Basta con transitar con cierta atención a través del entramado discursivo que nos envuelve para constatar que pese a los esfuerzos denodados de algunos de sus protagonistas por demostrar su pragmatismo y sentido común, lo que impera ineludiblemente es pura y simple ideología.
Digamos el asunto con cierto esmero popular: El más peligroso de los locos es aquel que no sabe el mal que padece. Eso es lo que ocurre con buena parte de nuestra concurrencia, que pese a la estrepitoso fracaso de las cosmovisiones a las que adhirieron y apostaron su pellejo, se aferran con uñas y dientes al sentido común que estas cosmovisiones nutrieron.
Entre las más firmes convicciones que el sentido común de la visión derrotada se esmera por perpetuar, es aquella extendida creencia que afirma que la política puede reducirse a la concertación o consensuación de los individuos o grupos de intereses; o su espejo ideológico, que afirma lo político como conflicto agonístico permanente.
Los posicionamientos de unos y otros se nutren, al fin de cuentas, de un presupuesto naturalista que pretende una aparente materialidad de la sustancia política. De ahí que la medición o contraposición se encuentre en el núcleo de estas dos nociones de la política moderna. Sea con el propósito de armonizar los elementos o de producir combinaciones químicamente reactivas, unos y otros otorgan a la medida el lugar hegemónico de lo político.
La crisis planetaria, que involucra no sólo las condiciones materiales de nuestra subsistencia como especie, sino que a su vez implica la posibilidad de un universo sin tiempo y espacio significativo debido a la desaparición de la conciencia humana de la esfera del ser, nos obliga a ejercitar un tipo de libertad de pensamiento, muy anquilosada en nuestro entramado genético actual, debido a la clausura a la que hemos sometido a nuestro cerebro después de siglos de pensamiento inmanentista y antimetafísico.
Ahora que hemos llegado al final del camino propuesto a comienzos del siglo XVII, la modernidad se ve obligada otra vez a pensar lo impensable, para que de esa im-pensabilidad vuelvan a encarnarse modelos planetarios que estén a la altura de los problemas a los que debemos enfrentarnos.
El sentido común es pura ideología: eso significa que los discursos anclados en estos tienden a retrasar el surgimiento de una nueva ideología que se ponga a la altura de los tiempos que nos tocan.
No se me mal entienda: lo nuevo no debe ser radicalmente original. Lo nuevo es también lo renovado, en el sentido de lo vuelto a pensar, que en el pasado quedó atisbado pero no para nuestra propia época.
No se trata de ‘revolucionar’, sino de re-volucionar, es decir, volver al pasado después de la ruptura, a lo originario en toda su diversidad, para encontrar allí lo que aun no siendo dicho entonces, fue apuntado ocultamente para nosotros.
Se trata de recuperar una política (una lectura de lo político) que haga de los que se han ido y los que aun están por nacer, la sustancia de un presente que se nos impone como lo único real, que se utiliza para alienarnos de lo que somos: un tipo de misteriosa continuidad y unidad a través del tiempo.
1) El ‘presente’ (al que se le pretende dar estatuto ontológico) es una ficción que sirve al proyecto instrumentalizador del cuerpo, la conciencia, la comunidad y el entorno planetario.
2) Lo que debemos afirmar es nuestro propio límite. En contraposición al eslógan del ‘Yo puedo’ deberíamos revalorizar el: No, no puedo (ni debería siquiera intentarlo).
3) El individuo (exigente agente de derechos inventado en los albores de la modernidad) debe ser recordado de su imposibilidad lógica y ontológica, reconocer su radical dependencia comunitaria, y actuar en consecuencia.
Puesto en términos hegelianos eso significa que no debemos concebir la comunidad como una maquinaria establecida colectivamente para servir los intereses individuales, como pretenden las formas atomizadas de liberalismo, donde lo individual o lo sectorial es la última meta, y el propósito de la sociedad es permitir la realización de las aspiraciones de dichos individuos o sectores, sino la esencail participación en una vida común, la expresión de una realidad superior a los meros individuos y los sectores de intereses.
Después de cuatro siglos de orgías inconscientes, es hora de volver a pensar.