La validez de las acciones de los gobiernos no deriva de sus objetivos, sino de sus orígenes, y hay un solo origen válido para los gobiernos: las elecciones. Lo único que las Fuerzas Armadas pueden hacer dentro de las fronteras es prepararse para defenderlas. Ningún objetivo político interno justifica el ejercicio de la violencia. La protección de la integridad física de las personas es la primera responsabilidad del Estado, es universal e incondicional. La expresión es libre. Estas son, en mi opinión, las tesis centrales del consenso alfonsinista, la cristalización cultural sobre la que descansa la continuidad de la democracia argentina y que, desde hace varios años, se debilita.
El consenso no es un acuerdo general. Ha sido eficaz porque la gente que ejerce poder político o que influye sobre su ejercicio, en general, actuó como si sus premisas fueran válidas. Esta confianza en los fundamentos del consenso alfonsinista se está debilitando.
El consenso es alfonsinista: Raúl Alfonsín le puso palabras por primera vez desde el Estado (el movimiento de derechos humanos lo había hecho antes desde la sociedad) y casi todos los escritos, las creaciones artísticas y las ceremonias públicas que le fueron dando sentido ocurrieron durante su gobierno. El texto que mejor lo expresa es el discurso que Alfonsín pronunció en Parque Norte en 1985. Uno de sus pasajes más recordados dice: «Todos los intentos de revivir la democracia habidos hasta ahora [?] han fracasado [?] porque se encaraba la tarea [?] desatendiendo la mentalidad de la gente».
El país de los 50 años de gobiernos cortos, el de la cultura autoritaria, el de la violencia como lenguaje de la competencia política y el que convivió desde 1974 con la represión clandestina sistemática adoptó muy rápido el nuevo consenso. La Guerra de Malvinas y la crisis de la deuda dinamitaron la confianza en la dictadura, pero la aceptación de las nuevas premisas se difundió pronto. La amplitud y la velocidad de la difusión del nuevo consenso obedecen a varios motivos. Entre ellos creo que jugó un papel importante cierta despolitización.
En este contexto, «despolitizar» quiere decir disociar la política pública y la movilización electoral del conflicto por la distribución de los ingresos. Por supuesto, los conflictos distributivos no se acabaron en 1983, pero el gobierno radical no basó su discurso en la defensa de ninguna de las partes en esos conflictos. El contexto económico facilitó esta disociación. Aunque la gestión de una crisis puede tener consecuencias más graves para unos que para otros, a un Estado con herramientas fiscales y monetarias débiles le resultó más difícil sesgar la política económica.
La despolitización echó raíces durante las presidencias de Menem. Los indultos no revirtieron el juicio negativo sobre el orden político previo. La reforma de 1994 reforzó el consenso constitucionalista. La convertibilidad congeló la política monetaria. La desregulación y la privatización debilitaron al Estado como actor económico. Durante los 90 la pobreza y la desigualdad aumentaron a un ritmo desconocido en el país y con pocos antecedentes en el mundo. Amplias mayorías en la dirigencia y la opinión pública llamaron «modelo» a la política que produjo esos resultados. La abrazaron hasta que estalló. El 19 y el 20 de diciembre de 2001, junto con la convertibilidad, terminó también la pax alfonsinista, los casi 20 años en los que muchos creímos querer lo mismo.
La crisis repolitizó: expuso los conflictos y reactivó el disenso. Deudores y acreedores discutieron sobre el nuevo valor de los dólares de los viejos contratos. Piqueteros y ahorristas compartieron a veces las calles, casi nunca las metas. Debatimos desde delegar la política económica a un equipo de expertos extranjeros hasta ceder el gobierno a las asambleas de los barrios de clase media de las ciudades grandes. Mientras la imaginación política y los reclamos colectivos recobraban vigor, las gestiones de Duhalde, Lavagna y Blejer, primero, y la del primer gobierno del FPV, luego, recuperaron las capacidades regulatorias y fiscales del Estado.
Advierto que la despolitización y el consenso coincidieron, pero no estoy seguro de cuál es la conexión causal entre estas dos cosas. Conjeturo: la experiencia alimenta la disposición a reconocer la validez de las normas. Si atribuyo mi malestar económico actual a las decisiones que un gobierno tomó para llevarles bienestar a otros, es probable que cuestione la legitimidad de ese gobierno, independientemente de su origen. El conflicto social intenso hace parecer parciales a los gobiernos. Es más difícil aceptar la validez de las reglas que producen gobiernos que creemos parciales.
El consenso alfonsinista fraguó a bajas temperaturas. La repolitización lo amenaza. La política se recalentó porque el conflicto social volvió a ser visible y porque los gobiernos recuperaron su capacidad de intervenir sobre la actividad y los actores económicos. Esa capacidad recuperada estuvo en el centro del discurso de las presidencias del FPV, las que a partir de 2008 invirtieron la operación de Alfonsín, haciendo de su objetivo redistributivo la principal, si no la única, justificación de sus políticas. Al mismo tiempo, desde el discurso de Néstor Kirchner en la ex ESMA en 2004, promovieron una revisión de la experiencia de los años 70. De acuerdo con esta revisión, en el juicio ético del pasado tienen más peso los propósitos políticos de la represión dictatorial y de sus víctimas que los medios adoptados para alcanzar esos propósitos. El logro histórico del consenso alfonsinista había sido convencernos de que no necesitamos compartir los deseos de una persona para reclamar la defensa de su integridad y que no necesitamos estar en contra de los objetivos de un gobierno inconstitucional para denunciarlo y resistirlo. En la mirada revisionista, en cambio, el problema de la dictadura es que fue antipopular y el motivo para objetar el daño a sus víctimas es la condición militante de la mayoría de ellas.
La oposición de derecha a las presidencias kirchneristas participa de esta repolitización. Atribuye la distancia entre su situación y sus aspiraciones económicas a los esfuerzos del FPV por mejorar la situación de los hogares más pobres y algunos sectores ponen en duda que quienes los habitan merezcan atención especial. Esa oposición sospechó de la transparencia de las elecciones que ganó el kirchnerismo y cuestionó las motivaciones de sus votantes. Entusiasta en su apoyo al gobierno de Cambiemos, sostiene la confrontación política de alta intensidad. Tiene un compromiso intermitente con la legalidad y la división de poderes, activo hasta diciembre de 2015, inerte desde entonces.
El consenso alfonsinista habla el lenguaje global de los derechos humanos, hijo de las catástrofes políticas del siglo XX. Es antiautoritario, antidictatorial y, por tanto, sospechoso del poder público. Deudor de la tradición que inauguró John Locke se pregunta: ¿quién nos cuida de los que nos cuidan? Cuando el conflicto distributivo cobra fuerza, es decir, cuando queremos que alguien nos resguarde de los demás, es probable que no nos hagamos esta pregunta. No son tantos los años que vivimos sin violencia política. Es temprano para dejar de hacerla..
Profesor de Ciencia Política de la Universidad de San Andrés
El consenso no es un acuerdo general. Ha sido eficaz porque la gente que ejerce poder político o que influye sobre su ejercicio, en general, actuó como si sus premisas fueran válidas. Esta confianza en los fundamentos del consenso alfonsinista se está debilitando.
El consenso es alfonsinista: Raúl Alfonsín le puso palabras por primera vez desde el Estado (el movimiento de derechos humanos lo había hecho antes desde la sociedad) y casi todos los escritos, las creaciones artísticas y las ceremonias públicas que le fueron dando sentido ocurrieron durante su gobierno. El texto que mejor lo expresa es el discurso que Alfonsín pronunció en Parque Norte en 1985. Uno de sus pasajes más recordados dice: «Todos los intentos de revivir la democracia habidos hasta ahora [?] han fracasado [?] porque se encaraba la tarea [?] desatendiendo la mentalidad de la gente».
El país de los 50 años de gobiernos cortos, el de la cultura autoritaria, el de la violencia como lenguaje de la competencia política y el que convivió desde 1974 con la represión clandestina sistemática adoptó muy rápido el nuevo consenso. La Guerra de Malvinas y la crisis de la deuda dinamitaron la confianza en la dictadura, pero la aceptación de las nuevas premisas se difundió pronto. La amplitud y la velocidad de la difusión del nuevo consenso obedecen a varios motivos. Entre ellos creo que jugó un papel importante cierta despolitización.
En este contexto, «despolitizar» quiere decir disociar la política pública y la movilización electoral del conflicto por la distribución de los ingresos. Por supuesto, los conflictos distributivos no se acabaron en 1983, pero el gobierno radical no basó su discurso en la defensa de ninguna de las partes en esos conflictos. El contexto económico facilitó esta disociación. Aunque la gestión de una crisis puede tener consecuencias más graves para unos que para otros, a un Estado con herramientas fiscales y monetarias débiles le resultó más difícil sesgar la política económica.
La despolitización echó raíces durante las presidencias de Menem. Los indultos no revirtieron el juicio negativo sobre el orden político previo. La reforma de 1994 reforzó el consenso constitucionalista. La convertibilidad congeló la política monetaria. La desregulación y la privatización debilitaron al Estado como actor económico. Durante los 90 la pobreza y la desigualdad aumentaron a un ritmo desconocido en el país y con pocos antecedentes en el mundo. Amplias mayorías en la dirigencia y la opinión pública llamaron «modelo» a la política que produjo esos resultados. La abrazaron hasta que estalló. El 19 y el 20 de diciembre de 2001, junto con la convertibilidad, terminó también la pax alfonsinista, los casi 20 años en los que muchos creímos querer lo mismo.
La crisis repolitizó: expuso los conflictos y reactivó el disenso. Deudores y acreedores discutieron sobre el nuevo valor de los dólares de los viejos contratos. Piqueteros y ahorristas compartieron a veces las calles, casi nunca las metas. Debatimos desde delegar la política económica a un equipo de expertos extranjeros hasta ceder el gobierno a las asambleas de los barrios de clase media de las ciudades grandes. Mientras la imaginación política y los reclamos colectivos recobraban vigor, las gestiones de Duhalde, Lavagna y Blejer, primero, y la del primer gobierno del FPV, luego, recuperaron las capacidades regulatorias y fiscales del Estado.
Advierto que la despolitización y el consenso coincidieron, pero no estoy seguro de cuál es la conexión causal entre estas dos cosas. Conjeturo: la experiencia alimenta la disposición a reconocer la validez de las normas. Si atribuyo mi malestar económico actual a las decisiones que un gobierno tomó para llevarles bienestar a otros, es probable que cuestione la legitimidad de ese gobierno, independientemente de su origen. El conflicto social intenso hace parecer parciales a los gobiernos. Es más difícil aceptar la validez de las reglas que producen gobiernos que creemos parciales.
El consenso alfonsinista fraguó a bajas temperaturas. La repolitización lo amenaza. La política se recalentó porque el conflicto social volvió a ser visible y porque los gobiernos recuperaron su capacidad de intervenir sobre la actividad y los actores económicos. Esa capacidad recuperada estuvo en el centro del discurso de las presidencias del FPV, las que a partir de 2008 invirtieron la operación de Alfonsín, haciendo de su objetivo redistributivo la principal, si no la única, justificación de sus políticas. Al mismo tiempo, desde el discurso de Néstor Kirchner en la ex ESMA en 2004, promovieron una revisión de la experiencia de los años 70. De acuerdo con esta revisión, en el juicio ético del pasado tienen más peso los propósitos políticos de la represión dictatorial y de sus víctimas que los medios adoptados para alcanzar esos propósitos. El logro histórico del consenso alfonsinista había sido convencernos de que no necesitamos compartir los deseos de una persona para reclamar la defensa de su integridad y que no necesitamos estar en contra de los objetivos de un gobierno inconstitucional para denunciarlo y resistirlo. En la mirada revisionista, en cambio, el problema de la dictadura es que fue antipopular y el motivo para objetar el daño a sus víctimas es la condición militante de la mayoría de ellas.
La oposición de derecha a las presidencias kirchneristas participa de esta repolitización. Atribuye la distancia entre su situación y sus aspiraciones económicas a los esfuerzos del FPV por mejorar la situación de los hogares más pobres y algunos sectores ponen en duda que quienes los habitan merezcan atención especial. Esa oposición sospechó de la transparencia de las elecciones que ganó el kirchnerismo y cuestionó las motivaciones de sus votantes. Entusiasta en su apoyo al gobierno de Cambiemos, sostiene la confrontación política de alta intensidad. Tiene un compromiso intermitente con la legalidad y la división de poderes, activo hasta diciembre de 2015, inerte desde entonces.
El consenso alfonsinista habla el lenguaje global de los derechos humanos, hijo de las catástrofes políticas del siglo XX. Es antiautoritario, antidictatorial y, por tanto, sospechoso del poder público. Deudor de la tradición que inauguró John Locke se pregunta: ¿quién nos cuida de los que nos cuidan? Cuando el conflicto distributivo cobra fuerza, es decir, cuando queremos que alguien nos resguarde de los demás, es probable que no nos hagamos esta pregunta. No son tantos los años que vivimos sin violencia política. Es temprano para dejar de hacerla..
Profesor de Ciencia Política de la Universidad de San Andrés