El año pasado, hacia la segunda parte, el suplemento cultural de La Nación, ADN, organizaba charlas con personalidades de la cultura en general. Un día le tocó el turno a Beatriz Sarlo y decidí acercarme a escuchar sus palabras aunque sobre todo, a hacerle una pregunta: ¿Qué entendía ella por aquello que decía la presidenta electa Cristina Fernández de Kirchner, de que los argentinos nos merecemos un mejor relato?
Lo de Sarlo estuvo «just good». Se suma a la corriente de Escudé y reivindica a Duhalde como un político de riesgo. Habló de Sarkosy como el primer presidente francés que es un Homo videns nato mientras que al estilo K lo relaciono con un formato más radial (por radio) de comunicación. También nos enteramos que la señora juega todos los días al tenis. ¿Mi pregunta? No la respondió. Dijo que ella tampoco entendía que significaba. Supuso que yo tampoco la entendía. Creyó que era una pregunta cómplice.
Pero no fue lo más interesante que me pasó. Mientras caminaba hacia el primer piso del Centro Cultural Recoleta, donde se desarrollaría la charla, transitaba por el pasillo principal girando el cuello en cada puerta que daba a alguna habitación de exposición hasta que en una de esas una tela negra cubría la entrada a la habitación. Desandé un par de pasos de mi acelere y decidí entrar a esa sala que me generaba curiosidad. Desde afuera la sala se veía a oscuras y esa cortina negra la hacía más lúgubre aún. Corrí el velo, y me topé con una pared escrita. Me dije que leería después lo que decía. Cuando saliese. Antes quería ver cuál era la obra tan velada. Crucé la pared por el costado y allí nomás la vi. Era ella o él porque para mi las ratas no tienen sexo. Iluminada por un haz de luz, y el resto de la habitación oscura, colgaba una rata muerta, una gran rata muerta. Que hija de puta!!! dije, estaba solo en la habitación. Maldije al artista por ponerme la rata en frente. Tan gratuito, tan fácil…. Después leí lo que decía la pared. Era un fragmento de un texto más amplio. Del pilón que había, tomé una fotocopia de ese texto y salí al pasillo. Luz otra vez, dos viejitas dudaban en entrar. Solo pude decirle «se lo recomiendo, entren», mientras me alejaba. Sarlo y sus amigos me esperaban… la gente sobraba en relación a las sillas dispuestas. Yo pertenecía al grupo de los parados de la puerta hacia el pasillo. Nos amenazaban que cerrarían la puerta ni bien entre Sarlo. Empezamos a organizarnos, propuse sentarnos en el piso. Un acomodador me dijo que eso era imposible: Orden municipal. Lo dijo bien, con autoridad como lo dicen aquellos que responden «orden municipal». Me acerqué a una de las promotoras y le pregunté como podíamos solucionar el inconveniente. Me miró, era lo que buscaba, y me dijo que no sabía. La gente se agolpaba en la puerta, la señora no aparecía y bueno, la presión aumentaba. Por fin alguien, arrimó alguna solución: poner bancos en el pasillo y prender los parlantes y así, al menos, escuchar su voz, tal como los descamisados escuchaban a Eva, pensé. La popularidad de Sarlo en Recoleta es indisimulable. El público era recoleto en su mayoría. Me sentía como cuando niño, me sentía en mi hogar. Claro que en el trajín de una cosa y otra, observé como otra señora se levantaba y dejaba un espacio vacío por la cuarta fila. Pregunté si alguien estaba solo, ya que había sobrado un lugar. Nadie respondió. La gente va acompañada a ver a Sarlo. Entonces me senté. La Señora se hacía esperar, entonces empecé a leer el texto que había tomado de la sala de la rata muerta. A medida que lo leí me seguía transportando a ese sentimiento de terror que me producía esa sala. Cuando finalicé de leerla entró Sarlo y ya nada fue igual ya no estaba solo en el cuarto oscuro, ni la rata estaba inmóvil, seca, dada vuelta, muda. «Quiero aclarar que la Señora Sarlo no es la culpable del retraso. Ella posee una puntualidad inglesa» dijo el director del suplemento cultural y arrancó la charla.
Bueno, pero ¿qué decía ese texto de la sala de la rata muerta?
Buena anécdota.
Y sí, hace rato que la Sarlo no es más «una de las nuestras»
Tenés razón. Había puesto el título y la autora al final del texto, pero no lo publicaron. Es «Perdonando a Dios» de Clarice Lispector.