Anoche alguien preguntó qué pasó con Nisman.
Ahí noté que hay distinto tipo de preguntas y que la mayor parte de las que circulan son, como sabemos, falsas preguntas. Son entretenimiento, indicaciones, «pies», puente para explicaciones y juicios encubiertos bajo la sencilla forma retórica que va entre signos. ¿Usted piensa que el gobierno tendrá un buen año mientras crece la puja electoral? ¿Usted cree que las intenciones de tal medio van contra la democracia? ¿Usted cree que el fiscal se suicidó? Cientos de etcéteras, especialmente si vemos las preguntas que circulan en los medios (pues son pocos los periodistas que escapan a esta lógica y desafían los consensos establecidos en cada campo, no sin despertar resistencia de sus redacciones – ver lo que cuenta Santiago O’donnell– o un incómodo y sorprendido «usted no puede preguntarme esto»).
Sin embargo otro tipo de preguntas es posible y a veces surgen como espontáneamente entre lo dicho y los silencios de una determinada situación. Son esas preguntas que flotan en el aire a vista de todos buscando una grieta para hacerse posibles aquí, entre nuestras palabras. Son preguntas que nos sirven para entender y explicar el tiempo presente y sus alternativas futuras.
Siguiendo los hechos sabemos que a mediados de enero el fiscal Nisman volvió a la Argentina sorpresivamente y presentó en medio de la feria judicial una denuncia paralizante y a decir de muchos carente de robustez incriminatoria contra la Presidenta y miembros del gobierno. El revuelo lo puso ante los medios masivos inmediatamente y fue citado por el Congreso para «ampliar» lo dicho ante expectativas disímiles de oficialistas y opositores. Esa cita nunca se concretó y el fiscal fue encontrado sin vida en su departamento.
El impacto no puede ser menor y la intuición colectiva es que los efectos de lo sucedido marcarán los acontecimientos venideros con resultado incierto. Pero en la política (y en la mediatización de la política) no hay vacío y el silencio de la sorpresa se cubrió inmediatamente con un popurri de aventureras explicaciones, conjeturas y honestos intentos de comprensión. La carrera por comprender y la carrera por asignarle un sentido a la comprendido se lanzó inmediatamente y de ella participan todos, aunque no todos tengan la misma responsabilidad. La oposición prefirió aprovechar la extraña circunstancia para alentar las suspicacias sobre un deslizamiento del kirchnerismo hacia un autoritarismo de tipo fascista (como hizo L.A.Romero en La Nación) y el gobierno después de titubear eligió encorsetar el problema en modelos conspirativos sencillos cuyo efecto está cada vez más puesto en duda. Para unos Cristina «silenció» al fiscal de un modo aún no revelado, para otros Clarín, la ex-SIDE y la oposición «montaron» un operativo de desestabilización. Parecen sábanas cortas ante lo que sucedió, al menos en el punto en que ambas respuestas quieren solo cubrirse la propia espalda.
Sin embargo para que haya campo de juego debe haber línea y espacios de contacto, y en esta sórdida batalla pareciera que ese lugar lo ocupa la Justicia. Es la justicia «la que debe explicar lo que pasó» y es en sede judicial donde, con un poco de suerte, la malograda institucionalidad burguesa argentina encontraría un poco de paz. Por eso, claman al unísono, la investigación judicial debe desarrollarse a la vista pública.
Las debilidades de esta salida deberían ser evidentes para los contendientes y lo son desde fuera de la cancha. El poder judicial podrá, a lo sumo, esclarecer los determinantes de la muerte de Nisman y llegado el caso llevar al banquillo de los acusados a algunos sospechosos, algo que no podrá ser televisado minuto a minuto mucho más allá de enero. Pero la Justicia no puede reemplazar a la política y mucho menos pueden (ni quieren) sus funcionarios responder por ella.
Al gobierno aún no se le preguntó porqué realizó los cambios, ahora aparentemente tan determinantes, en la ex-Side. Es una circunstancia que ellos mismos asocian a la muerte de Nisman y a la denuncia que él realizó antes de morir. En qué consistieron los cambios y sus motivaciones es una pregunta ineludible que flota en el aire desde que el nombre de Stiusso traspasó los pasillos gubernamentales y que como el agua río abajo, seguirá buscando su camino.
Claro que Stiusso es sólo una parte. La otra pregunta se asocia a lo que se hizo visible y que generalmente está oculto para las mayorias. Se trata de una parte del aparato del Estado del que se sirven opositores y oficialistas, embajadas y potencias, medios de comunicación y poderes -como el judicial y el militar- y que compromete de conjunto a los que dominan y desnuda un vasto terreno de acción común. Es parecido a lo que los turcos llaman el derin devlet (el Estado profundo) que actúa transversalmente en las instituciones democráticas asignándole una racionalidad mayor basada en coaliciones corporativas.
La visibilidad de los agentes de la ex-SIDE y su rol en temas tan variados como acuerdos bilaterales, aduanas y causas judiciales (además de los ya conocidos gendarmes caranchos, supuestos «luchadores populares», pinchaduras de teléfonos y actividades oficialistas y opositoras) es una oportunidad para responder aunque sea en parte la pregunta de ¿cómo domina la clase dominante? e ilustrar pedagógicamente que la burguesía no domina «naturalmente» y que el orden social no es un «ciclo natural» que se reproduce a sí mismo como el día y la noche. Requiere de la inteligencia, el control, los buchones y la violencia que algunas pocas veces, como está, salpican alto.
Podría reescribirse así: el caso Nisman es entre otas cosas una lección sobre el Estado. Muestra que las conspiraciones existen, pero no como sórdida puja delirante o como alternativa explicativa frente a la desconocido sino como una función, como una herramienta gobernada por la gramática de el (o de los) poderes. Y si la lección tuviera moraleja indicaría que entender el poder es un elemento imprescindible para armarse contra él.