por Carlos Girotti. Publicado en BAE el 24 / 12
En las vísperas de cumplirse el séptimo aniversario del levantamiento popular de 2001, y en simultaneidad con el acto presidencial en la ex ESMA, los jueces de Casación les otorgaron la libertad, entre otros, a los genocidas Acosta y Astiz. Lo oculto se ha hecho manifiesto y lo manifiesto pareciera inapelable: el Estado, que crepitó con aquellas jornadas del 19 y 20 de diciembre, permanece incólume y el gobierno sigue siendo un gobierno en disputa.
La extendida sinonimia que ha querido asimilar la noción de gobierno con la de Estado se apoya en diversas concepciones acerca del poder. Cada una de dichas concepciones reconoce largas tradiciones teóricas en los campos de la ciencia política, el derecho, la filosofía y en casi todas las disciplinas que estudian las relaciones entre el poder y la sociedad humana. No viene al caso detallar aquí sus particularidades, énfasis y matices; basta y sobra con señalar que todas estas concepciones tienen un denominador común: el Estado es un ente que sobrevuela los antagonismos sociales. El Estado sería algo así como un control remoto, una gigantesca botonera susceptible de ser accionada por cualquiera que de ella se adueñara. Luego alcanzaría con emitir decretos, resoluciones y ordenanzas gubernamentales para que el Estado, asimilado por esta operación al aparato de gobierno, actuara en consecuencia y, por ende, a una equidistancia razonable y neutral respecto de los conflictos de intereses en el seno de la sociedad. En el límite, esta simplificación podría traducirse como “si ellos nos gobernaron con nuestro Estado, ahora nosotros los gobernamos con el Estado de ellos”. La realidad –esa terca señora- ha venido insistiendo en que la sinonimia entre gobierno y Estado es una pura ficción.
El modelo estatal que tuvo su apogeo entre 1945 y 1955, permaneció vigente durante las dos décadas siguientes porque la formación económico-social en la que se originó, y las creencias que legitimó, esto es, su base histórica concreta, no pudo ser alterada. Cambiaban y recambiaban los elencos gubernamentales, en medio de una crisis de hegemonía de la clase dominante que no atinaba, más allá de la fuerza bruta, a dirigir a la sociedad. Esa capacidad de dirección era puesta en cuestión, una y otra vez, por una fuerza distinta: la fuerza social orgánica compuesta por los trabajadores y los más amplios sectores populares. Este equilibrio catastrófico fue resuelto por la vía del terrorismo de Estado, pero la implantación y consolidación de otro Estado, el neoliberal, le demandó al bloque en el poder tres décadas más.
Aquel estrépito informe que sin orden ni concierto clamara “que se vayan todos”, marcó el cuestionamiento a las formas de representación que el Estado neoliberal entronizara como antípoda de las formas de participación. Sin embargo, el levantamiento de diciembre de 2001 no alcanzó la estatura ni complejidad de una nueva fuerza social orgánica, portadora de una antítesis nacional en condiciones de poner a la sociedad en otro andarivel ético, económico, político e institucional. No surgió de allí una contrahegemonía completa que, amén de mellar el relato neoliberal –como sí lo hizo- echara a andar instituciones y formas de organización que proyectaran, en la base de la sociedad, los cimientos de nuevas relaciones sociales de producción antagónicas a las vigentes. El Estado, pues, verdadera condensación de la correlación de fuerzas, en tanto “maquinaria de creencias dominantes” asentadas en los modos de dominación y exclusión precedentes, no fue trastocado.
Así y todo, aun en su insuficiencia estructural, el movimiento de diciembre puso en evidencia la crisis de la hegemonía neoliberal que, a pesar de la meseta restauradora del orden que significó la impostura de Duhalde, se reabrió a favor del pueblo con la huida de Menem, con el insospechado sesgo político que habría de adoptar luego el gobierno de Néstor Kirchner y su continuidad en el gobierno de Cristina Fernández.
Desde entonces para acá se avanzó, qué duda cabe, pero en medio de una disputa por el rumbo del gobierno. Que éste controle ciertos resortes estatales, eso no desmiente que otras muchas funciones estatales operen en contrario porque permanecen indemnes. Si los jueces de Casación liberan a los genocidas no es apenas por perversidad manifiesta, sino porque la superestructura jurídica como un todo expresa a un modelo estatal cuyas bases no fueran modificadas y, en consecuencia, realimentan la puja por el rumbo del gobierno. Y seguirá siendo así mientras no haya una fuerza social capaz de alterar la agenda de esa disputa.
q sta biem mmm nada mas
es diferente nada que ver estado con govierno
De seguro que estado es difeente de govierno. Estado es una construccion mediante un instrumento llamado constitucion. y el gobierno es lo que hace operativo al estado. esto parece muy simle pero es mucho mas complejo, gracias