Fernando Carrera fue condenado en doble instancia a 30 años de prisión en una causa que le armaron en el año 2005 entre Policía Federal y tribunales penales nacionales. Acusado de robo agravado por uso de arma de fuego en concurso con triple homicidio culposo, lesiones graves y leves, abuso de arma de fuego y portación ilegítima de arma de guerra. Casi nada. Aquello fue conocido como La masacre de Pompeya, tan afines que parecen algunos a banalizar todo cuanto sea posible.
La Corte Suprema de Justicia anuló en 2012 esas sentencias, firmadas en 2007 y 2008, por irregularidades procesales (fórmula jurídica que corresponde a la maniobra tendida contra el perejil en cuestión), ordenando dictar una nueva en base a sus señalamientos. No obstante ello, en 2013 la Cámara Nacional de Casación Penal volvió a condenar a Carrera: obvio, lo contrario descorrería un velo tras el que subyacen podredumbres que los involucran (a jueces y policías) peligrosamente. Deberá esperar a que el máximo tribunal trate el fondo de la cosa, pues hasta acá intervino sólo en lo relativo a procedimiento.
En todos estos trámites, el protagonista de una trama cuya roña fue llevada al cine –para ser puesta en su indiscutible evidencia– ha perdido nueve años de su existencia.
La tarde de los hechos, herido Carrera de bala por el fusilamiento policial a que fue sometido luego del desastre que dio origen al expediente, la gente que andaba por allí, enardecida sin razón, quiso volcar la ambulancia que socorrió al, se creía –equivocadamente– entonces, asesino. Semejante criminal, gritaban, no merecía esas atenciones. A lo largo de este asunto, como se observa, sobró Estado, si por tal cosa se entiende acción de las fuerzas de seguridad y de los órganos encargados de aplicar Derecho, tal lo que se viene oyendo durante esta última semana a propósito de los brotes de mal llamada justicia por mano propia, que en realidad son matanzas en masa.
Los daños que fallos (en todos los sentidos del término) corrompidos hicieron a Carrera podrán ser, eventualmente, reparados; si, en cambio, lo hubiesen asesinado los indignados ese día de 2005, no.
Por eso están mal los linchamientos. No hace falta argumentar más nada.