¿Qué es exactamente China? ¿Es una economía pujante, un imperio milenario, un país superpoblado? ¿Es una nación con una lengua basada en complejos caracteres simbólicos? ¿Es el último gran experimento comunista así como también el mayor centro del capitalismo mundial y una voz creciente en los foros internacionales? Sí, China es todo eso. Y es más. Su carácter enigmático – aún nadie puede definirla de forma contundente – resulta, todavía, difícilmente comprensible para los cánones con los que nos manejamos desde el llamado mundo occidental.
Recientemente, el XIX Congreso del Partido Comunista Chino, constituido por 2.300 delegados, nombró un nuevo Comité Central. El hecho es crucial en un país en el que el partido reviste mayor importancia que el propio Estado. La aprobación de los trabajos de la Comisión Central para la Inspección de la Disciplina, el órgano encargado de la lucha contra la corrupción resultan trascendentes, dado que la llamada «corrupción» es, en ocasiones, un mecanismo para «purgar» opositores políticos.
El discurso maoísta de vertiente revolucionaria ha desaparecido paulatinamente del escenario público chino. En Xi Jinping, el «camarada» que seguirá al frente del partido por cinco años más, el maoísmo – expresado en «citas de autoridad» y vagas referencias— representa, ni más ni menos, que su propia política. Es decir, la combinación de lo que denomina un «país socialista moderno» con «el gran rejuvenecimiento de la nación china». El legado maoísta se encuentra, sin embargo, plasmado en una importante diversidad de instituciones políticas del PCCH. Ahora, en un contexto completamente diferente al de su aparición, la figura del padre de la revolución vuelve a emerger ligada a la del actual secretario general del Partido Comunista Chino. Mao proclamó la Republica Popular en 1949 pero no consiguió trascender las fronteras de su propio país. Durante su mandato, China solo tuvo cuatro embajadores en todo el mundo, a pesar de que procuró influir en diversos países. El maoísmo pretendió, sin embargo, «llevar la política más allá del estado» bajo la flamante «revolución cultural» que debía evitar el aburguesamiento y la burocratización del Partido Comunista. De hecho, logró reinventarse en la bandera revolucionaria y su ascenso fue apoyado en una nueva generación de estudiantes chinos. Su imagen conserva hasta el día de hoy los valores básicos de un socialismo «utópico», tal como lo entendemos desde occidente. Xi Jinping, de hecho, retomó valores de la China tradicional. Es decir, principios y jerarquías del confucionismo contra las cuales el maoísmo trató de imponerse con el fin de ciudadanizar a la sociedad.
La muerte de Mao dejó un vacío que fue ocupado por la figura de Deng Xiaoping, purgado en dos ocasiones. Dentro del partido encaró la postura de «enderezar lo torcido» durante la revolución cultural. Para ello resultaba necesario conservar la retórica comunista, mientras encaraba las reformas de apertura y de liberación de la economía, dentro de las instituciones del PCCh como marco de legitimidad política. Deng trazó las vigas y las definiciones básicas que hoy se han mantenido en lo básico bajo la «Teoría de Deng» de desarrollo y estabilidad.
Xi Jinping proviene de la coalición elitista, «los príncipes rojos» (Hong Er Dai), cuyos líderes son herederos de veteranos revolucionarios. El salto cualitativo de Xi supone un nuevo horizonte, un tercer tiempo de la modernización china. China decidió abrirse definitivamente al mundo. Si bien el proceso de apertura había comenzado con anterioridad, no es menos cierto que el impulso actual resulta inédito en comparación a las experiencias precedentes. Un evento simbólico de esta apertura en términos globales fue la realización de los Juegos Olímpicos de Beijing en el año 2008. La siguiente etapa es la «Teoría Política de Xi» que buscará exportar el capital chino. Puertas adentro, Xi apuesta a que la población siga creyendo en lo que él ha llamado «sueño chino», es decir, devolver a China su pasado glorioso en el marco de la institucionalidad del Partido.
Aunque para los observadores externos a la realidad china, algunas de estas políticas resultan incomprensibles, es menester expresar que el modelo de desarrollo chino depende no solo de la acción del capital sino de la capacidad de un líder de partido único para aprender y adaptar su agenda en consecuencia.
Para un con las dimensiones y la diversidad de China, este enfoque parece tener sentido ya que equilibra la estabilidad con la flexibilidad. El modelo de capitalismo por el que optó China cuenta con una presencia casi completamente centralizada del Estado, que planifica el suministro de bienes públicos, establece reglas y administra las instituciones. A fin de evitar los tipos de perturbación social que la competencia política podría implicar, el gobierno central también designa a funcionarios provinciales y municipales clave y resuelve las disputas entre las regiones. Este tipo de régimen, dadas sus condiciones específicas históricas, dimensionales, geográficas y poblacionales, le permite planificar a largo plazo, al tiempo que se adapta a la pragmática realidad. Xi sueña con el «gran imperio rojo». La economía es su arma más eficaz. La nueva Ruta de la Seda, conocida bajo la iniciativa One Belt, One Road – lo que algunos llaman «el Plan Marshall del siglo XXI»- y la internacionalización del yuan son sus estrategias.
América Latina se encuentra en la disyuntiva de elegir y definir posiciones frente a la actual estrategia económica china. Las invitaciones económicas del gigante asiático no están exentas de intereses –como es lógico en el capitalismo que también ellos practican – aunque se exprese la estrategia conocida como «ganar-ganar». Con todos los recaudos necesarios, es estrictamente cierto que los capitales chinos tienen bastante para aportar a nuestra deficitaria infraestructura. Aunque las negociaciones y los estilos son difíciles de interpretar de un lado y del otro, el pragmatismo chino primará pese a que los interlocutores latinoamericanos difieran. El xiismo – como se conoce a la política del actual líder— ha demostrado un pragmatismo importante a la hora de realizar negociaciones en un país para el que nuestra «democracia liberal» y nuestras estructuras estatales les resultan ciertamente endebles y penetrables.
Bajo el mandato de Xi – que ha sido elevado a la categoría de Mao con características casi religiosas y simbologías que realzan cada vez más su figura – la estrictica gobernanza del PCCh continuará a la par de la fuerte disciplina que incluye la «exitosa» lucha contra la corrupción y una recentralización con el foco puesto en la lealtad y fidelidad al liderazgo encarnado por este «mini Mao». Así, el xiismo, y sus ideas, estrategias y propuestas, son hoy parte ya de los estatutos del PCCh. La modernización de China y su lugar en un orden internacional multipolar y complejo, son tareas primordiales en esta «nueva era». Para 2049, es decir, cuando se cumplan 100 años de la llegada del PCCh al poder, los jerarcas ya han avisado que aspiran a contar con un partido «transparente, responsable, empoderado y socialmente responsable» que actuará como guardián de toda transición.
La lección de tres décadas de reforma es que el sistema político chino es mucho más adaptable y duradero de lo que muchos han percibido. Los mecanismos institucionales han ayudado a restringir el poder y a sostener la rotación regular y pacífica, no escrita. Pensar que la transición de China en un mundo global sería imposible y que simplemente implosionará bajo el peso de las tensiones políticas y económicas inherentes al modelo económico, es falaz. Ello supone no comprender que el ejercicio, lento pero continuo, de la experiencia capitalista en China, la cual devendrá en éxito o no dependiendo la dirección que sus líderes le impregnen. Resta, a su vez, comprobar si este liderazgo fuerte, que podría devenir en un nuevo culto a la personalidad, podría jugar a favor o en contra.
Recientemente, el XIX Congreso del Partido Comunista Chino, constituido por 2.300 delegados, nombró un nuevo Comité Central. El hecho es crucial en un país en el que el partido reviste mayor importancia que el propio Estado. La aprobación de los trabajos de la Comisión Central para la Inspección de la Disciplina, el órgano encargado de la lucha contra la corrupción resultan trascendentes, dado que la llamada «corrupción» es, en ocasiones, un mecanismo para «purgar» opositores políticos.
El discurso maoísta de vertiente revolucionaria ha desaparecido paulatinamente del escenario público chino. En Xi Jinping, el «camarada» que seguirá al frente del partido por cinco años más, el maoísmo – expresado en «citas de autoridad» y vagas referencias— representa, ni más ni menos, que su propia política. Es decir, la combinación de lo que denomina un «país socialista moderno» con «el gran rejuvenecimiento de la nación china». El legado maoísta se encuentra, sin embargo, plasmado en una importante diversidad de instituciones políticas del PCCH. Ahora, en un contexto completamente diferente al de su aparición, la figura del padre de la revolución vuelve a emerger ligada a la del actual secretario general del Partido Comunista Chino. Mao proclamó la Republica Popular en 1949 pero no consiguió trascender las fronteras de su propio país. Durante su mandato, China solo tuvo cuatro embajadores en todo el mundo, a pesar de que procuró influir en diversos países. El maoísmo pretendió, sin embargo, «llevar la política más allá del estado» bajo la flamante «revolución cultural» que debía evitar el aburguesamiento y la burocratización del Partido Comunista. De hecho, logró reinventarse en la bandera revolucionaria y su ascenso fue apoyado en una nueva generación de estudiantes chinos. Su imagen conserva hasta el día de hoy los valores básicos de un socialismo «utópico», tal como lo entendemos desde occidente. Xi Jinping, de hecho, retomó valores de la China tradicional. Es decir, principios y jerarquías del confucionismo contra las cuales el maoísmo trató de imponerse con el fin de ciudadanizar a la sociedad.
La muerte de Mao dejó un vacío que fue ocupado por la figura de Deng Xiaoping, purgado en dos ocasiones. Dentro del partido encaró la postura de «enderezar lo torcido» durante la revolución cultural. Para ello resultaba necesario conservar la retórica comunista, mientras encaraba las reformas de apertura y de liberación de la economía, dentro de las instituciones del PCCh como marco de legitimidad política. Deng trazó las vigas y las definiciones básicas que hoy se han mantenido en lo básico bajo la «Teoría de Deng» de desarrollo y estabilidad.
Xi Jinping proviene de la coalición elitista, «los príncipes rojos» (Hong Er Dai), cuyos líderes son herederos de veteranos revolucionarios. El salto cualitativo de Xi supone un nuevo horizonte, un tercer tiempo de la modernización china. China decidió abrirse definitivamente al mundo. Si bien el proceso de apertura había comenzado con anterioridad, no es menos cierto que el impulso actual resulta inédito en comparación a las experiencias precedentes. Un evento simbólico de esta apertura en términos globales fue la realización de los Juegos Olímpicos de Beijing en el año 2008. La siguiente etapa es la «Teoría Política de Xi» que buscará exportar el capital chino. Puertas adentro, Xi apuesta a que la población siga creyendo en lo que él ha llamado «sueño chino», es decir, devolver a China su pasado glorioso en el marco de la institucionalidad del Partido.
Aunque para los observadores externos a la realidad china, algunas de estas políticas resultan incomprensibles, es menester expresar que el modelo de desarrollo chino depende no solo de la acción del capital sino de la capacidad de un líder de partido único para aprender y adaptar su agenda en consecuencia.
Para un con las dimensiones y la diversidad de China, este enfoque parece tener sentido ya que equilibra la estabilidad con la flexibilidad. El modelo de capitalismo por el que optó China cuenta con una presencia casi completamente centralizada del Estado, que planifica el suministro de bienes públicos, establece reglas y administra las instituciones. A fin de evitar los tipos de perturbación social que la competencia política podría implicar, el gobierno central también designa a funcionarios provinciales y municipales clave y resuelve las disputas entre las regiones. Este tipo de régimen, dadas sus condiciones específicas históricas, dimensionales, geográficas y poblacionales, le permite planificar a largo plazo, al tiempo que se adapta a la pragmática realidad. Xi sueña con el «gran imperio rojo». La economía es su arma más eficaz. La nueva Ruta de la Seda, conocida bajo la iniciativa One Belt, One Road – lo que algunos llaman «el Plan Marshall del siglo XXI»- y la internacionalización del yuan son sus estrategias.
América Latina se encuentra en la disyuntiva de elegir y definir posiciones frente a la actual estrategia económica china. Las invitaciones económicas del gigante asiático no están exentas de intereses –como es lógico en el capitalismo que también ellos practican – aunque se exprese la estrategia conocida como «ganar-ganar». Con todos los recaudos necesarios, es estrictamente cierto que los capitales chinos tienen bastante para aportar a nuestra deficitaria infraestructura. Aunque las negociaciones y los estilos son difíciles de interpretar de un lado y del otro, el pragmatismo chino primará pese a que los interlocutores latinoamericanos difieran. El xiismo – como se conoce a la política del actual líder— ha demostrado un pragmatismo importante a la hora de realizar negociaciones en un país para el que nuestra «democracia liberal» y nuestras estructuras estatales les resultan ciertamente endebles y penetrables.
Bajo el mandato de Xi – que ha sido elevado a la categoría de Mao con características casi religiosas y simbologías que realzan cada vez más su figura – la estrictica gobernanza del PCCh continuará a la par de la fuerte disciplina que incluye la «exitosa» lucha contra la corrupción y una recentralización con el foco puesto en la lealtad y fidelidad al liderazgo encarnado por este «mini Mao». Así, el xiismo, y sus ideas, estrategias y propuestas, son hoy parte ya de los estatutos del PCCh. La modernización de China y su lugar en un orden internacional multipolar y complejo, son tareas primordiales en esta «nueva era». Para 2049, es decir, cuando se cumplan 100 años de la llegada del PCCh al poder, los jerarcas ya han avisado que aspiran a contar con un partido «transparente, responsable, empoderado y socialmente responsable» que actuará como guardián de toda transición.
La lección de tres décadas de reforma es que el sistema político chino es mucho más adaptable y duradero de lo que muchos han percibido. Los mecanismos institucionales han ayudado a restringir el poder y a sostener la rotación regular y pacífica, no escrita. Pensar que la transición de China en un mundo global sería imposible y que simplemente implosionará bajo el peso de las tensiones políticas y económicas inherentes al modelo económico, es falaz. Ello supone no comprender que el ejercicio, lento pero continuo, de la experiencia capitalista en China, la cual devendrá en éxito o no dependiendo la dirección que sus líderes le impregnen. Resta, a su vez, comprobar si este liderazgo fuerte, que podría devenir en un nuevo culto a la personalidad, podría jugar a favor o en contra.