La crítica al gobierno de Mauricio Macri por insensible es un error, un cuestionamiento infecundo que pone la mira en el lugar equivocado. ¿Se trata verdaderamente de insensibilidad, de miradas frías sobre el pueblo? ¿Es que hace falta calor compasivo, un poco de piedad acaso en la dura frialdad de técnicos que deciden aumentos o conceden exenciones? Uno nota que así se ingresa en el terreno resbaladizo de los reclamos sentimentales, como si realmente se tratara de cuestiones del corazón, de afecto o antipatía por los más necesitados. Recuerdo la respuesta de Jorge Cafrune cuando le contaron la magnánima donación que la duquesa de no sé donde había hecho a los pobres: “¿Donó o devolvió” –dijo epigramáticamente, poniendo el acento con dos palabras en otro registro, muy distinto de la sensibilidad, auténtica o impostada, de la donante.
Un sector importante de los funcionarios de Cambiemos proviene de las ONGs y de las fundaciones solidarias que han dedicado su vida y sus esfuerzos en socorrer al prójimo desde una perspectiva que sería tan inexacto como inútil atacarla por hipócrita. Se trata de personas que tal vez podamos considerar honestas en sus propósitos, y que entienden su relación con los pobres en términos de ayuda. Allí confluyen la ex presidenta de COAS y hoy legisladora, Carmen Polledo, la titular de la fundación SUMA, Gabriela Michetti, o la autora del libro de consejos para contratar servicio doméstico, la diputada Mercedes de las Casas, por ejemplo. En sus biografías reconocemos una inclinación a los gestos de ayuda y un compromiso genuino en auxiliar las vidas de los que menos tienen. Lo que se dice sensibilidad, no les falta ni les ha faltado. Pero la existencia de poderosas fundaciones filantrópicas en sociedades profundamente desiguales debería alertarnos, ya que indica que la cosa pasa por otro lado y que dicha coexistencia es posible y necesaria.
La cuestión política que define la orientación de un gobierno no radica en ese registro (sensible: afectivo o impiadoso –da igual-), sino en otro que podemos llamar normativo o simbólico y que podemos enunciarlo del siguiente modo: cuáles son los sujetos que tienen derecho a ciertos bienes (económicos, culturales, civiles, etc.) y cuáles carecen de esa potestad. Tomemos como ejemplo a quien mejor expresó esta idea por estos días, el ex titular del Banco Central, Javier González Fraga, que elogió la política de Mauricio Macri como un “sinceramiento económico”; manifestó que el gobierno de Cristina Kirchner “…le hizo creer a un empleado medio que su sueldo medio servía para comprar celulares, plasmas, autos, motos e irse al exterior. Eso era una ilusión. Eso no era normal». Este es, según entiendo, el punto crucial: la palabra “normal”, que hay que escucharla en sus resonancias normativas, regulativas. No es que el empleado medio tenía la ilusión de acceder a un auto o a un viaje (de hecho, por años accedió y así hizo crecer a los fabricantes de automóviles y a las ciudades turísticas), sino que, según su ideario, apropiarse y gozar de ellos “no era normal” ¿Qué tipo de sociedad plantea González Fraga? Una sociedad estamental en la que esos sujetos de sueldo medio no pueden -en el sentido proscriptivo-, no deben, no tienen derecho a tener autos ni a viajar, sino que deben ocupar su preciso e invariable puesto en una comunidad que no les asigna la disposición a tales bienes. No es por insensible sino por coherente con esta idea cuando el ministro Aranguren declara que «si el consumidor considera que el nivel de precios (hablaba de la nafta) es alto en comparación a otros gastos de su economía, dejará de consumir». La decisión oficial de fijar el precio en cierto valor hace que determinados sujetos ya no puedan, no deban, andar en auto. No abusemos de la adjetivación; no importa si se trata de un tipo con el corazón duro o si lagrimea como Cavallo ante la dirigente de los jubilados Norma Pla. Entendamos la lógica que preside sus decisiones. En ella, es impropio que amplios sectores medios y bajos anden en auto o usen un aparato de aire acondicionado. El mensaje en este sentido, traducido en el cuadro tarifario, ha sido claro: eso es un derroche, una atribución disfuncional para dichos sujetos. No les corresponde, no es normal. Si uno comprende esta lógica, encuentra sus innumerables expresiones espontáneamente vertidas a cada paso por cada ideólogo o funcionario de Cambiemos, como cuando el presidente Macri habló de la creación de universidades públicas durante el kirchnerismo. “¿Qué es esto de universidades por todos lados? Basta de esta locura”. Dichas academias en el conurbano permitieron que por primera vez en la historia de muchas familias pobres o casi, un miembro accediera a los altos estudios, tradicionalmente reservados a sectores de poder económico. Locura, derroche, exceso, consumos disparatados que hay que ajustar; adjetivos que nombran el modo en que ha sido caracterizado el acceso de determinados conjuntos sociales a bienes que sólo se consideran propios para un estamento. Podemos agregar como un ejemplo más, las declaraciones del presidente de la Sociedad Rural, Luis Etchevere, cuando defendió el altísimo precio del lomo, que debía quedar reservado para la exportación ya que el argentino medio no lo apreciaba, pero la lista de expresiones de esta lógica es infinita y no se define en el registro de la sensibilidad. La ayuda a los más necesitados que perfectamente podría tal vez guiar el corazón de muchos funcionarios PRO, es radicalmente otra cosa que el reconocimiento de un derecho. Ahí la cosa cambia: ya no desciende mi mano hasta la del necesitado, sino que cabalmente estoy frente a un semejante, con todas las de la ley.
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