La pared resplandecía e iluminaba todo la sala. Iluminaba la cara de los participantes, sentados en semicírculo, silenciosos, concentrados. Rodolfo, de pie en un costado, llevaba la voz cantante. A veces se movía. Para marcar un detalle sobre la pantalla o simplemente para romper la monotonía. Cuando pasaba por delante del haz de luz del proyector, su cuerpo se llenaba de líneas, letras perdidas, sombras de un claroscuro que lo convertía en un fantasma enigmático y distante. Todos los ojos lo seguían y rebotaban contra la pantalla cuando venía el cambio de imagen. Los de Mercedes incluían en su recorrido el perfil y el gesto de Martín, tratando de adivinar ideas, dudas no expresadas.
Fotos familiares pero también fotos robadas a distancia con algún teleobjetivo, en las que la expresión de los protagonistas excluía esa mirada ansiosa, lista para recibir el fogonazo del flash, que se sumaban a planos, planillas, facsímiles de periódicos. Recorrían la vida pasada de Ordóñez, sus orígenes humildes y su vertiginoso ascenso en el mundo de los negocios. En los últimos años su apellido se había convertido en la clave que abría la puerta de muchos negocios en los lugares más distantes y distintos, en el abracadabra recitado frente a las piedras de la gruta de Alí-Babá.
Sus negocios más importantes ahora se centraban en la mina riojana. Sus buenos modales primero y sus buenos favores después, con la administración anterior lo habían convertido en el predilecto que los ocupantes de puestos clave de aquel gobierno querían como interlocutor. Y, contrariamente a lo que se dice, fueron los suizos los que lo vinieron a buscar y no al revés. Para cuando él viajó a Suiza a negociar el acuerdo, y la prensa y las revistas del corazón lo asociaron a una cuestión de salud, las tratativas estaban bastante avanzadas.
Ese detalle, ser el bien cotizado, le otorgaba una ventaja que él siempre había sabido explotar hábilmente. Habilidad era lo que le sobraba. Había logrado que, poniendo los suizos el 85% de la inversión, tomaban el 66% de los beneficios. Era el precio del negocio, les dijo una tarde al borde de la pileta de la estancia. El precio de las llaves que abrían las puertas de los despachos correctos, de los teléfonos que llamaban a los operadores más apropiados en cada etapa, de los tintos y los lomos elegidos en las parrillas más adecuadas y de los puteríos más exclusivos. Valían cada centavo.
El contrato era ridículamente rentable y ellos lo sabían. Tanto que sospechaban algo raro. Y le habían pedido al especialista, cuando lo calculaban en Suiza, que agregara un factor que el hombre llamó “Factor X”. Significaba nada más y nada menos que abandonar todo como estaba, dejar la mina y “desinvertir en colapso”, según decía el paper.
Ordóñez los recibía en su piso de Libertador pero algunas veces les ponía una avioneta para que lo visitaran en Carmen de Areco. Pasaba algunos días del mes en ese campo, que era su terapia. Las fotos que ahora recorrían en el Comando tenían fotos del casco y de la pileta en la que habían conversado Ordóñez y sus nuevos amigos.
Los planos contenían buena data y detalles que Rodolfo comentaba con profundidad, tratando de que nada quedara suelto. Aparecían Ordoñez, la mujer y los chicos, familiares, allegados, los servicios, la seguridad, los suizos. Habían pasado más de 6 meses en la etapa instructiva y Martín estaba cada día más tranquilo. Se mostraba relajado, suelto. A menudo le soltaba alguna chanza a Morales, que tenía mejor humor que Russo. Morales se enganchaba y podían estar un rato largo divirtiéndose con un tema, en especial si se trataba de sacarle el cuero a Russo o al viejo.
De Morales y Russo Martín había aprendido mucho: kung fu, armas de todo tipo, defensa personal, natación, boxeo e incluso disciplinas no estrictamente físicas, había aprendido a manejar en velocidad, motos, escalada, barcos. Morales y Russo contenían su orgullo cuando hablaban con Rodolfo, eso era evidente. Les causaba una irrepetible sensación de un tonto orgullo algo paternal cuando a Martín empezaba a salirle algo que, en principio, parecía que no iba a lograrse nunca. Y el pibe, como le decía Morales, les gustaba. – Es un buen elemento el pibe, Rodolfo. Y el viejo respondía con sorna un – Pero ustedes se creen que son los únicos que laburan en serio, acá. – y se quedaba mirándolos por encima de esos lentes, esperando una respuesta. Morales, entonces, le guiñaba el ojo a Russo.
-La fecha tentativa ya la tenemos, anunció Rodolfo. La siguiente imagen en la pared era la impresión de un mensaje electrónico entre la gerenta, a la que Ordóñez le había encargado que cerrara todos los detalles de la negociación por la donación, y el director de la fundación. – Quieren aprovechar que viene Steinberg de Suiza en dos semanas y quieren que esté presente en la ceremonia. Quieren hacerlo parte de la puesta en escena – Miró a la platea y con un gesto hizo que alguien se levantara a encender las luces. Cuando la mayoría de las pupilas habían podido reponerse, recorrió con una mirada penetrante las caras de cada uno y se detuvo en Martín -¿Llegamos?…¿Llegamos, Martín?…