El sistema patriarcal ha sabido echar raíces históricamente en todos los ámbitos de la vida social, política y, por supuesto, económica. Las estructuras de conformación de las instituciones no escapan a esa condición.
En este sentido, es importante poner atención en su entramado y en su organización, esta vez analizando qué sucede con el rol de las mujeres en el poder judicial, y que lugar les toca en un contexto de aumento del desempleo y la precarización laboral.
Respecto del primer punto, y tomando el ejemplo de lo que sucede en el poder judicial de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, se concluye que si bien existe mayor cantidad de trabajadoras mujeres, a medida que se analizan los distintos cargos de forma ascendente, aumenta el porcentaje de hombres en puestos jerárquicos y, por consiguiente, se reduce el número de mujeres ocupando esos espacios.
Según la información suministrada por la Oficina de la Mujer de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en la Ciudad de Buenos Aires los cargos de magistrados son ocupados en un 52,86% por hombres y en un 47,14% por mujeres. Este porcentaje se invierte notoriamente en la categoría “otros” que refiere a los puestos de menor relevancia. Allí, el porcentaje de mujeres alcanza el 66,27% contra el 34,73% de puestos de esa misma categoría que ocupan los varones.
Fácilmente se puede descartar la idea de que esto responde a causas de profesionalización o meritocracia, siendo que nominalmente egresan de la universidad más graduadas que graduados.
Ello abre el camino para empezar a sospechar que esta situación desigual podría estar relacionada a los esfuerzos y credenciales que se le exigen a la mujer específicamente en función de las diferencias de género.
Lo que a su vez no sorprende si se tiene en cuenta que el contexto histórico, social y político colocó y coloca a las mujeres en el lugar de responsables del cuidado de la familia y las tareas domésticas. Este encasillamiento en la esfera de lo privado implica una dificultad extra a la hora de jugar en el espacio público, el que fuera históricamente reservado a los varones en coincidencia con la división sexual del trabajo. Incluso, es en esa conceptualización donde se sostiene la situación fáctica que nos demuestra que a la hora de organizarse para salir a trabajar, las familias delegan en otras mujeres el trabajo doméstico. Asimismo, tampoco es casual que encontremos en este tipo de empleo un alto porcentaje de trabajo no registrado.
Las tareas de cuidado evolucionaron de trabajo no remunerado a trabajo pago no registrado, sosteniendo siempre la característica de ser el trabajo más feminizado.
Todo esto nos muestra que, sin importar los distintos niveles de profesionalización del trabajo, el colectivo de mujeres se encuentra entre los grupos más vulnerados y, por lo tanto, es de los más afectados a la hora de enfrentar coyunturas como la actual donde la indigencia aumenta de manera exponencial aún en territorios como la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, ciudad que se posiciona entre las más ricas del mundo.
Erradicar las diferencias en virtud del género es un lucha que las mujeres no pueden conquistar sin la modificación de las estructuras institucionales que acompañen y promuevan la eliminación del precio extra que nos cobra este sistema por acceder a un trabajo asalariado, registrado y con idénticas posibilidades de acceso a los cargos que suponen mayor responsabilidad.
En la conformación machista de las instituciones se concibe al poder como sinónimo de sometimiento hacia los trabajadores y trabajadoras de puestos de menor jerarquía. En cambio, en un escenario feminista e igualitario se concibe a esos espacios como posibilidades de garantizar condiciones dignas a todxs esxs trabajadorxs sin necesidad de establecer diferenciaciones según se trate de hombres o mujeres a la hora de procurar el respeto y la igualdad de acceso a los derechos y a los altos mandos.
Todo intento de equiparar dichas condiciones debe ser analizado con perspectiva de género. No incluir esa variable es ignorar una de las cuestiones fundacionales de este esquema que sistemáticamente nos coloca en un lugar de inferioridad, en este caso, a la hora de reconocer nuestras capacidades y negarnos la posibilidad de formar parte de la toma de decisiones en la esfera pública.
El desafío para las administraciones gubernamentales que vengan no será únicamente seguir reconociéndonos en el ámbito del trabajo, mucho menos hacernos creer que ser feminista es igual a cumplir el sueño de ser nuestra propia jefa y una emprendedora exitosa. El verdadero desafío es poner a disposición de la sociedad políticas publicas integrales que promuevan la definitiva erradicación de las dificultades que atañen únicamente a las mujeres, travestis, lesbianas, trans y todas las identidades que no se correspondan con el estereotipo varón, blanco, heterosexual, clase media. Esa es la contienda real que tiene que ganar el estado en todos sus niveles.
En resumidas cuentas, estar a la altura de las demandas actuales es igual a acompañar a los sectores más relegados en la ampliación de derechos para que se termine la violencia machista en la casa, en la calle y en el trabajo.