A 162 años del paso a la inmortalidad del general San Martín, conviene hacer un repaso de su historia, para poder ensalzarlo sin necesidad de recurrir a la falsificación, innecesaria, habida cuenta que su obra, de cualquier modo, fue inmensa.
San Martín fue, durante gran parte de su vida, un español. Argentina no existía como tal y las ideas independentistas menos todavía cuando don José emprendió el retorno al territorio del que había partido a sus 5 años de edad. San Martín era, además de capitán del ejército español, dirigente político del partido liberal en la madre patria.
Los liberales sostenían, por aquellos tiempos, duras rencillas internas contra los partidarios del absolutismo en España. Querían enrolar a su país, España, en la senda abierta por la Revolución Francesa: y esto era, en su caso, división de poderes y autonomías de las colonias; es decir, institucionalidad republicana. En ese orden de ideas, y no en el de ir preparando lentamente una independencia que no estaba por entonces en la cabeza de nadie, se hizo acála Revolución de Mayo de 1810. Se confiaba, en las filas liberales, en Fernando VII para encabezar el tránsito de España hacia el republicanismo, manteniéndose el rey sólo en el ejercicio del Poder Ejecutivo.
San Martín, sabiendo de los levantamientos revolucionarios en Sudamérica, emprendió el retorno para torcer la disputa contra los virreyes, eslabón fundamental y partidarios en su mayoría del absolutismo –ante cuyo desplazamiento ellos, sencillamente, se volverían inútiles–.
A San Martín no le «tiró» una tierra que no sentía aún como propia, de entrada, ante todo porque nadie aún la sentía parte diferenciada de España; por ende no buscaba tampoco la liberación de las colonias. Apenas, la autonomización de las mismas como parte del programa liberal; es decir, que lo que hoy conocemos como Argentina pasara de colonia a provincia de la corona.
Y no es para que se nos pinche el héroe: en ese marco, significaba una revolución inmensa el programa liberal/Mayo/sanmartiniano.
Sólo cuando Fernando VII, una vez retornado al trono, y al contrario de lo que se suponía, se pronunció por la continuidad del absolutismo, los revolucionarios de Mayo, entre los que ya se contaba San Martín, comprenden que para sostener el programa republicano era, ya entonces sí, necesario separarse de España. Quizás muchos que hoy parlan porque el aire es gratis se habrían preguntado entonces por qué nuestros próceres cambiaron de opinión después de seis años, o que había detrás del súbito viraje. Sin segundas intenciones digo esto, no vayan a pensar mal.
Reiterando y resumiendo: revolución e independencia fueron, cada una a su turno, no más que herramientas; el objetivo final no era ninguna de ellas en sí misma, sino el diseño de una república de corte liberal inspirada en el 1789 francés. El aporte de San Martín a la gesta fue, igual que el de Bolívar, Dorrego, Artigas y otros tantos, la comprensión de que si el movimiento no se extendía al subcontinente entero, la obra sería incompleta.
De ahí que el Congreso de Oriente, que declaró la primera y verdadera independencia nacional –comandado por un íntimo de San Martín como era Artigas–, tanto como el de Tucumán –en el que San Martín, gobernador de Cuyo (San Juan, San Luis y Mendoza) en 1816, y porque era factótum de todo aquello, digitó: presidencia del mismo (Laprida, sanjuanino), director supremo de las Provincias Unidas del Río de La Plata (Pueyrredón, de San Luis) y voz cantante entre los diputados (Godoy Cruz, mendocino)–, declararon libres a los pueblos de Sudamérica, y no sólo a Argentina. San Martín requería de ello para colocar en situación formal de invasores a los ejércitos virreinales en Chile y en Perú.
El otro ingrediente que pesó en la decisión del Santo de la Espada para retornar fue puramente personal: siendo español, pero nacido en colonia, era ciudadano de segunda clase, por lo que no le estaba permitido llegar más que a la capitanía en el ejército ibérico. Incluso para provecho propio, requería, el a la postre libertador de América, el desplazamiento de los valores que sustentaban el orden absolutista: el liberalismo proponía aniquilar tales distinciones entre ciudadanos.
San Martín, en suma, fue, antes que un militar, y más que sólo ello, un dirigente político excepcional, de primer nivel, que por esa vía (por medio de la política) lograría tomar Lima… sin disparar un sólo tiro. Su vida la pasó operando las fallas del orden al que combatía, para evitar, en cuanto le fuera posible, llegar a tener que recurrir a la lucha armada.
¿Algo de todo lo dicho hace de San Martín menos héroe, porque no se trató del ser celestial que pintó la historiografía nacional originaria fundada por Mitre, y casi irreal, porque no era, decíase, dominado por ninguna de las pasiones mundanas que nos hacen imperfectos a los hombres y a las mujeres?
No. Más bien, yo diría que todo lo contrario: la obra adquiere dimensión aún más gigantesca cuando advertimos que se trató de alguien, prima facie, como cualquiera; y que, entonces, pensar la política en clave revolucionaria y epopéyica no es mero infantilismo, sino que está al alcance de la mano de quien se lo proponga y sea virtuoso a tal efecto.
Precisamente lo que quisieron evitar Mitre y sus secuaces, que se apropiaron de San Martín y de otros tantos a los que en su juventud combatieron sus antepasados (los del mitrismo), fue que surgieran cuestionadores de los ocasionales statu quo; disconformes con las tesis que sostienen que la Patria ya está hecha, y que sólo resta administrarla, matriz clásica de las derechas en todo el mundo.
Alguna vez leí que San Martín era «tan grande» –hablan de una grandeza que jamás desmenuzan– que había liberado al país «pese a que éste lo exilió». Estupidez importante: ante todo, difícil que haya sido ‘a pesar’ del exilio, por cuanto la independencia vino primero.
Pero, además, a San Martín no lo exilió «el país»: lo exiliaron Rivadavia y los suyos; el mismo Bernardino que según el mitrismo fue «el más grande hombre civil que dio el país». Deberían haber aclarado que fue también el que dedicó su vida a venderlo –encima de modo corrupto– y a debilitarlo políticamente, cuestión que al cabo de sus intervenciones públicas había pasado de colonia española a inglesa. Y para mucho peor: no en vano Belgrano supo decir “o el viejo amo o ninguno” durante las invasiones inglesas, cuando se negó a jurar fidelidad a la corona británica –único funcionario del virreinato que procedió de tal forma–.
Durante muchos años, San Martín y Rivadavia fueron exhibidos juntos, porque también ocultar las luchas que entre ellos hubo, que fueron intestinas, era necesario para el relato que sustentó la continuidad del proyecto rivadaviano –luego unitario, luego mitrista– de inserción argentina en la división internacional de la pobreza como chacra de Gran Bretaña –para lo cual hasta se llegó a la ridiculez de hablar de San Martín como un «agente inglés», que buscó apenas cambiar concesionario del país–, cual si el Coloso de Los Andes hubiera acordado alguna vez con ello: dudoso, dada su adhesión a los morenistas de Mayo, autores del Plan de Operaciones, de corte fuertemente intervencionista.
En orden a justificar el dominio inglés sobre nuestra capacidad de decisión nacional en todo sentido hubo tanto la tergiversación del Mayo de 1810, el supuesto repudio a lo español, como de la historia de San Martín, cuya partida al exilio, definida por los pro británicos, nunca fue explorada en detalle, y hasta se atribuyó a Bolívar, con el que desde que Sarmiento lo visitara en Francia quisieron enfrentarlo para operar en contra de la unidad sudamericana en sintonía con los intereses ingleses.
Reinterpretar la Historia es válido y necesario. , otra muy distinta. Ponerla en sus justos términos, necesario, porque, como dijera Jauretche, quien hace mala Historia hará también mala política. Es, en ese entendimiento, muy necesario dejar bien sentado el carácter de convencido y rabioso militante político del general José de San Martín.
Nunca me quedó claro porqué, regresado al país en 1812, se dedicó a combatir a sus ex-camaradas con los que compartió 20 años. Si alguien lo sabe, que lo cuente.
Responder sobre ese punto es entrar en el polémico ámbito de la masonería.
Toda decisión tiene un entorno que la hace posible, y por lo tanto no puede explicarse una acción histórica si no se tiene una idea suficiente de la situación en la que los actos se producen, de la lógica de los resortes de los mismos y de sus posibilidades de éxito. Como dice Patricia Pasquali,(*) a quien sigo en este punto, ese verdadero punto de inflexión en la vida de San Martín, producto de una deliberación consciente y no de un impulso emocional (**)no se puede explicar si no se alude por un lado a su formación castrense y por otro a su iniciación másonica, ambas inextricablemente articuladas, pues la orden había lograda captar a buena parte de la oficialidad del ejército español, sobre todo en el periodo de intensa propaganda liberal fomentada por la Francia revolucionaria y luego imperial, en fluido y estrecho contacto con la península. Sabemos que la masonería luchaba contra los gobiernos despóticos, hablaba de una fraternidad universal, de la idea de una justicia también universal, todo lo que llevó a San Martín a dejar de lado las «pequeñas lealtades divididas», comprendiendo que él debería ser el instrumento de la justicia y la razón le indicó que ella estaba a favor de la causa de América, vislumbrada como reducto de la libertad frente al despotismo imperante en el viejo continente.
Por supuesto, está todo lo que se ha escrito, sobre que la masonería era en esos tiempos una organización secreta, manejada por el imperialismo inglés, para conseguir sus fines de dominación mundial; la discusión sobre si la Logia Lautaro fue o no masónica; la relación del Libertador con los ingleses y demás polémicas, que hace algunos años volvieron a cobrar actualidad, pero eso es otro tema.
(*)En: San Martín. La fuerza de la misión y la sociedad de la gloria. Planeta. Bs. As. 1999. páginas 9/15.
Actualizada biografía, muy recomendable.
(**)Coincidiendo con lo escrito por Pablo D.
«soledad de la gloria», no sociedad.-
Exacto, es un tema interno español disputado en territorio nacional, cuando éste todavía no lo era.
Ahora bien, «la causa de América», era más bien, inicialmente, la causa del liberalismo español tramitada en lo que era parte del reino, todavía.
Así es, aunque hay que tener siempre presente que no existía un pensamiento homogéneo, o la posibilidad de hablar de mayorías. «Las revoluciones de independencia en Hispanoamérica fueron, al mismo tiempo, un conflicto militar, un proceso de cambio político y una rebelión popular. Como toda revolución o toda guerra, quienes se involucraron en aquella experiencia lo hicieron por razones diversas y contradictorias. No pocos se levantaron en armas porque querían alcanzar un gobierno criollo sobre los reinos y provincias del imperio borbónico. Muchos lo hicieron porque, más que a Madrid, rechazaban la hegemonía de las ciudades capitales sobre su región. No faltaron quienes se levantaron en armas para proteger un modo de vida tradicional o para ascender socialmente a través de la guerra o la política.» Conf. Rojas, Rafael. Las repúblicas del aire. Utopía y desencanto de la revolución en hispanoamérica. Taurus.Bs.As. 2010. págs. 11 y sgts. Interesante trabajo sobre las ideas en los primeros años de la revolución americana.-