El sistema penitenciario ya no disimula: nosotros, los otros, la cárcel, el delito y el capitalismo. ¿Es la cárcel el medio para la reinserción social? ¿Reduce la delincuencia? ¿Educa? Todas las preguntas que volvemos a hacernos luego de la visita de Nils Melzer, relator especial sobre tortura de la ONU.
El artículo 18 de la Constitución Nacional proclama a las cárceles como espacios seguros, sanos y limpios, capaces de garantizar la integridad física, psíquica y moral de la persona, y que tienen como objetivo principal reeducar al individuo para que se reincorpore en sociedad. Puede sonar bien.
En Argentina, tanto en los penales federales como en los bonaerenses, los presos son llevados a vivir en situaciones extremas que en muchos casos terminan acabando con sus vidas: torturas, hacinamiento, hambre, encierro, falta de agua potable, infecciones, falta de atención médica y psicológica. Si no los mata la propia institución, se matan entre ellos. La sobrepoblación y la falta de recursos básicos para la vida diaria generan negocios internos entre bandas carcelarias. La lucha por el espacio y el poder se lleva miles de almas al año. Esta situación se repite a lo largo de América Latina, y nadie hace nada.
¿Qué podemos esperar de personas que son encerradas en celdas ínfimas sin ventilación ni luz? ¿Qué podemos esperar de personas que duermen en pisos mojados, rodeados de ratas que les caminan por la cabeza?¿Qué podemos esperar si la poca comida que tienen está podrida, y si el acto de comer y cagar se lleva a cabo en el mismo lugar?
Con las condiciones infrahumanas en las cuales están y viven, ¿cómo puede alguien pensar en reeducarse? Ese ser social que se espera, se vuelve un ser violento e incapaz de incorporarse a los escasos programas educativos y laborales que existen. Sin educación ni trabajo el panorama se complica aún más.
Como si esto fuera poco, el momento más duro termina siendo la vuelta a casa. Con un Estado ausente y una sociedad que excluye, el camino más fácil vuelve a ser la delincuencia. Y es que ¿cómo carajo puede alguien reinsertarse en una sociedad que no lo entiende, en una sociedad que no lo escucha ni lo mira? ¿Cómo podemos pedirle a alguien que salga y se ponga a laburar?
No necesitamos analizar mucho para darnos cuenta que estas instituciones terminan generando los efectos contrarios para los cuales fueron creadas. Entonces, ¿podemos hablar de un sistema funcional al capitalismo, un sistema que perpetúa la condición del delincuente y saca provecho de sus actividades clandestinas? Tal vez si.
La investigadora y activista mexicana, Sayak Valencia, en su libro «Capitalismo Gore» analiza el lado b de la economía mundial: violencia, armas, muertes, drogas, trata de mujeres y niños. Nuestros cuerpos y nuestra libertad terminan siendo el precio que paga el tercer mundo por aferrarse a la lógica del capital. La prisión, lejos de ser un fracaso social, crea y mantiene a una sociedad delictiva, necesaria para la reproducción de la clase dominante.
Tal vez es tiempo de releer a Foucault y de desconfiar en la foto de las cárceles llenas como bandera ganada en la lucha contra el delito. Dejemos de mirar para otro lado y volvamos a replantearnos la funcionalidad de nuestro sistema penitenciario.