Cada vez que nos provocó admiración, cada vez que nos provocó bronca, supimos que esas reacciones las provocaba su verdadero ser, ese que estuvo siempre a la vista, con sus grandezas y sus limitaciones. Nunca nos obligó a adivinarle segundas intenciones: será por eso que resultó tan difícil reconciliarse con él cuando se equivocó.
La tristeza que se adueñó de nosotros a las 20:30 tiene el tamaño de los momentos con los que estuvo asociado: el 10 de diciembre de 1983 en la Plaza de Mayo, el día de 1984 en que nos sacamos de encima para siempre el fantasma de la guerra con Chile. Presidió ceremonias plenas de un sentido que (no lo sabíamos) le estaba dando (justamente) un sentido perdurable a nuestra vida.
Por eso se nos vienen estas lágrimas a los ojos. Por eso necesitamos saber que nos vamos a acompañar con los mismos con los que nos acompañábamos en aquellas ceremonias cuando vayamos a la última que su cuerpo vaya a presidir.
No hay rencores, Señor Presidente. Hasta siempre.