En el marco de las denuncias al actor Juan Darthes se abren diversas preguntas. Todas ellas son válidas pero ¿están bien dirigidas? ¿Por qué la opinión publica exige explicaciones a la víctima pero olvida la responsabilidad del Estado a través de la justicia?
La ciudadanía se encuentra revolucionada como consecuencia de lo sucedido en el marco de la denuncia por violación contra una figura pública, que fuera acompañada por una conferencia convocada colectivo Actrices Argentinas.
En ese contexto, en los distintos ámbitos, la discusión se cuela por todos los frentes y se profundiza de la mano de la necesaria y urgente búsqueda de explicaciones.
No hay modo de aventurar conjeturas sin que prime la sensación de angustia y bronca. Sin que nos interpele la desazón de imaginar a una niña en condiciones que ella misma tuvo la valentía de describir.
Pero, tratando de poner un manto de objetividad ante semejante presencia de sentimientos tan fuertes que avasallan al pensamiento, es menester analizar cuáles son las condiciones coyunturales pero también históricas que empujan a una mujer a exponer una situación de violación contada en primera persona frente a un país entero.
Ante el panorama antes descripto, no tardaron en llegar las críticas y los cuestionamientos respecto de la modalidad de efectuar testimonio público en el que se le adjudica la comisión de un delito gravísimo a una persona que aún no ha sido juzgada por la ley.
En este sentido, es cierto que puede interpretarse que, en esta instancia, y sin sentencia firme, el hecho de recibir la condena social conlleva una violación de determinados derechos para quien es denunciado.
Claro que hasta que no se demuestre lo contrario, cualquier persona es inocente según lo establece nuestra Constitución Nacional. Y aquí existe un límite difuso entre lo que es la condena para la ley y lo que es la condena social que incluso puede implicar un perjuicio laboral para alguien que trabaja con su imagen.
Toda esta lectura es válida, suponiendo que previamente se haya tomado dimensión de cuáles son los derechos que se le violaron a la víctima y de cuáles son los perjuicios y las secuelas que implican los hechos para una persona abusada sexualmente. No hace falta ahondar al respecto de la gravedad de las marcas que puede dejar este tipo de delito en quien lo sintió en carne propia.
Es por ello que para quienes dudan de la veracidad de los hechos basta con hacerles notar que para una joven de veintitantos sentarse frente a una cámara de televisión y relatar una serie de episodios que constituyen violación sobre su persona, sobre su territorio más íntimo, nunca podría ser cómodo ni tampoco algo inventado para “cobrarse un vuelto”. ¿Quién podría exponerse a una situación semejante, con las consecuencias que ello acarrea, y luego de años de procesar lo que sucedió?
El hecho de reconocerse abusada debe ser de las cosas más difíciles de atravesar. En este sistema que nos rige, el reconocimiento de cualquier forma de opresión a la que somos sometidas es quizás el paso más costoso de dar. Si esa dificultad es tan grande en el fuero íntimo, nadie pudiera creer que hacerlo de manera pública resulte liviano o superficial.
Lejos de hacernos dudar de la víctima, el acto de testimoniar públicamente un hecho de estas características, debería hacernos interpelar acerca de que (no) sucedió antes para que alguien, luego de haber pasado por esa situación, tenga que tomar la determinación de prestarse a ese nivel de exposición de su privacidad.
Las preguntas y los cuestionamientos no tienen que dirigirse a los modos de decir de las mujeres. El pedido de explicaciones debe ser remitido a los estratos de la justicia que efectivamente no contienen ni acompañan a las víctimas de violación, y que ponen sus herramientas a disposición de la defensa de los potenciales violadores y no así de las personas abusadas.
Como ciudadanos y ciudadanas activxs y realmente comprometidxs, deberíamos eliminar de cuajo esos señalamiento simplistas (producto del machismo que todxs llevamos dentro) que posiciona a una mujer como “busca fama” ante una situación de estas características.
Nuestro compromiso verdadero tendría que obligarnos a preguntarnos qué falencias graves tiene la estructura judicial para que la única vía posible para ser escuchada que tiene una persona violada sea accediendo a la denuncia mediática.
Si bien es cierto que el caso de Thelma está debidamente acompañado de las acciones penales que acreditan sus dichos, hay que pensar porque no es eso suficiente para que la misma pueda sentirse contenida por la justicia y tenga la imperiosa necesidad de hacer público un episodio traumático.
Por supuesto que existe un componente social y una empatía para con las otras mujeres. Por supuesto que las redes que tejemos a partir del poderoso surgimiento de los feminismos nos mantienen en permanente estado de alerta y en permanente comunicación con las demás.
Pero todo ello también sucede porque todavía sin la existencia de esas redes nos sentimos solas y desoídas por las instituciones que deberían estar a la altura de eliminar las desigualdades con las que a diario convivimos.
Es hora de terminar con esa tendencia a poner a la mujer, a la niña o al niño en el banquillo del acusado. En una coyuntura que pide a gritos un cambio de paradigma, seguir sosteniendo esas ideas es aberrante.
Llegó la hora de pedir al Estado y a los poderes que lo conforman que se responsabilicen. Pero sobre todo hay que exigir que las normas, como asimismo los procesos judiciales, se adapten a las necesidades de quienes denuncian, ante todo. No es cierto que arbitrar los medios para que así sea implique una violación a las garantías constitucionales de los acusados.
De por sí, la carga probatoria de la parte denunciante es mucho más difícil debido a que, en líneas generales, los delitos que se denuncian ocurren sin la presencia de terceros que puedan prestar declaración testimonial. Y, por otra parte, la recolección de las pruebas se realiza nada menos que en los cuerpos de las víctimas. Otra vez, la invasión del territorio más íntimo. ¿Quién pudiera querer someterse a esa batería de exámenes y pericias por una “confusión”?
Necesitamos correr el eje. Hay que frenar el aparato que sigue exigiendo créditos a las personas que denuncian abusos.
Hay que pedir explicaciones a los operadores de la justicia. Hay que exigir que se capacite, que se creen protocolos de acción frente a estos casos. Y, si es necesario, hay que ir hasta la modificación de los códigos de forma para que se transformen ante este tipo de delitos.
El paradigma de la justicia debe cambiar para que las investigaciones partan de la base de respetar las garantías constitucionales pero también de la premisa de garantizar el respeto a la víctima. Un respeto que implica comenzar por creer en sus dichos y promover una instrucción que cuide y proteja los derechos de la parte actora y que asimismo no la re victimice.
Los parámetros actuales están pensados para brindar protección únicamente al victimario. Por eso, una piba tiene que recurrir a la mediatización de su propia violación.
Cabe destacar que de la búsqueda de estadísticas oficiales para la producción de este artículo se desprendió un dato muy particular: respecto de los casos de abuso infantil, los organismos de la justicia no relevan números acerca de la cantidad de denuncias que se realizan, como asimismo de cuantas obtienen procesamiento y condena en la jurisdicción de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, por ejemplo. Para aproximarse a esos números hay que dirigirse a cada dependencia que trabaja sobre el tema y saber que no todas manejan esos datos. Es decir que no existe un organismo judicial que unifique la información en ese territorio.
La importancia de contar con este tipo de datos es crucial a la hora de identificar cuáles son las fallas del sistema.
Sin perjuicio de lo anterior, es importante decir que algunas personas tienen la posibilidad de acceder a los medios pero otras pibas y otros pibes no tienen esa chance. Por esos pibes y esas pibas también tenemos que pedir una justicia que este a la altura. Es también por esas desigualdades que debemos exigir celeridad y eficiencia. Para tener una situación más justa y equitativa.
Cuando tengamos que volver a escuchar a algún/a pibe/a, tratemos de medir menos la pollera y de dirigir más los reclamos y los cuestionamientos al poder judicial.
Un poder judicial que debe garantizar que las víctimas de abuso únicamente le adjudiquen los plazos que demoraron en realizar la denuncia a los procesos emocionales que son privados, personales y diversos, y nunca más se deje de denunciar por miedo a la des protección de este sistema corroído y machista.