Escribir acerca de la clase media en nuestro país (quizás en cualquiera) resulta un ejercicio complicado debido no sólo a la ambigüedad propia de la designación sino además, y sobre todo, a la multiplicidad de comportamientos que los integrantes de esta porción de la sociedad han evidenciado, por lo menos, en los últimos cuarenta años.
Porque si bien es cierto que en la actualidad parte de la clase media pretende ocupar un justo medio equidistante entre dos extremos, situación que implica, básicamente, bautizarse inocente e íntegra, también es verdad que los movimientos armados que irrumpieron a finales de la década del ´60 estaban compuestos por adolescentes y jóvenes provenientes de estos mismos sectores delineados históricamente a través de una catarata de programas televisivos y radiales que imponían sus valores fundamentales: esfuerzo, honestidad y trabajo.
Ya en 1848, Carlos Marx (espero que nadie se horrorice), en el Manifiesto Comunista (un fantasma recorre el texto…), advierte sobre los sectores medios: “Los elementos de las clases medias, el pequeño industrial, el pequeño comerciante, el artesano, el labriego, todos luchan contra la burguesía para salvar de la ruina su existencia como tales clases. No son, pues, revolucionarios, sino conservadores. Más todavía, reaccionarios, pues pretenden volver atrás la rueda de la historia. Todo lo que tienen de revolucionario es lo que mira a su tránsito inminente al proletariado”. Sin duda, esclarecedor. Basta recordar (153 años después) un cantito de diciembre del 2001: “Piquete y cacerola la lucha es una sola”. Unión evidentemente oportunista, propiciada por un momento en el que una multitud se encontraba a punto de caer en el abismo de la pobreza. Hoy, luego de 12 años, nadie imagina a un piquetero atravesando una manifestación cacerolera: “que Dios lo ayude”.
Ahora bien, según Marx la clase media es reaccionaria, pero ¿los jóvenes que luchaban en los ´70 por un mundo diferente, por la patria socialista, lo eran? ¿Y si existieran períodos históricos en que parte de los sectores medios toman la decisión de adherir a un extremo que implicaría un cambio radical y no una mera adaptación? En Estudio de la mentalidad burguesa, de José Luis Romero, se sugiere una explicación: “El disconformismo no sólo rechaza las formas de vida sino, mucho más enérgicamente, las formas de mentalidad, que hoy constituyen su respaldo y que en su tiempo fueron el fruto de esas formas de vida”.
¿Qué formas de vida, qué mentalidad? Juan José Saer, en el ensayo El río sin orillas, describe de manera magistral el meollo del problema:“Los famosos valores de occidente por los que tantos caballeros de industria, servicios de inteligencia, financistas sin alma, seudohumanistas y ejércitos hipertecnificados, mueven de tanto en tanto cielo y tierra por preservar, no son otra cosa que esas convicciones estrechas y friolentas de la clase media, esas supuesta bonachonería y esas supuesta tolerancia inquebrantables que la primera incomodidad hace echar por la borda, esos curiosos derechos que pierden vigencia para el vecino si el vecino no se adapta a las normas universales, ese pacifismo abstracto cuando se trata de intereses propios, esa libertad de religión que desprecia en las barbas la superstición ajena, esa pretendida soberanía puramente verbal que no sirve más que para amoldarse a lo que un puñado de poderosos, que tienen en sus manos los mecanismos de manipulación, ha decidido con sus propios criterios morales y con sus propios parámetros de geopolítica, de planificación paranoica y de rentabilidad”. Justamente, la defensa de esos valores, como dice Saer, siempre encuentra propicia la hora de la espada: “Cuando las cosas van mal en la Argentina, que el dólar aumenta vertiginosamente, que hay demasiadas huelgas, que cualquier conflicto social se arrastra sin perspectiva inmediata o lejana de solución, el ama de casa, el comerciante, el chofer de taxi, el joven ambicioso, el chacarero o el burgués repleto y autosatisfecho de sus logros económicos, empiezan a reclamar su ‘millón de muertos’. Este ‘millón de muertos’ es, para el grueso de la opinión pública, la panacea, el recurso mágico que, cuando ninguna salida es en apariencia posible, resolverá todos los problemas”.
Preguntas: ¿los problemas de quién? ¿Son los inconvenientes de las clases medias los que se resolvieron con la dictadura militar? ¿La instauración de un plan económico criminal benefició a los sectores medios? ¿El exterminio sistemático de seres humanos brindó mayor seguridad a los honorables e inocentes ciudadanos? ¿Las políticas neoliberales durante los ´90, que en un principio permitieron comprar la licuadora en cuotas, no fueron a la larga una condena para esos mismos sectores?
Respuestas puntuales sobran o faltan. No importa. Análisis precisos sobre las capas medias argentinas existen a montones. Sin embargo, lo que pretendo subrayar en este artículo es simplemente una actitud, una visión del mundo que persigue a vastos sectores sociales que son incapaces de observar otra cosa que no sea su propio ombligo. La cifra de esto la encuentro nada menos que en una pésima (desde todo punto de vista) película (Žižek me enseñó mucho al respecto), muy vista en su tiempo, 1972, El picnic de los Campanelli” (Pier Paolo Pasolini susurra: “Se trata de una familia pequeño-burguesa en el sentido ideológico, no en el sentido económico”); allí se cuentan diferentes historias de una típica familia inmigrante de clase media, “no hay nada más lindo…”, estrenada en una coyuntura en la que los enfrentamientos políticos tenían una impronta de violencia insoslayable, caldo de cultivo para la etapa más oscura y sangrienta de nuestra historia (un interesante comentario dejado en Youtube aclara en respuesta a otro: “Sobre todo inofensiva en épocas que había que ser combativo”).
La cuestión es que después de un domingo de idas y vueltas, de sanas andanzas (de los lugares más comunes que uno pueda encontrar, de los estereotipos más repugnantes sobre las mujeres que se nos ocurran), la mucama de los Campanelli, Flora, en los segundos finales, quizás al modo de una premonición de lo que luego sería la conducta típica de una parte de esa clase media tan heterogénea y nada equidistante, grita: “¡A lavarse las manos, chicos! ¡A lavarse las manos!”; pedido en apariencia inocente que resultó ser la condición de posibilidad para que los supuestos valores de los sectores medios pudieran ser protegidos a través de la tortura y el asesinato.
Lo mejor de la Argentina es que más del 70% de los individuos se ve a si mismo como clase media. La revolución proletaria se queda en la línea de arranque pór falta de proletarios.El obrero industrial o el empleado adquiere rápido los valores de la clase media. Hoy en la Argentina hay subjetivamente (lo que al final se transforma en objetivo) unos pocos ricos, clase media y el resto es en gran parte lumpen.
El problema mas importante que tenemos por delante es el de formular una propuesta en la que la clase media se sienta expresada.