La chanchada que, por órdenes de Héctor Magnetto, ha montado el empleado de Clarín Jorge Lanata contra Víctor Hugo Morales, me hizo recordar, en un primer momento, a un concepto que alguna vez le oí a Lucas Carrasco. Mecánica estratégica clásica de la derecha, decía Lucas, la de querer llevar a su misma mugre a aquellos con quienes adversa.
Por ejemplo, cuando se reabrieron los juicios por delitos de lesa humanidad, lo que surgió, por parte de familiares y afines de los implicados en ellas, como contestación, fue el intento de armar causas contra la denominada guerrilla. Lo que vulgarmente se conoce como «memoria completa»; o bien, «no mirar la historia con un sólo ojo», tanto da. En cualquier caso, versión renovada, pero impotente, de lo que fuera la nefasta teoría de los dos demonios, que pretendiera, en los ochenta, equiparar las acciones de las organizaciones revolucionarias armadas con las del Estado terrorista.
(Digresión: de lo que tuvimos, el último domingo, buenas noticias, contadas por Horacio Verbitsky: «quince magistrados de distinta formación, ideología y antigüedad en la justicia, coincidieron en que no era posible la persecución penal por un hecho realizado tres décadas antes sin intervención de lo que el Procurador General llamó “un ejercicio despótico y depravado del poder gubernamental”).
En esta oportunidad, ello se cruza con otro elemento, decisivo: la radicalización de Clarín en sus embestidas contra el poder institucional, especialmente el Poder Ejecutivo, a partir de que la Corte Suprema de Justicia fijó el 7 de diciembre venidero como fecha límite para que la empresa, dominante en el mercado infocomunicacional, adecue voluntariamente su megaestructura de negocios a las pautas fijadas por la ley de medios.
El Proceso de Reorganización Nacional produjo el hecho fundamental en la transformación de Clarín en megacorporación, a partir del expediente Papel Prensa. Y Víctor Hugo Morales es tal vez el más serio y duro impugnante de lo que significa ese consorcio de negocios, eje de la matriz de intereses beneficiarios del neoliberalismo en Argentina, esquema que también comenzó a vertebrarse a partir de lo actuado por el último gobierno de facto; resulta evidente, pues, qué une a Clarín con aquella historia, y con la concepción de Estado que al cabo se engendró.
Equiparando los términos, se pretende quitar legitimidad al adversario («vos qué hablas, si hiciste lo mismo»); no es casual, entonces, que la acusación verse sobre supuestas relaciones non sanctas entre el periodista charrúa y la milicada que gobernara su país casi en simultáneo con la última dictadura argentina. Con ninguno de ambos gobiernos de facto, vale recordar, Clarín mostró otra cosa que complacencia y colaboracionismo; más aún, en el caso argentino fue, junto a otros socios de clase, factótum del golpe y sustento principalísimo de la continuidad del mismo en el tiempo.
El propio Víctor Hugo ha reconocido su cambio de postura respecto del Gobierno, conforme éste decidió que se encontraba en aptitud para romper con una tradición de Estado concesivo para con el establishment. Luego, uno podrá estar o no de acuerdo con que un periodista subordine su mirada acerca de un gobierno, cualquiera que sea, a cómo ése administra sus relaciones con un multimedios equis. Pero nadie podrá negarle coherencia en su lógica.
Ahora bien, lo cierto es que VHM se ha convertido en referente de un espacio de opinión que se nutre de un tiempo cultural desatado por el kirchnerismo. Y, como ya se ha dicho acá, una de los carriles por los que transita el programa de resistencia de Clarín a la desinversión que lo acecha es, justamente, el de la negación del proyecto liderado por la presidenta CFK.
Basta con leer cualquier ejemplar del diario de las últimas semanas: no hay en ellos crónica ni columna de opinión, casi, que no contenga la palabra ‘relato’ o afines para referirse al oficialismo. Para mayor morbo, el uruguayo es, además de periodista, relator deportivo –el mejor de dicho gremio, a criterio del firmante–.
Es el más viejo antiperonismo, que insiste en reciclarse como constante histórica: desde que el diario Crítica, en su edición vespertina del día 17 de octubre 1945, acusó a los obreros que comenzaban a invadir Plaza de Mayo para pedir por la liberación del coronel Perón de no ser representativos del «auténtico» sentir del proletariado argentino –como si Crítica hubiese sido palabra autorizada para extender certificados de validez al respecto–, la cuestión de la autenticidad del peronismo fue siempre puesta en tela de juicio.
Como si tal cosa interesara en verdad; casi más que los procesos sociales que, efectivamente, favoreció como fenómeno en la historia nacional el peronismo como consecuencia de su intervención, cuestión que ya esclareciera magistralmente Alejandro Dolina.
Ocurre que complica discutir el programa del peronismo por derecha, imaginario en el que se inscribe Clarín, de modo que hay que correr el eje para evitarlo.
Precisamente, de desviarse de lo central, la necesidad de acabar el rol del partido Clarín como factor condicionante del normal desenvolvimiento institucional del país, se tratan las amenazas mafiosas que el Grupo pone en pantalla contra aquellos que se atreven a ponerlo en evidencia.