¿Habrán leído en Cambiemos al marxista e intelectual italiano Antonio Gramsci? Probablemente sí. Lo que parece seguro es que han comprendido lo que anticipaba como núcleo central de la lucha hegemónica en la política: el liderazgo cultural, el liderazgo de las ideas.
En abril de 2007, dos meses antes de ganar las elecciones presidenciales francesas, el político conservador Nicolas Sarkozy declaró en una entrevista a Le Figaro: «he hecho mío el análisis de Gramsci: el poder se gana por las ideas». El pensador italiano, desde la soledad lúdica y crítica de sus escritos en «Cuadernos de la cárcel», hablaba de que la batalla por las ideas es la verdadera lucha por la hegemonía. Y, esta última, se da primero en el seno de la sociedad civil. Es decir, cuando se gana en la sociedad, casi siempre se gana en la política. Lo mismo que sucede en el mundo económico. Cuando una empresa o una marca pierde el respeto, la consideración o la reputación en la sociedad, su liderazgo en un mercado o sector es insuficiente. «Cuando el ritmo de cambios dentro de la empresa es superado por el ritmo de cambios fuera, el final está cerca» afirmaba Jack Welch, CEO de General Electric.
Cuando Gramsci hablaba de hegemonía se refería a la construcción de un modelo societario, lo que —en otras palabras— conocemos como «proyecto de país». Para construir esa hegemonía hay que ir librando distintas luchas en el seno de la sociedad (en el terreno político, en el terreno económico, etc.). Luchas o causas, si prefieren un léxico menos beligerante, más contemporáneo. A esto último es a lo que Gramsci se refería en su famoso concepto «guerra de trincheras» o «guerra de posiciones»; es decir, ir ganando batallas que permitan construir el fin último, la hegemonía.
Una buena cita de Gramsci que expresa esta idea de lucha por las ideas como parte de la batalla cultural para construir liderazgo es la siguiente: «Adueñarnos del mundo de las ideas, para que las nuestras, sean las ideas del mundo». En ese sentido, es el autor que mayor hincapié ha hecho sobre la lucha por las ideas, entendiendo la cultura como fenómeno de masas y como herramienta indispensable para construir hegemonía, para construir un modelo societario, destacando así que la madre de todas las batallas es la lucha cultural.
El liderazgo electoral de Cambiemos no se puede entender, por ejemplo, sin una estrategia cultural en el mundo simbólico, que va desde el uso inteligente del color, la liturgia escénica o la capacidad flexible de los elementos de identidad gráfica, a la plasticidad de la praxis política. No hay liderazgo sin estética. Las formas son fondo. Cualquier intento opositor que aspire a competir y, eventualmente, a ganar deberá rivalizar culturalmente con su adversario. Una disputa estética que, tras su epidermis visual, encierra una auténtica estrategia alternativa.
El eje ideológico se ha desplazado al eje de comportamientos. De las dicotomías tradicionales de izquierda-derecha hemos pasado a nuevas polaridades mucho más complejas, y que tienen un sustrato cultural, con gran impacto en los electores: antiguo-moderno, analógico-digital, pasado-futuro, histórico-contemporáneo. ¿Es posible liderar el futuro pareciendo rancio o antiguo? Definitivamente, no.
Si tuviera que escoger a un grupo reducido de profesionales para una campaña electoral, seleccionaría a un poeta, a un escenógrafo y a un fotógrafo. O en tiempos de multitudes inteligentes conectadas y de causas, mejor hablar de poetas sociales, escenógrafos ciudadanos y creadores de imágenes que emergen de la misma sociedad y del activismo movilizado. Belleza de las palabras, de las escenas, de las imágenes. Primero, los contenidos (las ideas) y su plasticidad emocional. Luego, los canales, soportes y datos con su eficacia inteligente. Este es, creo, el camino.
En abril de 2007, dos meses antes de ganar las elecciones presidenciales francesas, el político conservador Nicolas Sarkozy declaró en una entrevista a Le Figaro: «he hecho mío el análisis de Gramsci: el poder se gana por las ideas». El pensador italiano, desde la soledad lúdica y crítica de sus escritos en «Cuadernos de la cárcel», hablaba de que la batalla por las ideas es la verdadera lucha por la hegemonía. Y, esta última, se da primero en el seno de la sociedad civil. Es decir, cuando se gana en la sociedad, casi siempre se gana en la política. Lo mismo que sucede en el mundo económico. Cuando una empresa o una marca pierde el respeto, la consideración o la reputación en la sociedad, su liderazgo en un mercado o sector es insuficiente. «Cuando el ritmo de cambios dentro de la empresa es superado por el ritmo de cambios fuera, el final está cerca» afirmaba Jack Welch, CEO de General Electric.
Cuando Gramsci hablaba de hegemonía se refería a la construcción de un modelo societario, lo que —en otras palabras— conocemos como «proyecto de país». Para construir esa hegemonía hay que ir librando distintas luchas en el seno de la sociedad (en el terreno político, en el terreno económico, etc.). Luchas o causas, si prefieren un léxico menos beligerante, más contemporáneo. A esto último es a lo que Gramsci se refería en su famoso concepto «guerra de trincheras» o «guerra de posiciones»; es decir, ir ganando batallas que permitan construir el fin último, la hegemonía.
Una buena cita de Gramsci que expresa esta idea de lucha por las ideas como parte de la batalla cultural para construir liderazgo es la siguiente: «Adueñarnos del mundo de las ideas, para que las nuestras, sean las ideas del mundo». En ese sentido, es el autor que mayor hincapié ha hecho sobre la lucha por las ideas, entendiendo la cultura como fenómeno de masas y como herramienta indispensable para construir hegemonía, para construir un modelo societario, destacando así que la madre de todas las batallas es la lucha cultural.
El liderazgo electoral de Cambiemos no se puede entender, por ejemplo, sin una estrategia cultural en el mundo simbólico, que va desde el uso inteligente del color, la liturgia escénica o la capacidad flexible de los elementos de identidad gráfica, a la plasticidad de la praxis política. No hay liderazgo sin estética. Las formas son fondo. Cualquier intento opositor que aspire a competir y, eventualmente, a ganar deberá rivalizar culturalmente con su adversario. Una disputa estética que, tras su epidermis visual, encierra una auténtica estrategia alternativa.
El eje ideológico se ha desplazado al eje de comportamientos. De las dicotomías tradicionales de izquierda-derecha hemos pasado a nuevas polaridades mucho más complejas, y que tienen un sustrato cultural, con gran impacto en los electores: antiguo-moderno, analógico-digital, pasado-futuro, histórico-contemporáneo. ¿Es posible liderar el futuro pareciendo rancio o antiguo? Definitivamente, no.
Si tuviera que escoger a un grupo reducido de profesionales para una campaña electoral, seleccionaría a un poeta, a un escenógrafo y a un fotógrafo. O en tiempos de multitudes inteligentes conectadas y de causas, mejor hablar de poetas sociales, escenógrafos ciudadanos y creadores de imágenes que emergen de la misma sociedad y del activismo movilizado. Belleza de las palabras, de las escenas, de las imágenes. Primero, los contenidos (las ideas) y su plasticidad emocional. Luego, los canales, soportes y datos con su eficacia inteligente. Este es, creo, el camino.