Operación Rosa Rosa
Me cae bien Sandro. Su música me parece algo chota, es verdad. Pero el tipo siempre la interpretó con garra. Creyéndosela. Por lo demás, la imagen de un señor que sale a cantar acompañado de un tubo de oxígeno porque apenas puede hablar, ciertamente conmueve.
Me cae bien Sandro. Siempre me pareció alguien que superaba, a fuerza de calle, la inteligencia media del devaluado olimpo de nuestras celebrities. Le he escuchado muchas veces respuestas ingeniosas. Pero también descarnadas. Como cuando le reconoció en una bella nota radial a Adolfo Castelo que estaba al tanto de que sus películas eran impresentables.
Me cae bien su inclaudicable culto del perfil bajo. Sus apariciones de oyente en programas de radio. Su gusto por mujeres que lejos de la silicona y la anorexia, se parecen a nuestras tías.
Me cae bien Sandro. Me gustó escucharlo dejando de garpe a alguno de los preguntadores tontones que superpueblan la nación. Es cierto, me molestó que alguna vez usara el poco aire del que disponía para decir “mano dura”, pero bueno, parece que es parte del asunto.
Igual, me cae bien Sandro. Aunque nunca me subí al rescate artístico propuesto por cierta posmodernidad palermitana. Disgresión ligeramente semiológica: en la reivindicación de lo kitsch, siempre veo un ingrediente clasista. Ensalzar algo por su fealdad cuasi paródica me suena bastante a agredir (estéticamente) a quienes disfrutan de ese producto sin retorcimientos intelectualoides, sólo porque les conmueve, le creen, o porque para sus parámetros de belleza es lindo o bueno, y punto. Cierro paréntesis.
En fin, que el hombre me cae bien. Sin fanatismos ni reconocimientos sobreactuados: bien.
Sin embargo, algo me hizo ruido en todo este despliegue médico-mediático alrededor de su multitrasplante. Algo que no tengo claro y trato de pensar mientras escribo estas líneas.
Será, no lo sé, el suponer la desigualdad del trato. Saber que en momentos en que la salud no es el bien mejor distribuido de la Argentina, hubo gendarmes, polícías, jets privados, hospitales, 70 médicos y un derroche organizacional de los que no hay ni migajas para los pacientes anónimos. Tal vez sea eso. O el sospechar que podría haber otras prioridades para aquellos órganos sanos antes que un señor de 64 años que —según su propia confesión— dinamitó su aparato respiratorio a fuerza de nicotina durante años y años. Tal vez no sea así y soy injusto. De todas maneras, no es ese el (único) origen del ruido molesto que me despierta esta noticia.
Un idiota radiofónico, de esos que abundan en el éter, anunció en el fragor de las agitadas conexiones del viernes que ya estaba «llegando el donante». Como si se tratase de una persona que estaba yendo voluntariamente a donar sangre. Más allá del blooper, creo que es por ahí que esta noticia que copó el fin de semana me perturba un poco. El ver que de todos los detalles narrados hasta el hartazgo, se soslaya uno importante: la muerte (siempre trágica) de un joven de 22 años. En todo ese tsunami de esperanza mediática compulsiva no hubo lugar para narrar la pequeña tragedia. Pensé en los papás del muchacho (siempre me pongo en ese lugar), en los hermanos o novia si es que habían, en los amigos. A todos a quienes se agrede con tanta alegría ajena en el momento más duro de sus vidas. Respetar el anonimato no puede ser igual a barrer debajo de la alfombra.
El ruido viene de ahí. Y de cerciorarse, como pocas veces, que los medios definen vidas y muertes como dioses. De tomar conciencia, una vez más, de que los diarios no publican las noticias de todas las muertes (vaya novedad) si no las de aquellas que alimentan sensaciones de miedo, de enojo, de terror. Sensaciones que sirvan para alimentar los climas de ciertos negocios o, más acá, para vender algún que otro diario más. Y que en la misma maniobra en que llevan a primer plano y reiteran 24 horas una muerte “vendedora”, los medios callan las muertes que no convienen, las que plantan dudas, abren preguntas, humedenen fiestas. Que por eso no hubo «inseguridad» mientras se debatió la ley de medios, o no la hay cuando ganan River y Boca. Porque las de los médicos no son las únicas operaciones a las que asistimos diariamente. Que hay otras. Las de los benditos medios. Sin juramento hipocrático ni necesidad de título habilitante ni posibilidad —maldición— de juicio por mala praxis.
Ahora entiendo lo que me jodió de todo esto. Si después de todo, se sabe, Sandro me cae rebien.
Siempre desconfié de las segundas lecturas, del revisionismo elegante, de lo que llamás ¨rescate artístico propuesto por cierta posmodernidad palermitana¨. Hay una extraña impotencia en eso de no poder disfrutar de algo sin la aprobación de clase, sin el sellito IVESS de los que piensan como uno.
Vi a Sandro de América cantando en el Gran Rex hace unos años, con su microfono de oxígeno, con Trigal y con su melancolía autoparodica. Un gran momento que casi hace olvidar la tilinguería de la mano dura.