A veces puede resultar llamativa cierta especie de dualidad que afecta los análisis referidos a la política interna de la Ciudad de Buenos Aires.
Por un lado, se exige de lo que se denomina poder central que se abstenga y “deje que los porteños, que son muy celosos de su autonomía, discutan tranquilos sus propios asuntos”. Casi como si un proyecto político tal debiera tener vedada la posibilidad de construir su expresión en un sitio determinado. Pero, al mismo tiempo, se presenta a los triunfos localistas como testimonio de cierta ciudadanía en función de adversar a un programa de gobierno nacional que, explican, los hostigaría. En suma, un reclamo de prescindencia que, luego, sin embargo, pretende ser proyectado allende sus fronteras.
Casi como en cuanto a los expedientes de coparticipación: se solicita permanentemente el auxilio federal pero sin que ello habilite a opinar. Un adolescente mantenido cama afuera. Ponete, y callado la boca. Siempre con tonalidad indignada, de gravedad institucional/republicana y empalagada de moralina y pretensiones de cátedra ética, claro.
Todo esto se ha acentuado desde el surgimiento del PRO, la cúspide del autonomismo más logradamente entendido.
En cualquier caso, la ecuación se resuelve siempre igual: por el voto castigo. Sea como freno a las pretensiones intrusivas, sea como foco de resistencia al expansionismo voraz de Balcarce 50. Uno podría contentarse con responder señalando lo que, así expuesto, resultaría de una incongruencia feroz, y ya. Pero como la idea es superar el berretismo, conviene esforzarse por articular ambos postulados en una única tesis que despeje complejidades e incógnitas y ayude a la comprensión de que requiere sustentarse toda estrategia, en el campo que fuere.
En la Historia suele haber buenas respuestas. En este caso, ya desde la Revolución de Mayo.
La Primera Junta, con su limitada perspectiva de mero instrumento de los intereses de la burguesía comercial portuaria, organizó desde el vamos una grieta irresoluble: sometimiento de las provincias a la autoridad de la capital, o hacer la propia de frente al Atlántico (y de espaldas a Los Andes). Y fue más eso que otra cosa durante décadas. Hasta que la victoria militar de uno de los bandos saldara, según acertadamente expuso Salvador Ferla que intuyó José Artigas más de cuatro décadas antes de Pavón, cuando las tropas del general Bartolomé Mitre iniciaron el aniquilamiento del interior federal. Quienes intentaron conciliar, invariablemente fueron impugnados como autoritarios: Manuel Dorrego y Juan Manuel de Rosas.
Más/menos, a veces reconfigurada, otras tantas subalternada, la disyuntiva, si no principal al menos constante, jamás cesó.
Así, no son rivales para quienes compiten por la ciudad autónoma desde una lógica municipal, aquellos que lo hacen enmarcando la discusión de modo más amplio, explorando conjugar con el resto del territorio nacional. Al mismo tiempo, y toda vez que un jefe gobierno ejerce al mismo tiempo potestades de gobernador junto con otras de intendente, a Maurizio Macrì le va mejor con las segundas (Metrobús) que con las primeras (educación). Dijimos alguna vez que debido a que administrar provincialmente requiere de un nivel de integración regional cuyo despliegue se ve dificultado por las pretensiones, ya no autonómicas sino directamente separatistas, de su universo de actuación, especialmente el electoral.
Todo siempre puede ser distinto; pero, por lo pronto, los antecedentes, la ley y la geografía constituyen límites espesos para la propuesta presidencial del hijo de Franco. Lo que hace de elevar su visibilidad, considerando la representatividad que disputa y sus dificultades de desarrollo territorial más allá de la convocatoria de celebridades, una jugada interesante.
Los ingredientes específicos que distinguen a toda coyuntura podrán (o no) indicar el resto.