Cuando el presidente Néstor Kirchner emprendió la negociación y canje de la deuda externa resultaba sencillo entender que no le quedaba otra. La Argentina necesitaba salir del default reduciendo una deuda pavorosa e impagable. Ganar tiempo, recuperar el control de la moneda, de la economía, de su soberanía.
Las tratativas fueron arduas, el Fondo Monetario Internacional (FMI), pese a no ser parte, hostigó a la Argentina y jugó a favor de los fondos buitres.
Kirchner y el ministro de Economía Roberto Lavagna pulsearon con firmeza, ahí radicó su primera virtud. La otra, no compartir la ideología de las contrapartes, no empatizar con ellos, no creerles nada, no admirarlos. Deprimen las comparaciones con el presente.
Era más complejo, contraintuitivo, compartir la maniobra de desendeudarse con el FMI pagando “cash”. Kirchner lo decidió, en simultáneo con su par brasileño Lula da Silva. Quienes profesan (profesamos) un ideario nacional-popular nos (le) preguntamos para qué cancelar una deuda no vencida a un acreedor odioso y odiado. Kirchner explicó y predicó que desendeudar significaba desplazar al FMI como interventor de nuestra economía. De nuevo, “compraba” autonomía política, espacio para decidir.
“Desintervino” de facto al Banco Central: cubrió el pago con sus reservas, que rápidamente se recuperaron.
En aquella época, el FMI ocupaba una oficina en el bello edificio del Banco Central. Gratarola, una concesión plagada de simbolismo. El FMI no precisa garronear un bulín pero sí dejar constancia de su poder. La oficina se cerró durante la década perdida.
El retorno del FMI evoca instantáneamente la crisis que se incubó durante la presidencia de Carlos Menem y concluyó catastróficamente bajo el mandato de Fernando de la Rúa. El blindaje que se está pactando con el FMI trae esas remembranzas, tanto como las nostalgias de la época en las que el presidente representaba al pueblo argentino y no a sus clases dominantes, como Mauricio Macri.
Están frescos los elogios del Jefe de Gabinete Marcos Peña al Ministro de Finanzas, Luis Caputo, por haber conseguido rápido, a costos usurarios 9000 millones de dólares. Debemos agradecerle, adujo ante una claque de animales sueltos, “Toto” es de Champions League. Como enseña el colega Alfredo Zaiat en este diario, encubría un fracaso –no conseguía más crédito– alegando que no lo necesitaba.
Los 9000 palos verdes se evaporaron. Ahora el Gobierno corre a someterse al FMI por 30000 millones. Nobleza obliga a replicar: Toto, sos de la “B”. Ministro Peña: pare de mentir por dos meses, a ver qué se siente.
Macri prometió un programa desarrollista. Argentina devendría la góndola del mundo, la inflación descendería fácilmente, la pobreza cero se concretaría poco después. En el inicio del Gobierno, se pontificaba que la devaluación no impactaría en los precios, por primera vez en la experiencia doméstica.
El oficialismo alentó la especulación, redujo las retenciones que gravaban al sector productivo más opulento. Desreguló los controles a la entrada y salida de capitales. Alentó la bicicleta financiera, maltratando a la industria vinculada al consumo local.
Carlos Menem y Domingo Cavallo vendieron el patrimonio público a precio vil. Con dichas joyas de la abuela armaron un colchón que mitigó el efecto devastador de su política económica y alejó el momento del estallido, temporalmente. El modelo M usó como colchón el notable desendeudamiento heredado del kirchnerismo: el nacional, el de las provincias, el de las empresas, el de muchísimos ciudadanos, en particular de clases medias para arriba.
En dos años y medio se ahondó la distribución regresiva del ingreso. Abundan ministros y secretarios de Estado entre los ganadores, preestablecidos desde la línea de largada. ¿Cuánto lucró el ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, entre fines de abril y hoy? ¿Y su par de Energía, Juan José Aranguren?
“El campo” que gerencia el ministerio de Agroindustria desde diciembre de 2015, se la lleva con pala, sin aumentar el irrisorio sueldo de los peones. Escribimos en esta columna, diez días atrás, que el Gobierno estaba siendo ametrallado por fuego amigo. La sufrida elite campestre retiene las liquidaciones de divisas, esperando sentada que la devaluación toque techo. El capitalismo es cruel, aún entre gente bien de Cambiemos.
Cavallo, comparado con Dujovne, es gracioso como Alberto Olmedo, elocuente como Demóstenes e inteligente como Einstein. Más audaz, encima de todo. En las semanas terminales de la Alianza denunció el mito de “los mercados”. No son los estados ni “el mundo” ni un fetiche. Son timberos de mayor o menor porte.
El taimado discurso oficial esconde (indulta, por ende) a quienes especularon en estos días estresantes. Podrán o no ser los mismos actores, las mismas empresas, pero hablamos de otra faceta del juego. Quienes entraron y salieron sabiamente del dólar, enfilaron o no hacia las Lebac, “volaron hacia la calidad” cosecharon rendimientos tremendos. Diez por ciento en dólares en igual número de días si se compró en el momento justo.
Cuando el gobierno maniobra las variables, con saltos diarios brutales, cualquier jugador que disponga de información calificada multiplica las chances de medrar.
El ex titular de la SIDE, Fernando de Santibañes, se valió de esa data en el gobierno de Alfonsín. Era un gerente mediano de un banco, lo compró a precio de ganga porque estaba quebrado, se hizo multimillonario en cuestión de semanas cuando la suerte cambió y la entidad reflotó. Un par de soplos hacen la diferencia.
¿Habrá ocurrido algo similar en medio del fárrago, en el gobierno de los CEOs, en el Gabinete que tiene sus capitales afuera, en la promiscuidad entre lo público y los privados? Las condiciones de posibilidad están dadas.
No es el problema principal que aqueja a la gente común que padecerá las siete plagas de Egipto. Como nota al pie, el interrogante vale.
Huirán las oscuras golondrinas. ¿Dejarán de graznar los gansos que hablaban del gradualismo? El ajuste ya se despliega. En este año aumentaron los despidos en el sector público, las tarifas, los combustibles, el transporte, los artículos de primera necesidad.
Las medidas se acentuarán, consumando el arquetípico programa económico de la derecha. Las reacciones irán in crescendo.
Macri fortalece al conjunto de la oposición, la arrincona, casi diríamos la fuerza a resistir.
El veto a la ley de suspensión del tarifazo daba la impresión, hasta ayer, de un ritual consumado. La opo demostraría cohesión y haría valer el número, el presidente vetaría, desatando el debate sobre los costos políticos, la caída de imagen, etcétera.
En el escenario naciente, la Confederación General del Trabajo (CGT) queda forzada a radicalizarse o, mejor expresado, a ser menos transigente. La huelga general es una variable posible de la acción directa. Ni la más potente, ni la más constante de las que están al caer.
El Gobierno tradujo mal el resultado de las elecciones de medio término. Las leyó como un cheque en blanco para profundizar la recesión, cortar súbitamente la obra pública, avanzar sobre derechos de jubilados y trabajadores. En uno de esos giros paradójicos de la historia, no captó cual había sido su propia táctica: morigerar el ajuste, volcar recursos en el gasto social, prometer que las cosas mejorarían si el kirchnerismo era vencido.
Los argentinos de a pie palpitan y sufren la remake de la película que ya vieron. Ningún pasado se repite en calco, pero las constantes existen: nunca es eterno ni viable un sistema basado en endeudamiento constante y pagadiós.
Un gobierno de derecha ofuscado es peligroso. El macrismo ya mostró los dientes reprimiendo y encarcelando manifestantes, instigando el asesinato por la espalda de Rafael Nahuel, en la represión feroz que fue causa o contexto de la muerte violenta de Santiago Maldonado.
El escenario atribula, mete miedo. El gobierno de clase tocó sus límites, chocó contra el clásico iceberg, ahora se enfada con la realidad.
El agotamiento de un modelo con pies de barro era inexorable, aunque no estaba fechado y tal vez no fuera inminente. Hoy en día, sencillamente, está ocurriendo.
Las tratativas fueron arduas, el Fondo Monetario Internacional (FMI), pese a no ser parte, hostigó a la Argentina y jugó a favor de los fondos buitres.
Kirchner y el ministro de Economía Roberto Lavagna pulsearon con firmeza, ahí radicó su primera virtud. La otra, no compartir la ideología de las contrapartes, no empatizar con ellos, no creerles nada, no admirarlos. Deprimen las comparaciones con el presente.
Era más complejo, contraintuitivo, compartir la maniobra de desendeudarse con el FMI pagando “cash”. Kirchner lo decidió, en simultáneo con su par brasileño Lula da Silva. Quienes profesan (profesamos) un ideario nacional-popular nos (le) preguntamos para qué cancelar una deuda no vencida a un acreedor odioso y odiado. Kirchner explicó y predicó que desendeudar significaba desplazar al FMI como interventor de nuestra economía. De nuevo, “compraba” autonomía política, espacio para decidir.
“Desintervino” de facto al Banco Central: cubrió el pago con sus reservas, que rápidamente se recuperaron.
En aquella época, el FMI ocupaba una oficina en el bello edificio del Banco Central. Gratarola, una concesión plagada de simbolismo. El FMI no precisa garronear un bulín pero sí dejar constancia de su poder. La oficina se cerró durante la década perdida.
El retorno del FMI evoca instantáneamente la crisis que se incubó durante la presidencia de Carlos Menem y concluyó catastróficamente bajo el mandato de Fernando de la Rúa. El blindaje que se está pactando con el FMI trae esas remembranzas, tanto como las nostalgias de la época en las que el presidente representaba al pueblo argentino y no a sus clases dominantes, como Mauricio Macri.
Están frescos los elogios del Jefe de Gabinete Marcos Peña al Ministro de Finanzas, Luis Caputo, por haber conseguido rápido, a costos usurarios 9000 millones de dólares. Debemos agradecerle, adujo ante una claque de animales sueltos, “Toto” es de Champions League. Como enseña el colega Alfredo Zaiat en este diario, encubría un fracaso –no conseguía más crédito– alegando que no lo necesitaba.
Los 9000 palos verdes se evaporaron. Ahora el Gobierno corre a someterse al FMI por 30000 millones. Nobleza obliga a replicar: Toto, sos de la “B”. Ministro Peña: pare de mentir por dos meses, a ver qué se siente.
Macri prometió un programa desarrollista. Argentina devendría la góndola del mundo, la inflación descendería fácilmente, la pobreza cero se concretaría poco después. En el inicio del Gobierno, se pontificaba que la devaluación no impactaría en los precios, por primera vez en la experiencia doméstica.
El oficialismo alentó la especulación, redujo las retenciones que gravaban al sector productivo más opulento. Desreguló los controles a la entrada y salida de capitales. Alentó la bicicleta financiera, maltratando a la industria vinculada al consumo local.
Carlos Menem y Domingo Cavallo vendieron el patrimonio público a precio vil. Con dichas joyas de la abuela armaron un colchón que mitigó el efecto devastador de su política económica y alejó el momento del estallido, temporalmente. El modelo M usó como colchón el notable desendeudamiento heredado del kirchnerismo: el nacional, el de las provincias, el de las empresas, el de muchísimos ciudadanos, en particular de clases medias para arriba.
En dos años y medio se ahondó la distribución regresiva del ingreso. Abundan ministros y secretarios de Estado entre los ganadores, preestablecidos desde la línea de largada. ¿Cuánto lucró el ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, entre fines de abril y hoy? ¿Y su par de Energía, Juan José Aranguren?
“El campo” que gerencia el ministerio de Agroindustria desde diciembre de 2015, se la lleva con pala, sin aumentar el irrisorio sueldo de los peones. Escribimos en esta columna, diez días atrás, que el Gobierno estaba siendo ametrallado por fuego amigo. La sufrida elite campestre retiene las liquidaciones de divisas, esperando sentada que la devaluación toque techo. El capitalismo es cruel, aún entre gente bien de Cambiemos.
Cavallo, comparado con Dujovne, es gracioso como Alberto Olmedo, elocuente como Demóstenes e inteligente como Einstein. Más audaz, encima de todo. En las semanas terminales de la Alianza denunció el mito de “los mercados”. No son los estados ni “el mundo” ni un fetiche. Son timberos de mayor o menor porte.
El taimado discurso oficial esconde (indulta, por ende) a quienes especularon en estos días estresantes. Podrán o no ser los mismos actores, las mismas empresas, pero hablamos de otra faceta del juego. Quienes entraron y salieron sabiamente del dólar, enfilaron o no hacia las Lebac, “volaron hacia la calidad” cosecharon rendimientos tremendos. Diez por ciento en dólares en igual número de días si se compró en el momento justo.
Cuando el gobierno maniobra las variables, con saltos diarios brutales, cualquier jugador que disponga de información calificada multiplica las chances de medrar.
El ex titular de la SIDE, Fernando de Santibañes, se valió de esa data en el gobierno de Alfonsín. Era un gerente mediano de un banco, lo compró a precio de ganga porque estaba quebrado, se hizo multimillonario en cuestión de semanas cuando la suerte cambió y la entidad reflotó. Un par de soplos hacen la diferencia.
¿Habrá ocurrido algo similar en medio del fárrago, en el gobierno de los CEOs, en el Gabinete que tiene sus capitales afuera, en la promiscuidad entre lo público y los privados? Las condiciones de posibilidad están dadas.
No es el problema principal que aqueja a la gente común que padecerá las siete plagas de Egipto. Como nota al pie, el interrogante vale.
Huirán las oscuras golondrinas. ¿Dejarán de graznar los gansos que hablaban del gradualismo? El ajuste ya se despliega. En este año aumentaron los despidos en el sector público, las tarifas, los combustibles, el transporte, los artículos de primera necesidad.
Las medidas se acentuarán, consumando el arquetípico programa económico de la derecha. Las reacciones irán in crescendo.
Macri fortalece al conjunto de la oposición, la arrincona, casi diríamos la fuerza a resistir.
El veto a la ley de suspensión del tarifazo daba la impresión, hasta ayer, de un ritual consumado. La opo demostraría cohesión y haría valer el número, el presidente vetaría, desatando el debate sobre los costos políticos, la caída de imagen, etcétera.
En el escenario naciente, la Confederación General del Trabajo (CGT) queda forzada a radicalizarse o, mejor expresado, a ser menos transigente. La huelga general es una variable posible de la acción directa. Ni la más potente, ni la más constante de las que están al caer.
El Gobierno tradujo mal el resultado de las elecciones de medio término. Las leyó como un cheque en blanco para profundizar la recesión, cortar súbitamente la obra pública, avanzar sobre derechos de jubilados y trabajadores. En uno de esos giros paradójicos de la historia, no captó cual había sido su propia táctica: morigerar el ajuste, volcar recursos en el gasto social, prometer que las cosas mejorarían si el kirchnerismo era vencido.
Los argentinos de a pie palpitan y sufren la remake de la película que ya vieron. Ningún pasado se repite en calco, pero las constantes existen: nunca es eterno ni viable un sistema basado en endeudamiento constante y pagadiós.
Un gobierno de derecha ofuscado es peligroso. El macrismo ya mostró los dientes reprimiendo y encarcelando manifestantes, instigando el asesinato por la espalda de Rafael Nahuel, en la represión feroz que fue causa o contexto de la muerte violenta de Santiago Maldonado.
El escenario atribula, mete miedo. El gobierno de clase tocó sus límites, chocó contra el clásico iceberg, ahora se enfada con la realidad.
El agotamiento de un modelo con pies de barro era inexorable, aunque no estaba fechado y tal vez no fuera inminente. Hoy en día, sencillamente, está ocurriendo.