “no consiste en tirar todos los días a un viejo por la ventana”, sino en renovar los cuadros dirigentes para ir sustituyendo a quienes inevitablemente van desgastándose por la misma gestión, incluso cuando ésta haya sido buena. Se trata de que nuevos dirigentes asuman la conducción. Cuando se dice “nuevos” no me refiero sólo a quienes lo son por pertenecer a otra generación, sino por contar con otra formación, acorde a los nuevos tiempos, capaces de ver, pensar y expresarse en términos de las nuevas realidades.
De igual relevancia es la otra gran lección que dejó Perón, especialmente al final de su vida: que al país lo sacamos adelante entre todos los argentinos. Para ello, un peronismo actualizado, renovado y unido debe buscar los consensos y aunar las voluntades de las grandes mayorías, en un proyecto nacional que incluya las políticas de Estado capaces de resolver los problemas actuales y trazar los lineamientos estratégicos para nuestro desarrollo futuro.
La miope cultura de generar grietas. Varios problemas hacen a la actual crisis del peronismo. Uno es haber dejado, hasta ahora, que Cambiemos aparezca ante una parte considerable de la ciudadanía como una promesa de “futuro”, arrebatándole al peronismo lo que siempre ha sido su rasgo más característico: su condición de ser, por transformador, el mayor constructor de futuro y ciudadanía que conoce la Argentina hasta hoy, y sin duda la fuerza política que mayor audacia demostró a la hora de concretarlo.
Otro problema es ofrecer un panorama dislocado, desunido. La ciudadanía, por intuición, sabe que de los fragmentos no surge una propuesta viable. Por eso, le renueva el cheque de confianza al Gobierno. Pero en política nunca está dicha la última palabra, y los resultados a los que lleva la actual desunión del peronismo son un factor adicional que incita a buscar su rápida recuperación.
Para lograrla, no sólo hay que solucionar la división política de las dirigencias, sino resolver lo que Rodrigo Zarazaga recientemente señalaba como una “fractura social” de las bases del movimiento, entre trabajadores formales y trabajadores informales y desocupados. Desde varios frentes se han encarado acciones, que habrá que fortalecer, para superar esa “grieta”, con la clara conciencia de que es el resultado de los aspectos más injustos, hasta diría perversos, de un modelo económico y social que, para usar la expresión del papa Francisco, constituye la “cultura del descarte”.
Debemos hacer carne en nuestras actitudes y formas de actuar esa gran verdad que Perón nos dejó como legado al regreso de su largo exilio, y que se resume en el conocido dicho de que “para un argentino no hay nada mejor que otro argentino”, un cambio muy significativo con respecto a la misma consigna de los años 50, que se centraba exclusivamente en un mensaje para peronistas.
Muchas veces repetimos el primer slogan, pero lamentablemente no lo ponemos en práctica. Esta es otra idea-fuerza fundamental para recomponer y renovar al justicialismo, quizá una de las más importantes de los tiempos que vivimos.
Las famosas “grietas”, de las que tanto se ha hablado y se sigue hablando, son la negación de las bases elementales de la convivencia social y política, lo opuesto a toda idea de comunidad nacional y de vida democrática. Debemos superar y desterrar de nuestras prácticas políticas esa concepción antagónica que ve en el otro a un “enemigo” en lugar de respetarlo como a alguien que ve la realidad diferente, cuya mirada distinta nos tiene que servir para enriquecernos en el diálogo y en el debate responsable de ideas y propuestas.
Sólo así seremos capaces de revertir el cuadro crítico actual, poniendo nuestro movimiento al servicio de los únicos intereses que deben guiarnos: el bien común de todos los argentinos, los intereses de la nación y el pueblo y, simplemente, un futuro mejor para nuestros hijos, para que sientan el secreto orgullo de compartir la aventura de construir algo mejor de lo que recibieron.
*Investigador del Instituto Di Tella.
Carlos Piñeiro Iñíguez
En las siguientes reflexiones invito a abordar estos temas, que atañen tanto al movimiento peronista como al conjunto de los argentinos.
La cohesión del peronismo. A veces con análisis certeros, otras no tanto, muchos se preguntan si, estando fuera del gobierno, el peronismo puede mantener su unidad, o si está condenando a dispersarse.
La desunión de las dirigencias, que no deja de ser un dato real, da pie a esa inquietud, pero hay también una cuota de exageración cuando se presenta a un peronismo hecho añicos y en estado de canibalización.
Es, por lo menos, una imagen distorsionada. Posiblemente no exista la cohesión “en estado puro” que quizás pretendan algunos, sin líneas internas ni contradicciones, pero sí la que se da y se ha dado siempre en el terreno de las luchas políticas, donde a veces se establecen alianzas que pueden desconcertar a los analistas de laboratorio.
Probablemente sea lo que ocurre hoy. El movimiento obrero tiene vertientes. Siempre las tuvo y no hay por qué imaginar que no seguirá teniéndolas; pero no parece quebrado en cuanto a las reivindicaciones esenciales y la vocación por lograr la justicia social, que en definitiva son las bases de la unidad de los trabajadores.
Algo similar puede observarse con respecto a los gobiernos provinciales. No es imposible el diálogo entre, por ejemplo, Gildo Insfrán, Juan Manuel Urtubey y Juan Schiaretti. En política no se buscan matrimonios sino diálogos y alianzas, y no parece que estén cortados los puentes para ello.
En lo que tradicionalmente se considera el núcleo de poder peronista, el conurbano bonaerense, también hay intendentes de diversas vertientes, ¿pero se trata acaso de una división que impida conversaciones y acuerdos? Entre ellos puede haber mayor o menor afinidad, o incluso simpatía, pero nada indica que, por ejemplo, no puedan hablarse Verónica Magario y Julio Zamora, y ambos con Gabriel Katopodis, y los tres con Martín Insaurralde o con Mario Ishii, por citar sólo a algunos de los muchos referentes.
A lo largo de su historia, más allá de sus distintas líneas internas y de las dificultades que debió superar, el peronismo supo mantener su cohesión estando fuera del poder, incluso en los momentos más aciagos y críticos del país. No hay motivo para pensar que no pueda conseguirlo en las actuales circunstancias, si sabe encarar este momento histórico con mecanismos renovados sin que por ello deba resignar las banderas históricas que son su razón de ser.
El desafío: reorganización y actualización doctrinaria. El actual oficialismo de Cambiemos muestra signos de consolidación, con el respaldo electoral de casi el 36% sumando todas sus listas a diputados nacionales en las PASO, que posiblemente repita o incluso amplíe en octubre. Esto pone en evidencia la necesidad de una profunda revisión de las prácticas políticas y doctrinarias del peronismo.
Sin entrar en el debate –a mi entender prematuro– de si la política argentina está ante la construcción de una nueva hegemonía, conviene recordar que esas mismas cifras de votación muestran que más del 45% del electorado apoyó a candidatos que se presentaban como expresiones del peronismo y sus aliados frentistas. Como observaba un lúcido analista, Marcos Novaro, “el peronismo está herido, pero no de muerte”.
Al peronismo se lo ha dado por muerto o en agonía desde su mismo nacimiento. Ya en la campaña electoral de 1946, todas las demás fuerzas políticas, los analistas “serios” y la mayoría de los medios de prensa opinaban que sería derrotado y no tendría futuro. Vaticinios similares se repitieron entre 1955 y 1973, en los años de proscripción y persecución, y nuevamente bajo la sangrienta dictadura instaurada en 1976, y luego en el retorno de la democracia, entre 1983 y 1985. Y una y otra vez demostró su vitalidad. No resurgió de las cenizas mágicamente, sino que reorganizándose y actualizándose supo ponerse a la altura de las circunstancias y resolver sus crisis, para ofrecer una alternativa seria, realizable, creíble y con visión de futuro.
El desafío actual recuerda el impuesto en 1983 por el triunfo de Alfonsín, que llevó a la reconocida y celebrada Renovación Peronista. Hoy aparece nuevamente una situación de ese tipo, que convoca a un proceso capaz de recuperar, junto con los viejos ideales, la unidad y la fortaleza del movimiento peronista. Llama la atención que un analista estrechamente ligado al kirchnerismo, Aritz Recalde, en el caso del peronismo bonaerense reconozca como “tres grandes legados históricos” a retomar “la justicia y la igualdad social (Domingo Mercante), la renovación popular y la actualización política del Movimiento (Antonio Cafiero) y la capacidad de gestionar el Estado y de refundar la infraestructura (Eduardo Duhalde)”. En esta lista faltaría agregar a Oscar Alende, que si bien no era un integrante del justicialismo, se destacó por su administración honesta y eficaz como gobernador, pero su inclusión también resalta otro rasgo fundamental del peronismo: su vocación frentista para aunar a los argentinos en la causa común de la nación y el pueblo.
La responsabilidad de las dirigencias. A la luz de la realidad actual, está claro que los argentinos tenemos mucho por hacer si queremos una sociedad más justa y con un desarrollo sólido. Pero resulta igualmente claro que para ello es preciso definir el rumbo a seguir. Y en este camino se presenta un serio problema que es necesario resolver.
En países de otras regiones del mundo afectados por la falta de desarrollo estructural y tecnológico, por la escasez de recursos naturales o su mal aprovechamiento, por la falta de educación y capacitación de su población, los problemas vinculados a la pobreza generalizada son muy difíciles de superar. Pero en la Argentina, con su entramado económico y su grado de desarrollo, dotada de abundantes recursos naturales y una población altamente capacitada, que un tercio de nuestros compatriotas padezca condiciones de pobreza, exclusión y hasta de miseria resulta inadmisible, ya que su solución debería ser mucho menos compleja. No se trata de una maldición de la naturaleza, sino que pone en evidencia la impericia, cuando menos, de nuestra clase política, entendiendo a ésta en el sentido más amplio del término, abarcando no sólo a funcionarios y dirigentes políticos sino también a los empresariales y sindicales. El déficit no está en las condiciones materiales o las posibilidades del país, sino en las dirigencias y en lo que podríamos llamar “el arte de gobernar y administrar”; algunos lo resumen en la “capacidad de conducir”, y es necesario que nos hagamos cargo de esa responsabilidad.
Lamentablemente, en franjas de nuestra sociedad, desde hace ya algún tiempo se percibe un grado de insensibilidad hacia estas cuestiones, en las que no se pone el esfuerzo necesario para resolverlas. No era así en otras épocas, que no son tan lejanas, y esto pone de manifiesto que se trata de un déficit de la Argentina actual en su conjunto, por lo que resulta más urgente darle respuesta.
Aprender de Perón. En la Argentina de hoy, la tarea central sigue siendo construir una comunidad organizada como nación, solidaria, basada en la dignidad del trabajo y la equidad, con libertad, independencia y justicia social. Estas banderas históricas están vigentes, y es por ello que el peronismo continúa expresando el proyecto transformador y modernizador de nuestra sociedad en el siglo XXI.
Pero un peronismo moderno también debe incorporar un fuerte sentido institucional y republicano, con un respeto irrestricto a los procesos democráticos y alejado de todo autoritarismo, ejerciendo la valorización del otro como parte de un todo imprescindible para lograr los objetivos buscados.
Para que esa afirmación no se convierta en una frase sin contenido, es necesario tomar muy en cuenta las principales enseñanzas del fundador del movimiento. En especial, hay que considerar una advertencia que reiteró de manera insistente a lo largo de toda su actuación política: la necesidad de mantener siempre actualizada la doctrina. Una doctrina que no da respuesta a las exigencias de los nuevos tiempos, se anquilosa y muere.
Hoy, más que nunca, es fundamental esa actualización doctrinaria para comprender y actuar en un mundo que en los últimos veinte años se modificó mucho más que en los cincuenta anteriores. No es posible desconocer las transformaciones que han traído los cambios tecnológicos y de la matriz productiva. Para bien o para mal, tienen fuertes repercusiones en la estructura socioeconómica del país, como las derivadas de la “sojización” del campo, la transformación de la producción industrial por la automatización y la robotización, y el creciente peso de las actividades de servicios en la economía, por sólo citar algunas de las más significativas, que de distinta forma inciden en las condiciones de trabajo, en la ocupación y en la fragmentación de los sectores sociales. Todo ello está acompañado de modificaciones en las pautas culturales, en las costumbres, en las formas de comunicarse y de informarse e interpretar la realidad. A estas transformaciones, el peronismo debe dar respuesta doctrinaria y programática, con la misma audacia intelectual, la fortaleza y la claridad en el rumbo con que Perón supo construir un proyecto que reemplazó a la vieja Argentina agroganadera de riqueza para pocos y miseria para la mayoría por una nueva Argentina, moderna, industrial y de alta calidad de vida para todos.
El trasvasamiento generacional. Este es otro pilar que no podemos obviar. Como decía Perón, éste “no consiste en tirar todos los días a un viejo por la ventana”, sino en renovar los cuadros dirigentes para ir sustituyendo a quienes inevitablemente van desgastándose por la misma gestión, incluso cuando ésta haya sido buena. Se trata de que nuevos dirigentes asuman la conducción. Cuando se dice “nuevos” no me refiero sólo a quienes lo son por pertenecer a otra generación, sino por contar con otra formación, acorde a los nuevos tiempos, capaces de ver, pensar y expresarse en términos de las nuevas realidades.
De igual relevancia es la otra gran lección que dejó Perón, especialmente al final de su vida: que al país lo sacamos adelante entre todos los argentinos. Para ello, un peronismo actualizado, renovado y unido debe buscar los consensos y aunar las voluntades de las grandes mayorías, en un proyecto nacional que incluya las políticas de Estado capaces de resolver los problemas actuales y trazar los lineamientos estratégicos para nuestro desarrollo futuro.
La miope cultura de generar grietas. Varios problemas hacen a la actual crisis del peronismo. Uno es haber dejado, hasta ahora, que Cambiemos aparezca ante una parte considerable de la ciudadanía como una promesa de “futuro”, arrebatándole al peronismo lo que siempre ha sido su rasgo más característico: su condición de ser, por transformador, el mayor constructor de futuro y ciudadanía que conoce la Argentina hasta hoy, y sin duda la fuerza política que mayor audacia demostró a la hora de concretarlo.
Otro problema es ofrecer un panorama dislocado, desunido. La ciudadanía, por intuición, sabe que de los fragmentos no surge una propuesta viable. Por eso, le renueva el cheque de confianza al Gobierno. Pero en política nunca está dicha la última palabra, y los resultados a los que lleva la actual desunión del peronismo son un factor adicional que incita a buscar su rápida recuperación.
Para lograrla, no sólo hay que solucionar la división política de las dirigencias, sino resolver lo que Rodrigo Zarazaga recientemente señalaba como una “fractura social” de las bases del movimiento, entre trabajadores formales y trabajadores informales y desocupados. Desde varios frentes se han encarado acciones, que habrá que fortalecer, para superar esa “grieta”, con la clara conciencia de que es el resultado de los aspectos más injustos, hasta diría perversos, de un modelo económico y social que, para usar la expresión del papa Francisco, constituye la “cultura del descarte”.
Debemos hacer carne en nuestras actitudes y formas de actuar esa gran verdad que Perón nos dejó como legado al regreso de su largo exilio, y que se resume en el conocido dicho de que “para un argentino no hay nada mejor que otro argentino”, un cambio muy significativo con respecto a la misma consigna de los años 50, que se centraba exclusivamente en un mensaje para peronistas.
Muchas veces repetimos el primer slogan, pero lamentablemente no lo ponemos en práctica. Esta es otra idea-fuerza fundamental para recomponer y renovar al justicialismo, quizá una de las más importantes de los tiempos que vivimos.
Las famosas “grietas”, de las que tanto se ha hablado y se sigue hablando, son la negación de las bases elementales de la convivencia social y política, lo opuesto a toda idea de comunidad nacional y de vida democrática. Debemos superar y desterrar de nuestras prácticas políticas esa concepción antagónica que ve en el otro a un “enemigo” en lugar de respetarlo como a alguien que ve la realidad diferente, cuya mirada distinta nos tiene que servir para enriquecernos en el diálogo y en el debate responsable de ideas y propuestas.
Sólo así seremos capaces de revertir el cuadro crítico actual, poniendo nuestro movimiento al servicio de los únicos intereses que deben guiarnos: el bien común de todos los argentinos, los intereses de la nación y el pueblo y, simplemente, un futuro mejor para nuestros hijos, para que sientan el secreto orgullo de compartir la aventura de construir algo mejor de lo que recibieron.
*Investigador del Instituto Di Tella.
Carlos Piñeiro Iñíguez