Ha quedado muy atrás en el tiempo la configuración social que hacía que “popular”, “asalariado” y “mayorías” (electorales) fueran sinónimos.
Y eso no es porque la sociedad se haya vuelto más justa o se hayan resuelto los conflictos de clases, sino porque las etapas de financiarización y globalización del capitalismo, con su exacerbada implementación vernácula, desconfiguraron la sociedad que hacían del proyecto “nacional y popular”, encarnado por el peronismo, una máquina electoral invencible.
El desclasamiento que infringieron los sucesivos procesos de desindustrialización sobre la clase trabajadora, la consolidación de cierta “aristocracia obrera”, el enriquecimiento relativo de sectores medios volcados a la provisión de servicios financieros, comerciales y profesionales, en conjunto con el surgimiento de un “empresariado independiente” propio de la desverticalización corporativa, complejizaron el espectro social y electoral.
A partir de ese momento, los partidos referenciados como “populares”, o de “los trabajadores”, ya no reflejan necesariamente en sus denominaciones la masividad de sus filas o la composición de sus integrantes, sino que simplemente señalan, a través del sentido de pertenencia implícito en esas palabras, su aspiración, intereses y prioridades socio-políticas.
Por esta razón, los partidos nacionales y populares del siglo XXI necesitan interpretar a “las mayorías” y entender cómo es que se imponen electoralmente proyectos que, si bien no son “antinacionales” o “antipopulares”, tienen un enfoque que privilegia la integración local a dinámicas globales (con su consecuente impacto negativo sobre la industria, las economías regionales y el tejido socio-productivo) y posee una perspectiva individualista en sus diagnósticos y propuestas (invisibilizando la diferencia de élites económicas respecto del resto de los ciudadadanos y focalizando en la “igualdad de oportunidades” propia del mito emprendedorista).
Para los proyectos nacionales y populares es mucho más fácil identificar los intereses que están detrás de los proyectos liberales (individualistas y globalizantes), que entender su arraigo en sociedades que se perjudican con su elección consciente: identificar cuáles son las clases, grupos e intereses que dan forma al actual procesos de financiarización y (re)primarización de la economía argentina, es más sencillo que entender la razón de la legitimidad que le prestan a estos procesos los sectores medios y populares de la población.
Siempre es más cómodo atribuir la derrota electoral a una población que se considera despolitizada, desinformada y manipulada, que entender los fundamentos materiales y culturales que llevan a que los pueblos puedan volver a optar por proyectos políticos que la historia enseña que terminan en crisis sociales.
Intentemos de modo exploratorio la siguiente pregunta: ¿Qué ocurriría si dijéramos que no es que los medios de comunicación desinforman y manipulan, sino que dichos medios compiten para mostrar lo que quienes los consumen esperan de ellos? O ¿En qué medida las empresas de medios masivos de comunicación modelan a la sociedad y no son ellos, en verdad, los instrumentos adecuados para un espectador que espera reafirmar sus convicciones por su intermedio?
El hecho de reconocer que estos interrogantes no tienen una respuesta simple ni lineal, nos puede ayudar a pensar, con la humildad que surge de la perplejidad, en cuáles pueden ser las algunas de las condiciones que colaboren para que los proyectos nacionales y populares vuelvan a ser mayoría.
Esperar que ocurra una crisis que devuelva a estos proyectos al centro de la escena no parece ser lo más astuto porque junto con la frustración económica crece la sensación de “antipolítica”, lo que tiene derivaciones impredecibles (y si no mirar lo que ocurre en Estados Unidos y en Europa).
Tampoco se puede esperar que los resultados socialmente negativos de las políticas liberales sean determinantes para alcanzar una concientización que permita reencauzar el rumbo: las políticas liberales, por sí mismas, mejoran la situación de al menos un 30% de la población. A su vez, ese porcentaje puede ser ampliado en el marco del proceso de financiarización y endeudamiento que tiene un correlato de inversión pública, apertura de importaciones, libre disponibilidad de divisas e incrementos de productividad de las empresas sobrevivientes. Todo esto genera verosimilitud en la idea de “integración con el mundo”, “combate a la inflación”, “reconversión económica”, incremento de consumo y generación de “históricos” planes de infraestructura. Los proyectos liberales terminan quebrando a los países, pero no en un período de cuatro años.
De lo que se trata, entonces, es de perforar el “techo” electoral que actualmente tienen los proyectos nacionales y populares.
Para eso primero debemos entender dónde estamos parados. Las sociedades están impregnadas por una «cosmovisión liberal» que se fundamenta en valores y visiones compartidas (que pueden apreciarse en respuestas “liberales” ante preguntas como: qué es lo socialmente justo, qué es lo bueno para la sociedad, qué es la libertad y cuáles son los actores determinantes del progreso histórico). Estas cosmovisiones, como toda formación cultural profunda, se vive, se siente y se encarna cotidianamente como condición de la reproducción del sistema, pero sólo a través del esfuerzo conceptual se vuelve consciente.
De esta manera, las ideas liberales tienen una ventaja sobre los proyectos nacionales y populares en los momentos de relativa estabilidad económica porque apelan al individuo, a su experiencia inmediata y a su propia autopercepción (basada en la mencionada cosmovisión liberal).
En cambio, los proyectos nacionales y populares: 1) apelan (apelamos) a construcciones colectivas y no al “individuo”, ya que se entiende que la finalidad social es representar y fortalecer a los sectores más postergados de la sociedad (que no pueden fortalecerse desde su «individualidad», sino desde su acción organizada); 2) focalizan su propuesta en la acción del Estado, ya que se reconoce (reconocemos) que es el Estado el único actor capaz de favorecer a los sectores populares y de lograr «cambios económicos estructurales» en contra de los poderes fácticos; y 3) rechazan (rechazamos) la sacralización irreflexiva de las “instituciones” como forma de justicia y desarrollo, ya que se comprende que el formalismo institucional de la “igualdad” y “libertad” liberales, reflejo de un proyecto de país de matriz unitaria y de estructura social agropexportadora, encubre diferencias reales y reproducen injusticias.
La esencia e identidad de los proyectos nacionales y populares es inamovible. Pero desde esa convicción debe apreciarse también la paradoja de que son las transformaciones globales del capitalismo las que configuran los rasgos característicos de nuestra sociedad periférica y que, justamente por eso, los proyectos nacionales y populares deben conciliarse tácticamente con el “individuo”.
Sabemos que, por ejemplo, inflación o déficit fiscal son emergentes de la naturaleza profundamente dual de nuestra economía; entendemos que la inseguridad es un fenómeno social en su naturaleza y sólo policial en sus derivaciones; vemos a la corrupción como un fenómeno sistémico del capitalismo (del que sólo la visión liberal destaca su versión pública para desprestigiar a “la política”). Y aun cuando todo eso es cierto, debemos incorporar estas preocupaciones en nuestros programas.
Nos resta el trabajo de reafirmar convicciones en el marco del asedio cultural, mediático e institucional; desarrollar conceptos para entender las transformaciones del capitalismo; superar las limitaciones del pensamiento redistributivo para entender las condiciones del cambio estructural; dar una batalla cultural real contra el liberalismo; y todo esto reconociendo las preocupaciones del individuo en su inmediatez cotidiana.
Nadie dijo que sería fácil.