Por supuesto que hay razones inmediatas que ayudan a entender el rotundo triunfo de Jair Bolsonaro en las elecciones brasileñas de este año. El estancamiento económico en el que está sumido Brasil desde 2011, arrastrando toda la presidencia de Dilma Rousseff, y el “voto hartazgo” contra la corrupción de toda la clase política destapada con el Lava Jato son quizás las principales.
Pero también se puede intentar ahondar más profundo. La historia de Brasil durante el siglo XX no puede pensarse, evidentemente, con el rango de una “causa” directa de lo que sucede allí hoy, pero sí puede servir para entender algún rasgo del contexto actual en el que Bolsonaro pudo lograr su ascenso meteórico hasta la presidencia. Interesante, además, en la medida en que permite contrastar con la situación histórica de nuestro país.
El panorama de Argentina en 2001 era bastante similar al de Brasil ahora: una enorme recesión, seguramente peor que la brasileña, y un desgaste de la clase política tradicional producto, en buena medida, de un halo de corrupción que sobrevolaba al sistema bipartidista en su conjunto. Se llegó entonces a una situación límite de falta de representatividad, que se plasmó en un alto porcentaje de votos en blanco y nulos en las elecciones legislativas de ese año y luego en el famoso grito de “que se vayan todos”.
Sin embargo, ¿derivó esto en una total crisis de representatividad? Los hechos parecen desmentirlo, ya que dos años después fue electo nuevamente en las urnas uno de los dos partidos que conformaban el arco político fundamental de ese entonces (en una versión alternativa o heterodoxa, es cierto, pero justicialista al fin)
En Brasil el resultado de un contexto como este fue muy distinto: la mayoría de la sociedad terminó barriendo a cualquier nombre ya instalado como parte del arco político gobernante de los últimos lustros, para ungir a un político, aunque no outsider, sí totalmente marginal. Y con un programa por supuesto mucho más radicalizado que el propuesto por Kirchner en 2003.
¿Por qué esta divergencia entre ambos países? Sin dudas las razones serán muchas. Pero hay que entender, de forma fundamental, que Brasil no posee identidades políticas tan marcadas en su sociedad como sí Argentina. Para decirlo esquemáticamente, no hubo en Brasil un único hecho político central que marcase su historia de modo fundamental como aquí el peronismo. Ya sea porque Vargas parece haber dejado más un legado de cómo manejar el Estado que una herencia partidaria definida, porque el PT puede haber reivindicado al getulismo pero no es intrínsecamente varguista o porque hubo experiencias políticas de tipo “antipopulista” que pueden considerarse exitosas en sus parámetros (la dictadura de 1964-1985 puede ser una de ellas), las identidades políticas brasileñas son mucho más fluidas que las argentinas, como se ve en su dinámico sistema de partidos.
En Argentina, el peronismo logró en cambio, con sus conquistas históricas, con el enaltecimiento que le otorgó el antiperonismo y sin dudas también con un eficaz sistema de propaganda, cristalizar su legado de forma permanente en el sistema de partidos y, más fundamentalmente, en las clases populares. No por casualidad buena parte de estas siguieron respaldando al peronismo post 2001, incluso después de este se hubiese mostrado como el principal vehículo para el neoliberalismo en el país. En Brasil, al contrario, la enorme popularidad de la que gozó Lula durante su mandato no se tradujo en un masivo respaldo al PT en época de crisis: ejemplo claro es que la movilización que buscó impedir su traslado a la cárcel el pasado 7 de abril, aún con su impresionante despliegue, fue mucho menos masiva que las gigantescas movilizaciones que la derechosa clase media realizó en San Pablo con el rechazo a la corrupción como consigna.
Parafraseando, Argentina (como sugirió el consultor Federico Aurelio) posee identidades políticas más fidelizadas, plasmadas en la grieta peronismo-antiperonismo, que dificultan el ascenso vertiginoso de un marginal antisistema como Bolsonaro. Quizás sea por eso que, a pesar de nuestra actual crisis económico-social, no estamos ante una crisis de representatividad como la desatada en Brasil: aquí Cristina no perdió vigencia aún tras las sospechas y escándalos de corrupción y Macri sigue siendo en recesión el favorito para 2019.
Las crisis engendran novedades. Como dicen muchos, el 2001 produjo no solo al kirchnerismo sino también a Macri. La crisis del radicalismo permitió que el espacio antiperonista sea ocupado por un nuevo partido que se mostró justamente como “lo novedoso” que, carente de historia previa, venía a superar todos los problemas del pasado. Sin embargo, a pesar de ser una novedad, el Pro intentó, con total éxito, insertarse como un jugador más dentro de la clase política tradicional, aliándose de hecho con el propio partido que vino a desplazar. Muy diferente de la solución antiestablishment propuesta, al menos en su discurso, por el presidente electo brasileño.
Y es que lo de Bolsonaro es algo distinto. Tan nuevo y distinto que Alejandro Grimson afirma que no está garantizada la democracia electoral en la región. De hecho, al hacerle la vida imposible a Macri y al festejar a Bolsonaro, los mercados ya demostraron que no tienen problemas en desechar a la clase política tradicional (evidenciando, por lo demás, que el establishment económico y el establishment político a veces pueden tener dinámicas distintas o modos contrapuestos de acumular poder).
En este contexto, de darse un golpe de Estado, ¿podemos sensatamente pensar que los mercados saldrán a respaldar la democracia? La situación no parece ser urgente en Argentina, pero debemos considerar que vivimos un escenario excepcional ya que, como también afirma Grimson, nuestras Fuerzas Armadas padecen desde Malvinas una crisis de legitimidad única en la región. En cambio, ya se han vivido golpes parlamentarios en Brasil, Paraguay y Honduras y militarizaciones políticas en Venezuela (con un virtual intento de autogolpe de Maduro frenado por el contexto internacional) y ahora en el propio Brasil. ¿Estamos tan lejos del siguiente paso?
Aún así, el militarismo no tiene por qué ser una condición sine qua non para el ascenso de movimientos reaccionarios, que pueden ser perfectamente liderados por sectores religiosos como parece estar sucediendo en Argentina.
El auge mundial antiglobalización que genera las desigualdades no resueltas por el progreso capitalista hace cada vez más evidente que a los progresistas no nos alcanza con la razón histórica. Nuestras luchas pueden ser justas, pero todavía no son universales.