El spot publicitario estrenado en el prime time de “Gran Cuñado” por la U.T.E. de De Narváez a un costo de $528.000.- por emisión, inaugura en la Argentina un nuevo tipo de aviso político: el de la publicidad con objetivo post electoral.
Los exhibición de los denodados esfuerzos de la joven vanguardia esclarecida en su búsqueda de ciudadanos comprometidos que no aparecen, difícilmente sea un instrumento apto para conseguir fiscales en barrios esquivos, sobre todo cuando deja a sus eventuales destinatarios como cobardes que le cierran la puerta en la cara o atisban desde sus escondrijos a los adalides de don Francisco.
Entiendo que el objetivo real del aviso es inaugurar la serie de explicaciones que darán de Narváez y sus asociados para afrontar la contundencia de su derrota en las urnas, la que intentará ser mostrada como el fruto de un gigantesco fraude. Claro, ¡como «ellos» contarán los votos de nuevo, volverán a hacernos trampa!.
Sin signos visibles de insanía de su parte, es de suponer que Francisco de Narváez tiene claro que los del fraude es un gigantesco macanazo (certeza que, por razones psiquiátricas, no tenemos respecto a otra propulsora de la victimización electoral, Elisa Carrió). Lo que hay es un anticipo de la pulseada que se viene después de las elecciones, en la cual los sectores que han procurado limar consecuentemente al gobierno democrático iniciarán una fase de mayor virulencia, en la medida en la que sus ilusiones electorales no se vean del todo reflejadas en la realidad.
Por ello, ya asoman estos recursos, impropios de fuerzas políticas serias, y en capacidad de participar en un acto eleccionario con chances de ganar: hay un correlato directo entre la capacidad de conseguir ciudadanos dispuestos a desempeñarse como fiscales y la de conseguir votos. Por algo a los partidos mas pequeños es típico verlos el día de las elecciones sin fiscales de mesa y con un solitario y empeñoso fiscal general recorriendo las escuelas de la circunscripción. Del mismo modo al peronismo y al radicalismo jamás les faltan fiscales, y cuando excepcionalmente así ha sido, ello ocurrió preanunciando catástrofes electorales en determinado distrito.
Que la historia del fraude (o de la versión carrotiana de «no tienen libertad para votar») es una mentira está al alcance de cualquiera que haya participado de cerca en algún acto electoral (esto no quiere decir que no se hagan aquí o allá maniobras, sino que nunca adquieren la envergadura como para cambiar el resultado de una elección). Suficiente argumentación ha expuesto en su post al respecto Gerardo F. en Tirando al medio (ver
aquí), pero creo que se puede agregar como ejemplo lo ocurrido en 2007 en buena parte de ese conurbano inaccesible: una buena cantidad de intendentes pejotistas fueron vencidos en sus propios bastiones por candidatos que de una u otra manera representaron una novedad, ilusoria o real para el electorado. Que esos candidatos triunfantes también fueran peronistas refuerza nuestra tesis de que la gente vota de una manera y no de otra por razones político-ideológicas, y no porque no sabe, no puede o porque la llevan de la nariz. Esos comicios, en los cuales la derrota de Manolo Quindimil estuvo lejos de ser la única, pero fue la mas ruidosa, sirven para desarmar desde dos ángulos la torpe argumentación de Narváez, Carrió y cía.: por un lado porque demuestra que a los aparatos en el poder se les puede ganar cuando se tienen votos y por el otro porque acredita que la gente (el pueblo, bah) observa y decide cambiar si ve alternativas válidas y si el cambio le parece necesario.
Esto no obsta a que la victimización sea un arma para deslucir victorias ajenas y que la oposición la usará intensamente antes, durante y después del comicio.