Hay cosas en la vida que dejan marcas indelebles: el día que mi hermano me soltó desde atrás y sentí el vértigo de andar solo en bicicleta, las cumbias de los wawancó en el cumpleaños de una vecinita, un picnic en las playas de Quilmes, mi cara con corcho quemado en el acto del colegio vestido de negro farolero, el casamiento de un amigo, la frenada del falcon verde que me secuestró…
Lo demás pasa rápido por la memoria y algunas cosas hasta se pierden por ahí, en algún rincón del olvido. En definitiva, uno mira para atrás y encuentra cuatro o cinco cosas fuertes que brillan desde el pasado, que nos acompañan en el corazón, y nos iluminan el camino.
En estos días, vino a mi recuerdo la imagen de mi mismo hace unos cuantos años, más delgado, más sonriente y despreocupado. Aunque hoy suene raro, lo hice a los 24, es decir, ya estaba un poco crecidito como para no saber de que se trataba. Pero las circunstancias no siempre pueden elegirse, así que, traté de hacerlo lo mejor posible.
En ese entonces tenía una novia, bueno, una amiguita, compañera de facultad, un año mayor que yo, con quien hablaba estas cosas. Ella no estaba nerviosa, yo sí. En mi casa, me tiraba en el divan del living y leía todo lo que caía en mis manos, buscaba, investigaba, trataba de entender. Con mi viejo mucho no podía hablar de eso, él era de otra generación, no daba, no sé, nunca hablé demasiado con mi viejo.
Nos entendíamos con la mirada. Pero sé que sentía lo mismo que yo. Él había ido de voluntario a la guerra, allá en Calabria, con sólo 17 años. Y su juventud y la mía se parecían. Él padeció a los nazis, yo a los genocidas de la dictadura. Él tenía la cicatriz de una granada enemiga en la espalda, yo la cicatriz de la picana en el alma. Los dos éramos lindos, pero demasiado respetuosos con las compañeras de turno. Las cosas, a veces, no terminaban de concretarse, y un sentimiento de impotencia se apoderaba del cuerpo, y la indignación llenaba los poros hasta sentir un ahogo de muerte.
La indignación frente a la injusticia me hizo peronista. Caminando los barrios del conurbano descubrí que los sufrientes de mi patria tenían una foto de Evita en una pared del rancho, o el General a caballo dando la bienvenida cuando entrabas a una casilla. Tenían el pecho repleto de dignidad y los bolsillos vacíos. La mirada clara y decidida como la de los que saben para qué luchan y lo riesgos que corren. Tenían la sonrisa fresca y el corazón abierto para cualquiera. Y la ve, siempre la V en alto, manos cobrizas y gastadas haciendo la V de la Victoria cuando cantábamos la marcha, mirando para todos lados, a ver si caía la yuta o un camión con soldados. Y en esos gritos, cantando la marcha a voz en cielo, nos sentíamos uno, juramentados en defender a la Patria de sus enemigos históricos: los cipayos vendepatria. Qué linda palabra para describir a los turros hijos de puta que nos cagan la vida: ¡cipayos!
Esa mañana me levanté temprano, mientras me afeitaba me miraba y me sentía responsable, ese del espejo iba a hacer un acto heroico. Aunque sonara chistoso era un acto heroico. Estaba contento, mi decisión podía ser una parte, una millonésima parte de una decisión más grande, enorme, que cambiaría la vida de todos. Estaba contento. El futuro, en una pequeña partecita, estaba en mis manos. Misteriosamente podía cambiar la historia. Iba a votar por primera vez.
Bellísimo. Muy.
Abrazo
desde lejos en el tiempo y la geografia me lleno los ojos de nostalgia
mancuso no te visito pero te leo viejo compañero y amigo. por suerte te leo.
beso
normis
Hermoso recuerdo compartido con miles de compañeros, gracias.