Hace dos años se describió en esta columna el ascenso irresistible de Pro como «la victoria del metrobús sobre la lucha de clases». La idea fue que una nueva cultura, representada simbólicamente por ese exitoso sistema de transporte, se estaba imponiendo en la política argentina, basada en un supuesto: ya no existen las clases, sino «la gente», un conglomerado que desiste de los combates cruentos para preferir la solución de los problemas cotidianos. Ese desplazamiento transforma el rol del Estado, que, en lugar de moderar el conflicto de clases, desarrolla un amplio espectro de servicios para facilitar la vida social. La agenda doblega a la historia. Al cabo de dos años, la metáfora puede enriquecerse: el metrobús avanza impertérrito por el medio de la calzada, liberado del tránsito ruidoso que circula a izquierda y derecha, conduciendo gradualmente a un colectivo -que es la sociedad- a su destino seguro. El discurso presidencial del jueves pasado podría interpretarse como el regreso a esta imagen, cuando el fragor de los enfrentamientos amenazaba empañar el «Sí, se puede». Una apuesta renovada a la razón instrumental, bajo el otro supuesto de los gurúes de la política: el marketing doblegó a la ideología.
El ocaso de la lucha de clases, sin embargo, no es un invento de los consultores del príncipe. Se trata de una evidencia empírica que anima los debates de la ciencia social en las últimas décadas. Los cambios en el trabajo y en la conciencia de los trabajadores, el desarrollo de los servicios, la innovación tecnológica, entre otros factores, vuelven caduca la distinción bipolar entre proletarios y burgueses, aunque no abolen la plusvalía. Los sociólogos han descripto en detalle la transición que amortigua el conflicto de clases: se trata de un proceso complejo, que a la vez torna homogénea y segmentada la vida social, desarticula las luchas colectivas y conduce a los individuos al mundo privado del consumo. La sociedad del hedonismo incumbe y modela a todos, pero dentro de ella surgen innumerables matices, convertidos por las técnicas de marketing en targets, que requieren mercancías diferenciadas. Desde estampas religiosas hasta juguetes sexuales, la sociedad de consumo puede proveerlo todo. Solo depende de adecuar la oferta múltiple a la demanda infinita.
Esta vasta mutación permite en cierta forma entender la copiosa y estudiada oferta del Presidente. Anunció soluciones y estímulos para todos los gustos: igualdad salarial para las mujeres, licencia por paternidad para los varones, disminución de embarazos adolescentes, transparencia en el gobierno, parques y jardines, equilibrio fiscal, disminución de la inflación, revolución del turismo, fibra óptica, infraestructura, igualdad educativa, combate al narcotráfico, educación sexual, más inversión, empleo y salario. Y, por supuesto, la nueva estrella de la comunicación oficial: debatir sobre el aborto, aunque avisando que no está de acuerdo con él. En definitiva, el microtargeting, que tan bien practica Pro, pretende abarcar al conjunto de la sociedad.
Pero a no confundirse: rechaza el marxismo de Marx, pero también el de Groucho. Repudia la lucha de clases, sin deslizarse en la hipocresía de «estos son mis valores y si no les gustan tengo otros». La visión que lo guía proviene del mercadeo, es ajena a los ideales, tal como los conciben las ideologías. Y tampoco tiene prosapia política. Antes que ciudadanos comprometidos prefiere consumidores ávidos, que constituyen la cara más rentable del capitalismo democrático. El significante metrobús -cuya impronta son los medios, no los fines-denota un cambio de estilo y metas, que cabe interpretar antes que cuestionar. La utopía presidencial, aun sustentada en el marketing, contiene cierta dosis de voluntad cívica y conciencia social, que repudian la izquierda y la derecha. El gradualismo con inversión en los sectores vulnerables y la defensa del equilibrio fiscal sin ajuste salvaje siguen descolocando a populistas y neoliberales. Un indicio interesante.
Sin embargo, la panoplia entusiasta de Macri tropieza con una dificultad. Resolver los problemas de «la gente» tiene un límite preciso: los desequilibrios históricos y estructurales, frente a los que el marketing poco puede hacer. Cuando este se eclipsa, aflora «la puja distributiva», acaso el nombre de la lucha de clases en este país. La enfermedad cuyo síntoma es la inflación y la ausencia de financiamiento genuino. El desacuerdo invariable entre oficialismo y oposición que condiciona la economía. La avidez de las elites, acostumbradas a ir por todo en perjuicio de la sociedad. La pobreza.
Cuando retorna la historia, los globos amarillos regresan a su origen municipal. No alcanza con el discurso multipropósito de un presidente que busca ser reelegido. De un equipo de técnicos aplicados a combatir la inflación. De un llamado a invertir en un país imprevisible. De una sociedad discutiendo el aborto. O de la transformación de un cuartel en un parque. Tal vez haya que elevar la óptica política, pensar a otra escala. Porque si el metrobús anuncia una nueva cultura, los antiguos desencuentros y los problemas estructurales irresueltos la desdibujan y comprometen.
Por: Eduardo Fidanza
El ocaso de la lucha de clases, sin embargo, no es un invento de los consultores del príncipe. Se trata de una evidencia empírica que anima los debates de la ciencia social en las últimas décadas. Los cambios en el trabajo y en la conciencia de los trabajadores, el desarrollo de los servicios, la innovación tecnológica, entre otros factores, vuelven caduca la distinción bipolar entre proletarios y burgueses, aunque no abolen la plusvalía. Los sociólogos han descripto en detalle la transición que amortigua el conflicto de clases: se trata de un proceso complejo, que a la vez torna homogénea y segmentada la vida social, desarticula las luchas colectivas y conduce a los individuos al mundo privado del consumo. La sociedad del hedonismo incumbe y modela a todos, pero dentro de ella surgen innumerables matices, convertidos por las técnicas de marketing en targets, que requieren mercancías diferenciadas. Desde estampas religiosas hasta juguetes sexuales, la sociedad de consumo puede proveerlo todo. Solo depende de adecuar la oferta múltiple a la demanda infinita.
Esta vasta mutación permite en cierta forma entender la copiosa y estudiada oferta del Presidente. Anunció soluciones y estímulos para todos los gustos: igualdad salarial para las mujeres, licencia por paternidad para los varones, disminución de embarazos adolescentes, transparencia en el gobierno, parques y jardines, equilibrio fiscal, disminución de la inflación, revolución del turismo, fibra óptica, infraestructura, igualdad educativa, combate al narcotráfico, educación sexual, más inversión, empleo y salario. Y, por supuesto, la nueva estrella de la comunicación oficial: debatir sobre el aborto, aunque avisando que no está de acuerdo con él. En definitiva, el microtargeting, que tan bien practica Pro, pretende abarcar al conjunto de la sociedad.
Pero a no confundirse: rechaza el marxismo de Marx, pero también el de Groucho. Repudia la lucha de clases, sin deslizarse en la hipocresía de «estos son mis valores y si no les gustan tengo otros». La visión que lo guía proviene del mercadeo, es ajena a los ideales, tal como los conciben las ideologías. Y tampoco tiene prosapia política. Antes que ciudadanos comprometidos prefiere consumidores ávidos, que constituyen la cara más rentable del capitalismo democrático. El significante metrobús -cuya impronta son los medios, no los fines-denota un cambio de estilo y metas, que cabe interpretar antes que cuestionar. La utopía presidencial, aun sustentada en el marketing, contiene cierta dosis de voluntad cívica y conciencia social, que repudian la izquierda y la derecha. El gradualismo con inversión en los sectores vulnerables y la defensa del equilibrio fiscal sin ajuste salvaje siguen descolocando a populistas y neoliberales. Un indicio interesante.
Sin embargo, la panoplia entusiasta de Macri tropieza con una dificultad. Resolver los problemas de «la gente» tiene un límite preciso: los desequilibrios históricos y estructurales, frente a los que el marketing poco puede hacer. Cuando este se eclipsa, aflora «la puja distributiva», acaso el nombre de la lucha de clases en este país. La enfermedad cuyo síntoma es la inflación y la ausencia de financiamiento genuino. El desacuerdo invariable entre oficialismo y oposición que condiciona la economía. La avidez de las elites, acostumbradas a ir por todo en perjuicio de la sociedad. La pobreza.
Cuando retorna la historia, los globos amarillos regresan a su origen municipal. No alcanza con el discurso multipropósito de un presidente que busca ser reelegido. De un equipo de técnicos aplicados a combatir la inflación. De un llamado a invertir en un país imprevisible. De una sociedad discutiendo el aborto. O de la transformación de un cuartel en un parque. Tal vez haya que elevar la óptica política, pensar a otra escala. Porque si el metrobús anuncia una nueva cultura, los antiguos desencuentros y los problemas estructurales irresueltos la desdibujan y comprometen.
Por: Eduardo Fidanza