Los libros políticos: entre luchas y pactos

 

por Guillermo Cichello

I) Ricardo Piglia recordaba que en Amalia, de José Mármol –la primera novela de la literatura argentina, escrita en 1851 en el exilio contra Rosas- no hay rosistas. Hay gente que simula serlo por calculado interés, toscos malhechores que sacian sus pasiones en su nombre, hay ignorantes que profesan una adoración enfermiza, pero no hay ningún sujeto que ejerza una elección cabal, libre y razonada por Juan Manuel de Rosas. En torno de aquel acontecimiento, la tradición liberal del Río de la Plata fue construyendo una serie de tópicos que fundó una clave de interpretación muy perdurable para los fenómenos políticos populares. Para esa tradición, el liderazgo popular es posible esencialmente por el terror y la simulación engañosa; de modo que quienes formen en sus filas sucumben a esas manipulaciones, su voluntad está nublada, su honestidad, en cuestión. Cómplices en esa corrupción o fanáticos, nadie elige –por razón y deseo- ese partido.

No es el caso ahora de seguir paso a paso esas interpretaciones en la historia argentina; sólo consignemos dos grandes momentos: el primero, cuando Bartolomé Mitre le escribe a Sarmiento en 1863 que “declarando ladrones a los montoneros -sin hacerles el honor de considerarlos como partidarios políticos- lo que hay que hacer es muy sencillo”. Esa rotunda posición –“el adversario es un delincuente”- clausuró toda posibilidad de diálogo con los federales del interior y gatilló una masacre conocida como “guerra de policía”. El otro momento es, claro, la irrupción del peronismo, que volvió a emplazar con renovada agudeza y repugnancia aquellas claves de interpretación. Los ingeniosos textos de Borges sobre el peronismo son una expresión notoria. En “L’Ilusion comique”, uno de los tantos escritos consagrados a esta pasión borgeana, plantea su comprensión del peronismo en base a dos vertientes: “una, de índole criminal, hecha de cárceles, torturas, prostituciones, robos, muertes e incendios; otra, de carácter escénico, hecha de necedades y fábulas para consumo de patanes”. Eso es el peronismo para Borges y tantos otros de esa gran tradición liberal.

Criminales o débiles mentales, entonces, es evidente que no hay allí un sujeto cabal, plenamente reconocido que ejerza una decisión sobre los asuntos públicos, un contrincante político con el que debatir, negociar o acordar. En consecuencia, la proscripción o la desaparición son los horizontes posibles.

II) La presentación del libro de Cristina Fernández de Kirchner, y su eventual lanzamiento como candidata a presidenta, activó la misma clave interpretativa. Obligados a explicar el revuelo que causó ese libro (monotema en medios de comunicación y redes, fulminante éxito en ventas, nutridísima convocatoria en la presentación, ascenso en las encuestas de su autora), la prensa liberal echó mano a sus viejos esquemas de comprensión. “Los magníficos escritores de ficciones peronistas”, dijo Fernández Díaz y al decirlo enmarcó su lectura en esta perspectiva clásica. El peronismo (“enfermedad grave de la Argentina”, había declarado hace poco) es una ficción, una decadente ficción que alista a “rabiosos cruzados contra la prensa”, que instrumenta “efusiones y demagogias de la plaza”, que apela a “la emocionalidad colectiva”, en fin, que desemboca en el totalitarismo. Su nota termina con una amarga queja ante los pies de “esta sociedad difícil y contradictoria, muy afecta a cacarear la modernidad y aferrarse luego a la anomalía argenta y a la utopía regresiva… esta nación corporativa y corrupta que se resiste a la normalidad y al fair play republicano” (La grieta peronista en su hora de la verdad, La Nación, 12/5/19).

Morales Solá aseguró que “el verdadero kirchnerismo es el que exhibió su odio y su violencia en las adyacencias mismas de Cristina…  el que se expone rencoroso, violento, cargado de odio, cada vez que se muestra”, y caracterizó la exposición en la Feria del Libro como una farsa; es “la Cristina buena en modo electoral” (La Nación, Cristina y Trump, tan cerca y tan lejos de Macri, 12/5/19). Nuevamente, los mismos tópicos: terror y simulación. “Moderación impostada”, escribió Ricardo Kirschbaum el mismo día en Clarín: “Cosmética”, concluyó. Para la columna de Nelson Castro en Perfil, la ex presidenta adoptó una “postura de “abuenada”…” y para Nicolás Wiñasky el éxito en ventas se ha debido simplemente a que cada uno de los bárbaros intendentes del Conurbano ordenó la compra de tres mil ejemplares…

Elisa Carrió, la Anunciadora, luego de afligirse porque “el fanatismo es terrible”, prorrumpió en lamentos: “¿Por qué a los argentinos les gusta tanto votar ladrones?”.

“Guarden sus lágrimas los generosos llorones de nuestras desgracias” –dijo cierta vez Juan Bautista Alberdi.

La vieja clave interpretativa forjada en la tradición liberal del siglo XIX no logra explicar estos acontecimientos porque parte de premisas que se lo impiden: no reconoce una posición subjetiva válida en su enemigo, los degrada a corruptos o fanáticos, en fin, no les hace “el honor de considerarlos partidarios políticos” –como dijo el general Mitre.

 

III) Desde esta perspectiva es útil abordar el interesante asunto de los acuerdos. El presidente Macri lo planteó ceñido a los límites de la tradición liberal que representa. No convocó a una mesa de diálogo, no abrió una discusión con su real oposición como consecuencia de la cual, eventualmente, podría surgir algún pacto. Sólo invitó a validar unos puntos que su gobierno estima esenciales. “Vengan y firmen” –posteó en las redes. Y no lo hizo sencillamente porque no considera posible –desde su perspectiva histórica- sentarse a consensuar con alguien que no es un sujeto político. El ala dura del macrismo se ha extenuado en afirmar que el peronismo kirchnerista es el mal, la patología fanática, la corrupción irredimible, una “fábula para consumo de patanes” –dirían si fueran diestros en el arte de injuriar. Ha intentado todos los caminos para su exclusión de la escena pública y si no lo ha logrado al día de hoy es porque no ha alcanzado suficiente fuerza, no por falta de afán.

Cristina Fernández planteó la necesidad de un pacto, un “contrato social de ciudadanía responsable”, dijo; evocó a Perón, a José Ber Gelbard y las audaces aspiraciones de ese acuerdo. También recordó sus límites.

La historia y nuestro presente nos muestran una dura insistencia, un pertinaz núcleo no saldable en la convivencia política nacional: cómo se pacta con quien desconoce al otro entidad para un pacto. Esto parece estar en la génesis de lo que se llama, en estos años, la grieta.

En los márgenes de ese acuerdo imposible, habría que explorar con inteligencia y sin ingenuidades, qué pacto es posible y necesario con los vastos actores sociales que no están habitados por ese odio excluyente, los miles de ciudadanos que no se sienten expresados en aquella antinomia liberal y que –con una responsabilidad que exceda el horizonte individual- puedan formar parte de un gobierno popular amplio, generoso, democrático.

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