El postmodernismo ha hecho estragos en nosotros. Lo sabemos. Nos ha habituado a pensar de forma fragmentada, sesgada, a-histórica, individualista, anti-comunitarista, casi a-socialmente. Digo casi, porque al menos queda el hecho de que en la sociedad de mercado en la que vivimos se necesita al otro, ya sea para que nos compre o para que nos venda. Quizás estas líneas también tiendan a portar algunos de los rasgos antes enumerados; es inevitable, somos hijos de este tiempo y como tales portamos sus estigmas. Es difícil escapar a los encasillamientos, a los señalamientos, pero la idea sería poder hacerlo, poder huir, al menos esto es lo que dicen aquellos que ostentan el don de no hacerlo nunca, y a la vez tratan, como salvadores mesiánicos, de hacer que los que aún encasillamos y englobamos cosas y personas en donde creemos que corresponden, no lo hagamos más, ya no es políticamente correcto hacerlo. Así pasa de que no hay izquierdas ni derechas, no hay oligarquías, no hay liberales o neoliberales, no hay postmodernos o modernos. Es obvio que vivimos en una sociedad de arena en la que es difícil construir hechos materiales, textos perdurables, ideas fundantes o categorías de análisis. Sin embargo, aún hay personas que lo pueden hacer, y de un modo muy simple, ignorando lo políticamente correcto, lo académicamente aceptado, lo socialmente añejado. Pensar la política, mucho más desde una trinchera, significa en diversos casos dejar de lado algunas convencionalidades actuales, algunas simplonerías, y retomar lo escrito o lo hablado como metal afilado que puede cortar las múltiples hilachas que sostienen tenuemente nuestra pobre realidad. Tal vez, un discurso así lanzado puede ser denominado moderno, corresponde a esa época que aún nos entrecruza, pero no es una moda pasada, sino una ventaja para aquellos que la portaron y aún la sostienen, y un sutil acierto para los que abrevamos en esas fuentes. Las palabras de un individuo que acepta las premisas postmodernas son superficiales, grises, livianas, desapercibidas por esencia. Sin embargo, son las que más se venden.
Vivimos, al menos en Argentina, una vuelta de la política, de la palabra política, ya sea del discurso político, de la retórica política o del símbolo político. Atrás quedaron los años en que era un ministro de economía el que hegemonizaba la escena, o un ingeniero o algún técnico. Los años de la videopolítica, de la tinellización, de la farandulización, allanaron el camino para varios actores que hoy copan distintas paradas, con planos cortos en partidos de fútbol, con continuas apariciones en programas de la tarde o con múltiples publicidades risueñas en las calles; pero estas puestas de circo no pudieron aplacar a la palabra, a la emisión sonora de antiguos y arqueológicos significados que una persona o un grupo de personas pueden volcar a la escena común y compartida ya sea de forma intencionada o inconsciente (si es que tal cosa puede darse). Algunos estudios semiológicos podrán dar cuenta de que en la historia no es la primera vez que sucede tal cosa, que la palabra política sea acallada en un contexto que le exige silencio para poder dominar. Alguna vez fue lo religioso, en otras lo bélico-militar, en otras lo tecnológico o lo científico. Siempre hay un intento de cooptar a la palabra política pues la misma siempre es una amenaza. Se entiende por qué es que amenaza. La política encierra en sus límites difusos el conflicto, la disputa por el poder, la contrahegemonía, la interpelación, la pregunta maliciosa y socavante.
Lo cierto es que hoy nuevamente nos hemos librado de aquellas viejas artimañas imperiosas y hasta imperialistas, y hemos vuelto a un escenario en donde la lucha por intereses nacionales, de grupo o de clase (¿se puede decir clase?) son los que predominan. La configuración nacional en el plano de las palabras, de los discursos o de las oratorias, debe verse como una vuelta a los orígenes de nosotros como nación; aunque algún pesimista dirá que es solo un respiro. Los momentos en donde la palabra política domina es donde se dan los giros históricos, los cambios radicales, los inicios resquebrajantes de algún proyecto o de una nueva historia, si no es muy pretensioso decirlo. Pues una nueva historia implica, de parte de la misma historia, originales ideas para contarse y poder ser contada, en tiempos en los que ya no hay sujetos (¿?) que nos puedan tender las primeras líneas para empezar estas míticas narraciones. Quizás surjan, aunque es poco probable. Pero puede, dentro de algunas décadas, que germinen en los textos individuos que siendo de nuestro tiempo hayan quedado a los ojos de la posteridad como verdaderos artífices de éste momento.
Es verdad que no hay sujetos, pues pasaron muchos años en los que el elemento esencial de ese sujeto, la palabra política, había desaparecido de la escena, del hábitat, de la polis. Acaso desaparecido con ciertas flores enterradas no se sabe dónde. En tiempos en donde este arma esencial ha vuelta, es hora quizás de estar atentos al hallazgo, pero también a los giros, a los cambios y, por qué no, a las continuidades, a las persistencias. Es cierto que hace algunos años esta palabra venia acompañada de la convicción, de la voluntad, de ideas contestatarias, del paso firme, del salir a la calle, y de la violencia, por qué no decirlo también. Hoy parece que sólo tenemos palabras, en un mundo en el que la misma ha perdido peso, densidad, consistencia. Pero no nos quejemos, pues es un comienzo o un recomienzo.
Debemos pensar además, idea antigua si las hay, que no todos están predispuestos para utilizar a la palabra política. Hay quienes prefieren el silencio, otros el barullo, otros la distancia, otros el dinero o el poder. La idea es que hoy en día aquellos que quieren transformar a la Nación, cambiar el rumbo de las cosas, profundizar las opciones que levemente emergen a la superficie y que sirven para modificar años de desdichas, sólo esos son los que están a gusto con el regreso la política, porque saben que con ella hay una posibilidad, una tenue y magra posibilidad, pero también al fin una esperanza. Debemos pensar entonces, por lógica, que sólo aquellos que han querido cambiar un orden que eternamente se presenta injusto, aquellos configurados en un campo nacional de características marcadas, los que han ido heredando a través de las brisas nacionales el modo de erguirse en la historia para ser escritos por ella con una retórica épica y dramática, son los que están felices con la novedad, pero tal vez sean los únicos portadores de la posibilidad del cambio cierto. Acaso ocurra que sin ellos sólo se logre una nueva restauración de cosas, y de aplacamiento de palabras renovadoras, pues los otros, los que no están felices, suelen sumergirse en oscuros mapas para remediar con pólvora y muros los acontecimientos que están dados a dirimirse con la palabra política.
Así las cosas, y bien definidos los campos, debemos pensar una estrategia para que, amen de los sucesos porvenir, podamos tener la chance de contar con un arma fundamental, en una sociedad que, más allá de las interpretaciones postmodernas, sigue siendo comunitaria por origen y vocación. Si lo que se viene carga el olor de la inseguridad, del economicismo de nuevo, de la vulgarización más rastrera o lo que sea, debemos contar con los espacios para sostener este florecimiento y no dejar de desperdigar sus semillas en cada conciencia insatisfecha. Esto, aunque estemos muy seguros, porque lo estamos, de que en el lugar en donde nos paramos las corrientes profundas siempre nos traerán a la orilla las armas para esgrimir y hacer brillar en la oscuridad.
Muy abstracto.Crei que se iba a referir a los cambios ocurridos en nuestra sociedad como sustento de los modelos de pais que se proponen ya sea desde el gno.o de la oposicion.Por favor,concrete mas su analisis.